"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

martes, 22 de marzo de 2011

Iquique. Héroes y mártires (1. Los héroes)



El llamado “Norte Grande” de Chile, desde Arica hasta Antofagasta, es un inmenso desierto: el desierto de Atacama, el más seco e inhóspito del mundo. Estudios geológicos demuestran que, en su parte central, hace más de veinte millones de años que no cae aquí una gota de lluvia. En todos esos millones de años nunca nadie, ni animales, ni plantas, ni grupos humanos, ha vivido aquí. Parece mentira que esta árida extensión de terreno pueda haber tenido algún interés para alguien. Sin embargo, entre 1879 y 1883 el afán de posesión de este territorio dio lugar a una de las guerras más sangrientas y que, hasta el día de hoy, más heridas abiertas ha dejado en Sudamérica: la “guerra del Pacífico”, también conocida, quizás más propiamente, como “guerra del salitre”.


El salitre es una mezcla de nitrato de sodio y nitrato de potasio que sirve para múltiples usos, pero sobre todo como fertilizante agrícola y para la fabricación de dinamita, pólvora y otros productos explosivos. A partir de la segunda mitad del siglo XIX la demanda internacional de salitre fue inmensa. Y, en todo el mundo, sólo en el desierto de Atacama había salitre. Hasta 1879 el desierto de Atacama pertenecía a Perú y a Bolivia, país este último que además disponía por esta zona de una salida al mar, lo que ahora no tiene. La explotación del salitre peruano estaba en manos del Estado. La explotación del boliviano estaba en manos de la chilena "Compañía de Salitres y Ferrocarriles de Antofagasta", con mayoría de capital inglés y algunos accionistas minoritarios chilenos, en su mayoría políticos y ministros del gobierno. Las ciudades costeras de Arica e Iquique, en Perú, y Antofagasta, en Bolivia, eran los principales puertos por donde se exportaba el salitre al mundo entero.

En 1878 el congreso de Bolivia decide cobrar  a la Compañía de Salitres y Ferrocarriles de Antofagasta un impuesto de 10 centavos por cada quintal de salitre exportado. Ante la oposición de la Compañía, secundada  por el gobierno chileno, el gobierno boliviano decide rescindir el contrato y rematar los bienes de la Compañía para cobrarse los  impuestos atrasados. En respuesta, el ejército chileno toma Antofagasta. Había comenzado la guerra del Pacífico. Casi de inmediato, Perú entra en el conflicto merced a un acuerdo de defensa mutua que tenía con Bolivia y a que, obviamente, sus propios territorios podían estar en juego.

Yo he visitado el Museo Histórico y de Armas de Arica, y el Museo Naval de Iquique, ciudades chilenas ambas desde 1883. Con pocas variantes, en los dos museos se cuenta la misma historia. Una historia de caballerosos militares a la antigua usanza,  a menudo emparentados por matrimonios aunque pertenecieran a distintas naciones, y que, aunque pertenecieran a distintas naciones, habían estudiado en las mismas academias militares inglesas, vestían uniformes de diseño y fabricación inglesa, manejaban armas y comandaban barcos acorazados comprados a Inglaterra, y hacían gala de una retórica y unas formas que a mí se me antojan muy inglesas.

En Iquique, el almirante peruano Miguel Grau, al mando del acorazado Huáscar, hundió la corbeta chilena Esmeralda, en una operación en la que muere heroicamente (se había negado a rendir el barco) su capitán, el chileno Arturo Prat. Pocos días después, Grau envía la siguiente carta a su viuda, Carmela Carvajal de Prat.

"Dignísima señora: 

Un sagrado deber me autoriza a dirigirme a usted y siento profundamente que esta carta, por las luchas que va a rememorar, contribuya a aumentar el dolor que hoy, justamente, debe dominarla. En el combate naval del 21 próximo pasado, que tuvo lugar en las aguas de Iquique, entre las naves peruanas y chilenas, su digno y valeroso esposo, el capitán de fragata don Arturo Prat, Comandante de la "Esmeralda", fue, como usted no lo ignorará ya, víctima de su temerario arrojo en defensa y gloria de la bandera de su Patria. Deplorando sinceramente tan infausto acontecimiento y acompañándola en su duelo, cumplo con el penoso deber de enviarle las, para usted, inestimables prendas que se encontraron en su poder y que son las que figuran en la lista adjunta. Ellas le servirán indudablemente de algún pequeño consuelo en medio de su gran desgracia, y para eso me he anticipado a remitírselas."


