"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

sábado, 16 de julio de 2011

La ruta del Che en Bolivia (2): Lagunillas.


De Muyupampa viajo en una vagoneta de nuevo al cruce de la ruta 6, y allí espero alguna movilidad que me lleve a Lagunillas. Por suerte es domingo, y el maestro del pueblo, que se baja con su familia de un bus que viene de Santa cruz para incorporarse el lunes al trabajo, ha llamado a un taxi para que venga a recogerlo. Lo compartimos, y entro en Lagunillas ya oscureciendo.


En este pueblo Mario Chávez, “El lagunillero” había abierto una pensión y almacén (en la foto) con el fin de que sirviera de punto de contacto y abastecimiento con la guerrilla, que se encontraba entrenando en una finca a cuarenta y cinco kilómetros de aquí. A menudo venían al pueblo varios de ellos en jeep para aprovisionarse. Doña Hilda, la dueña del hostal donde me alojo, tenía por aquel entonces una hacienda en la misma dirección que la finca de los cubanos, y la vendió cuando quedó viuda para abrir el hostal que ahora regenta en la plaza del pueblo. Me cuenta que por aquella época todo el mundo pensaba que los misteriosos habitantes de la finca era narcotraficantes, y que el pueblo entero se pasaba el día haciendo cábalas e inventando historias sobre ellos. (“Al llegar cerca de la finca detuvimos las máquinas y una sola llegó a ella para no atraer las sospechas de un propietario cercano, que murmura sobre la posibilidad de que  nuestra empresa esté dedicada  a la fabricación de cocaína” dice el Che en la primera página de su Diario.)


Doña Hilda está convencida de que en una ocasión vio al Che, en el camino de tierra que llevaba a su finca, sentado debajo de un árbol, probablemente esperando que llegaran sus compañeros con el jeep. “Yo entonces no sabía quién era, claro, pero cuando lo mataron y salieron sus fotos en el periódico lo reconocí. Tenía barba, el pelo largo y una boina. No me habló, no puedo decir que me hablara. Pero me saludó con la cabeza cuando yo pasé”  Después de la caracterización que el Che había sufrido para poder entrar clandestinamente en Bolivia no creo que tuviera todavía barba ni el pelo largo por aquel entonces (“Mi pelo está creciendo, aunque muy ralo y las canas se vuelven rubias y comienzan a desaparecer; me nace la barba. Dentro de un par de meses volveré a ser yo”) pero no seré yo quien contradiga a Doña Hilda.



Al día siguiente me levanto temprano y emprendo camino a pie hasta la finca de Ñancahuazú. Es una pista de tierra, a lo largo de un valle, en la que ahora hay bastantes haciendas. Un matrimonio me recoge en su coche y me alarga un buen trecho, pero luego sigo alrededor de una hora a pie. Me encuentro con algunos niños, de etnia guaraní, que vuelven caminando del colegio. Al fondo, y a todo lo largo del valle, se impone la Cordillera Oriental en la que el Che y sus hombres se adentraron tras el periodo de entrenamiento en la finca.





Es época de la recogida del maíz, y puedo montar en un camión que va a cargar la cosecha de una hacienda para llevarla a Santa Cruz. El último trecho lo hago en un tractor que también va a recoger maíz, y que me deja en la puerta de la finca.



Me habían dicho que el actual dueño de la finca está cansado de que todo el mundo le pregunte por lo mismo, y que no deja pasar a ningún visitante. Por suerte no hay nadie cuando yo llego, la casa está cerrada y el perro ni siquiera se preocupa de ladrar, así que puedo curiosear a mis anchas. El sitio es bastante recóndito, y está ya prácticamente en la falda de la cordillera, rodeado de bosque virgen. No es extraño que el Che y sus hombres pudieran dedicarse desde aquí a reconocer el terreno e instalar en las montañas el campamento base sin despertar demasiadas sospechas. 


Tomo la foto de lo que me han asegurado que es “la casa de calamina”, la que construyeron Inti y Coco Peredo mientras esperaban al Che y al resto de guerrilleros cubanos, pero me extraña que este galpón destartalado haya aguantado cuarenta y cuatro años. Más tarde me dirían que, en efecto, aquella no era la casa de calamina, que la original fue derribada por el actual dueño. Una foto que vi en el pequeño museo de Lagunillas me lo confirma.


A la vuelta camino durante casi tres horas hasta que pasa un señor en moto y me lleva. Hablamos y me dice que es casi imposible que a estas horas vaya nadie a Lagunillas, y ya queda poco para que anochezca, así que vamos a su casa a tomar su jeep (“el camino está feísimo para ir en moto”, me dice) y, a cambio de cincuenta bolivianos, me acerca a Lagunillas. Aunque son unos treinta kilómetros hay que ir muy despacio, y es prácticamente un favor que me hace. Por el camino le voy contando la historia del Che, de la que él apenas tiene nociones, y recuerdo que se sorprendió mucho cuando le dije que había sido ministro del gobierno de Cuba. Me comenta entonces que él conoce a un señor que luchó en el ejército contra la guerrilla, y cuando llegamos a Lagunillas me lleva a su casa para que conversemos un poco. 


Miguel Espinosa ya había hecho el servicio militar cuando estalló la guerrilla, pero lo reclutaron como reservista para que sirviera de guía para los soldados. Hasta hace poco llevaba a los turistas a efectuar recorridos por la montaña, a Vado del Yeso, donde el 31 de agosto de 1967 murieron en una emboscada todos los componentes de la retaguardia (entre ellos Tamara Bunke, “Tania”, la única mujer de la guerrilla), pero ahora no puede hacerlo porque hace un par de años que un glaucoma lo ha dejado ciego. Miguel, que portaba armas y peleaba como un soldado más, tuvo hasta cinco encuentros con la guerrilla, en uno de ellos, el dos de junio, abatieron a dos guerrilleros, y en otro murió un amigo suyo. Me habla también de un sargento con el que no se llevaba bien, que era un cobarde, y cuando divisaban huellas frescas de los guerrilleros ordenaba retirarse, en vez de seguirlas. Me habla mucho de ese sargento, y de no sé qué discusiones que tuvieron, pero a Miguel se le va un poco la cabeza, mezcla los recuerdos, y a mí me cuesta trabajo seguir lo que me cuenta. Cuando nos vamos a despedir, él mismo me pide posar con el diploma que le dio el ejército por su contribución.




Mientras disparo mi cámara, no puedo evitar acordarme del colirio que siempre llevo en la mochila. Son las gotas que hace un par de años me recetó el oculista para prevenir el glaucoma. Si Miguel se hubiera hecho en su vida aunque fuera una sola revisión ocular, este hombre no estaría ahora ciego. 








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