"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

lunes, 18 de julio de 2011

Diario de Bolivia



Creo recordar que fue Gérard Genette, en su Ficción y dicción, quien llamaba la atención sobre los difusos límites de lo literario. A lo largo de los tiempos, según el narratólogo francés,  la percepción y el gusto del lector varía, de tal modo que, por ejemplo, obras que en su tiempo fueron perfectamente literarias hoy se leen sólo como documentos históricos (la mayor parte del mester de clerecía español es una muestra de ello). Del mismo modo, textos que originalmente se escribieron con una función práctica, con el tiempo, y gracias a sus valores estructurales y estilísticos, llegan a leerse con la misma pasión e interés que despertaría cualquier gran novela. Las relaciones y crónicas del Nuevo Mundo que escribieron los conquistadores españoles son, quizá, el mejor ejemplo de ello, pero en el siglo XX se me ocurren al menos tres casos: ese extraordinario milagro literario que es el Diario de Ana Frank; las Cartas a mi madre que la poetisa estadounidense Sylvia Plath escribió desde Londres, y que constituyen el soberbio retrato de una personalidad hipersensible y egocéntrica que se va exacerbando hasta culminar en el suicido; y, ahora, los dos cuadernos que Ernesto Che Guevara rellenó durante su estancia en Bolivia, y que el gobierno cubano, tras una serie de peripecias, logró recuperar y publicar en 1968 bajo el título de Diario de Bolivia. Donde pensaba que iba a encontrar una serie de notas deslavazadas que sólo me servirían de documentación histórica, me he encontrado un relato coherente y acabado, pleno de tensión, que retrata un personalidad compleja y, desde luego, de una voluntad inflexible, y traza la historia de una aventura quijotesca que, en un crescendo pleno de suspense, presagia constantemente su inevitable y trágico final.


Los malos augurios comienzan ya en la finca de Ñancahuazú, con el desencuentro con Mario Monje, secretario general del Partido Comunista de Bolivia, que termina negándole el apoyo del partido a la guerrilla. Sigue con la detención y confesión de Debray y Bustos, que iban a hacer labores de contacto con el exterior. A continuación pierden contacto con la retaguardia, que termina siendo aniquilada en la emboscada de Vado del Yeso. En agosto, el ejército localiza los zulos que habían disimulado cerca del campamento base, y se apropia del armamento, las provisiones, los documentos y, muy importante para el Che, las medicinas para su asma. Estos documentos incautados provocan la detención y la muerte de Loyola de Guzmán, la chica de veinte años que debía organizar una red urbana en La Paz. Las relaciones con los campesinos de la zona se hacen cada vez más difíciles y esporádicas. Los mapas que manejan son imperfectos, y la mayor parte del tiempo los guerrilleros no saben con exactitud dónde se encuentran. Al final, la guerrilla son diecisiete hombres perdidos en la montaña, que se ven obligados a beber sus propios orines a falta de agua, y a matar las mulas de carga para comer algo de carne. Diecisiete hombres exhaustos, que no son capaces de guardar las precauciones mínimas en su marcha. La última anotación del Che, la noche antes de la emboscada final, no puede ser más reveladora:

“Salimos los 17 con una luna muy pequeña y la marcha fue fatigosa y dejando mucho rastro por el cañón donde estábamos (…) A las 2 paramos a descansar, pues ya era inútil seguir avanzando”.

El Che, por supuesto, no es tampoco inmune a la degradación física. Atacado día y noche por el asma, desfallecido, sus errores y debilidades aportan humanidad al personaje:

“Yo tenía –tengo- un cansancio como si se me hubiera caído una peña encima.”

“A las 12 salimos, con un sol que rajaba piedras y poco después me daba una especie de desmayo al coronar la loma más alta y a partir de ese momento caminé a fuerza de determinación.”

“Danton y Carlos cayeron víctimas de su apuro, casi desesperación, por salir y de mi falta de energía para impedírselo.”

“A las 17 pasó un camión del ejército, el mismo de ayer, con dos soldados envueltos en frazadas en la cama del vehículo. No tuve coraje para tirarles y no me funcionó el cerebro lo bastante rápido como para detenerlo, lo dejamos pasar.”

“No me animé a exigir el esfuerzo necesario para llegar más allá del chaco de Paulino e hicimos campamento a orillas del camino (…) Luego expliqué por qué este campamento estaba mal situado, dando la orden de levantarse a las 5 y partir a tomar el chaco de Paulino.” (a las 4:30 tuvieron que escapar precipitadamente, en medio de una balacera del enemigo).

“Por primera vez en esta guerra salí montado en un mulo.”

“Caminamos algo así como una hora efectiva, que para mí fueron dos por el cansancio de la yegüita; en una de esas, le metí un cuchillazo en el cuello abriéndole una buena herida (…) El episodio de la yegüita prueba que en algunos momentos he llegado a perder el control.”