La respuesta de la joven viuda, en una elegante prosa decimonónica, es un prodigio de contención, fortaleza, y exquisita educación. Los originales de ambas cartas se encuentran en el Museo Naval de Iquique, y se suelen mencionar como ejemplo de gallardía y buenas maneras entre contendientes. Es la dignidad de la guerra.

"Recibí su fina y estimada carta (...) en ella, con la hidalguía del caballero antiguo, se digna usted a acompañarme en mi dolor, deplorando sinceramente la muerte de mi esposo; y tiene la generosidad de enviarme las queridas prendas que se encontraron sobre la persona de mi amado Arturo; prendas para mí de un valor inestimable por ser, o consagradas por su afecto, como los retratos de familia; o consagradas por su martirio, como la espada que lleva su adorado nombre. Al proferir la palabra martirio no crea usted, señor, que sea mi intento inculpar al jefe del "Huáscar" de la muerte de mi esposo. Por el contrario, tengo la conciencia de que el distinguido jefe, que arrostrando el furor de innobles pasiones sobreexcitadas por la guerra, tiene hoy el valor, cuando aún palpitan los recuerdos de Iquique, de asociarse a mi duelo, o de poner muy en alto el nombre y la conducta de mi esposo en esa jornada, y que tiene el aún más raro valor de desprenderse de un valioso trofeo poniendo en mis manos una espada que ha cobrado un precio extraordinario por el hecho mismo de no haber sido rendida; un jefe semejante, un corazón tan noble, se habría, estoy segura, interpuesto, de haberlo podido, entre el matador y su víctima, y habría ahorrado un sacrificio tan estéril para su patria como desastroso para mi corazón."

El acorazado Huáscar, que todavía se exhibe como botín de guerra en el chileno puerto de Talcahuano, fue capturado al fin en la batalla de Angamos, cerca de Arica. En dicha batalla, defendiendo su acorazado sin entregarlo, murió Grau.

Arica estaba sitiada y sin posibilidad real de supervivencia, pero el coronel peruano Francisco Bolognesi, que murió en la defensa de la ciudad y hoy tiene una avenida, una plaza o una calle en todas las ciudades peruanas, se negó a rendirla, y las gloriosas palabras que empleó para negar la rendición de la ciudad están escritas en muchas placas de mármol en Perú:

“Tengo deberes sagrados que cumplir y los cumpliré hasta quemar el último cartucho.”

Cartuchos quemados. Viejas banderas deshilachadas. Ajados uniformes manchados de sangre. Espadas honoríficas. Cañones, fusiles, botas rotas. Amarillentas fotos de personajes de altiva mirada y grandes mostachos. Arrugadas cartas de alambicada caligrafía. Medallas. Un deber sagrado que cumplir. Yo paseo por estos pasillos, en Arica, en Iquique, y me pregunto de que sirvió tanto heroísmo, tanta frase engolada, tanto patriotismo. Tanta muerte. Chile agradece a sus próceres su sacrificio por el bien de la patria, y reconoce a Perú (de Bolivia apenas se habla) su valor, determinación y nobleza en la lid. En ninguna parte se nombra al verdadero vencedor de la guerra, John Thomas North. Tampoco me consta que él le haya dado el pésame a ninguna viuda, o le haya rendido honores a ninguna tumba. Desde luego debería haberlo hecho.

John Thomas North, profesional inglés de la especulación, gracias a la información privilegiada que le daba su socio Robert Harvey (ciudadano inglés nombrado por Chile Inspector general de salitreras) compró durante la guerra la inmensa mayoría de los bonos de las salitreras peruanas y bolivianas a precio de saldo. Nadie daba un duro por estos bonos porque cada vez estaba más claro que Chile ganaría la guerra, y no se pensaba que Chile fuera a respetar la legalidad de los bonos cuando las salitreras estuvieran en su poder. Chile ganó la guerra, contra todo pronóstico reconoció la legalidad de los bonos, y North se convirtió (sin pedestal, sin medallas, sin salva honorífica ni avenidas con su nombre) en el hombre más poderoso e influyente de Chile.

Ya en 1890 Inglaterra, sin haber pegado un tiro, era dueña del 70% del salitre chileno. El resto, estadounidenses, alemanes, y la pequeña oligarquía chilena que inauguraba las estatuas, y cubría los ataúdes con banderas.

martes, 15 de marzo de 2011

Machu Picchu



Aunque no he ido en esta ocasión (lo hice en 2007, y con las fotos que tomé entonces ilustro este artículo), no quiero abandonar Perú (es un decir, porque escribo desde Bariloche, en Argentina) sin mencionar antes algo sobre el yacimiento que se ha convertido en el máximo emblema de la América precolombina: la mágica y misteriosa ciudadela de Machu Picchu.