“Yo soy una piltrafa humana.”

Leyendo las anotaciones del Che, sin duda lo primero que se pone de manifiesto es una voluntad de hierro. Voluntad que se revela en el acto mismo de la escritura. Porque hay que tener disciplina y fuerza de voluntad para, en esas circunstancias, no dejar de escribir ni un solo día, se encuentre en la situación en que se encuentre:

“Al comenzar la caminata, se me inició un cólico fortísimo con vómitos y diarrea. Me lo cortaron con demerol y perdí la noción de todo mientras me llevaban en hamaca. Cuando desperté estaba muy aliviado pero cagado como un niño de pecho. Me prestaron un pantalón, pero sin agua, hiedo a mierda a una legua. Pasamos todo el día allí, yo adormilado.”

En condiciones tan duras, el Che no pierde la ironía que caracteriza a la mayoría de sus escritos (“signo de los tiempos: se me acabó la tinta”) y, sobre todo, hace gala de una incorruptible determinación. Mes tras mes, anota impasible en su cuaderno:

“Las tareas más urgentes siguen siendo las mismas del mes pasado, a saber: restablecer los contactos, incorporar combatientes, abastecernos de medicina y equipo.”

Determinación que a ratos llega incluso, a la menor señal, a convertirse en optimismo:

“El gobierno se desintegra rápidamente. Lástima no tener 100 hombres más en este momento.”

En el primer párrafo de esta reseña he calificado la guerrilla de Bolivia de “aventura quijotesca”, en el sentido de una empresa guiada más por el idealismo que por la practicidad. Debo decir que fue el propio Guevara, quien yo creo que era muy consciente de ello, quien me proporcionó la metáfora, en la carta de despedida que escribió a sus padres:

“Queridos viejos:
Otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante, vuelvo al camino con mi adarga al brazo.”

¿Qué impulsó al Che a embarcarse en una campaña tan locamente precipitada? Parece evidente que, incluso sin traicionar su idea de extender la revolución por toda América Latina, hubiera hecho falta una labor de años en la clandestinidad, aunando voluntades y organizando redes, para que el plan tuviera alguna posibilidad de éxito. Tal vez echaba de menos la vida guerrillera, y veía que se quedaba sin tiempo para seguir llevándola a cabo (“he llegado a los 39 y se acerca inexorablemente una edad que da que pensar sobre mi futuro guerrillero; por ahora estoy ‘entero’”). Tal vez quería huir de una vida rutinaria, con mujer, cinco hijos y trabajo de oficina, aunque fuera la oficina de un ministro. Tal vez algo de esas dos cosas hubo pero, sobre todo, yo creo que lo que más movió al Che fue su determinación de “no salvarse”. Albert Camus, en El hombre rebelde, comenta cómo los movimientos revolucionarios se corrompieron en el momento en que determinados líderes comenzaron a pensar que su vida era demasiado importante como para exponerla al peligro. Comenzaron así a protegerse, a plantear jerarquías y a acumular privilegios: “se salvaron”. Esto es lo que, estoy seguro, el Che nunca quiso que le ocurriera. Las alusiones en sus escritos a su propia muerte, y al ejemplo que debe emanar de ella, son tan numerosas que sería imposible enumerarlas. Quizá la más conocida sea la última, la que incluyó en el mensaje que se leyó en la Conferencia Tricontinental de La Habana, cuando él ya marchaba por las montañas de Bolivia:
   
“En cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ese, nuestro grito de guerra, haya llegado hasta un oído receptivo, y otra mano se tienda para empuñar nuestras armas.”

Muchas manos han empuñado desde entonces, literal o simbólicamente, esas armas, y, por qué no decirlo, se han cometido muchas atrocidades con ellas. Pero también han servido de inspiración y ejemplo para muchos movimientos sociales justos y honestos y, muy particularmente, esas armas han significado mucho para la recuperación de la dignidad y el amor propio de la mayoría de los pueblos americanos. Hoy en día es fácil estar en contra de la lucha armada, y darse cuenta de que el marxismo-leninismo no aporta prosperidad a los pueblos ni libertad a los individuos. Cada uno es hijo de su tiempo. Lo importante es, como escribió Galeano, que el Che fue una de esas raras personas que no sólo dijo siempre lo que pensaba sino que, hasta sus últimas consecuencias, hizo siempre lo que decía. Ser fiel a uno mismo. Ese es el ejemplo que debe perdurar. 


2 comentarios:

  1. francisco martin ratia30 de agosto de 2011, 8:16

    Cuentas nuevamente con mi admiración. Un abrazo,

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  2. Otro para ti, viejo amigo. Gracias por seguirme.

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