En 1911 el hacendado cuzqueño Agustín Lizárraga acompañó, a cambio de cincuenta centavos, al historiador estadounidense Hiram Bingham a la cima del Machu Picchu (“Montaña vieja”) para mostrarle unas curiosas ruinas, casi devoradas por la selva, que hacía años que él había descubierto. En las alturas del Machu Picchu vivían dos familias quechuas, que todavía aprovechaban la canalización de agua de la antigua ciudad, y algunas de sus terrazas de cultivo. Hiram Bingham llevaba años buscando Vilcabamba, la mítica ciudad donde, tras la conquista de Pizarro, se habían refugiado los incas hasta que Túpac Amaru, el último inca, fuera derrotado y ejecutado por los españoles en 1572. Ante lo fastuoso que prometía ser este yacimiento, y lo recóndito de su localización, Bingham, por fin, creyó haberla encontrado.


Según Bingham la ciudad de Machu Picchu era un gigantesco centro ceremonial donde vivían las llamadas “vírgenes del sol”, sacerdotisas dedicadas al culto del dios Sol, el mantenimiento de la llama sagrada y el embalsamamiento y entierro de los grandes nobles. La existencia de esta ciudad sólo sería conocida por la alta clase inca. Tras la derrota ante Pizarro y la caída de Cuzco, habría sido utilizada como último refugio y lugar desde donde organizar los contraataques hasta que, como quedó dicho, con la muerte de Túpac Amaru se extinguió por completo la resistencia inca.

Las vírgenes del sol eran doncellas seleccionadas, tanto entre la clase dirigente como entre el pueblo llano, por su belleza y sus buenas aptitudes. Las elegidas pasaban a vivir desde los ocho años en el Acllahuasi (“casa de las escogidas”) donde, a cargo de las mamacunas, recibían una esmeradísima educación. A los quince años se convertían en potenciales prometidas de los miembros de la alta nobleza, que escogían entre ellas a sus esposas. Las que no eran escogidas, quedaban para el resto de su vida como sacerdotisas al servicio de Inti, el dios Sol. Bingham las imaginó aquí, en Machu Picchu, y supuso que, al caer Túpac Amaru, perdieron todo contacto con el exterior. Nadie sabía de su existencia, ni ellas sabían nada de lo que había ocurrido fuera. Con todo lo necesario para vivir (terrazas de cultivo, agua, animales domésticos, telares…) siguieron sus actividades cotidianas y sus rituales de adoración hasta que, lentamente, fueron desapareciendo. Y una mañana, al asomarse por detrás del Huayna Pichu (la “joven montaña” que sale en todas las fotos) el dios Inti no encontró más quien lo saludara. Así lo creía Hiram Bingham, y así lo escribió en su libro La ciudad perdida de los incas, uno de cuyos ejemplares, en su traducción al castellano, reposa en las estanterías de mi casa de Sevilla.




(Bingham, dicho sea de paso, no tuvo reparos en sacar del país 46.332 piezas arqueológicas, que todavía están en posesión de la universidad de Yale. Recientemente esta institución se ha comprometido a devolverlas al estado peruano antes del final de 2012).


Hoy en día se sabe que Vilcabamba no estaba en lo alto del Machu Picchu, sino ochenta kilómetros al oeste de él (las auténticas ruinas de Vilcabamba se encuentran en este momento en proceso de estudio y recuperación) y, aunque sin duda tuvo carácter ceremonial, no parece que Machu Picchu fuera específicamente el reducto de las vírgenes del sol. La opinión generalizada es la de que a la llegada de los españoles ya hacía años que esta ciudadela, probablemente construida por Pachacútec a mitad del siglo XV, ya había sido abandonada, con lo que habría tenido pocos años de actividad, y escasa importancia para el imperio inca (pero el historiador peruano José Tamayo insiste en que siguió habitada durante la colonia, y que sus moradores pagaban tributos al encomendero. Con bastante probabilidad los documentos en que se basa se refieren más a la zona que a la ciudadela pero, curiosamente, esta es la versión que refleja la wikipedia)

La controversia científica, pues, sigue abierta, y llena de interrogantes. Pero cualquier viajero que tenga la fortuna de arribar a Machu Picchu a tiempo de ver allí amanecer, y contemple el escenario que probablemente tantas veces contemplo Bingham, no tiene más remedio que compartir la romántica  ensoñación de este historiador con alma de huaquero. Ante el prodigio de la luz filtrándose entre las sombras de estos picos, en la soledad de estas alturas, frente a la mágica espiritualidad y la sensación de pequeñez que te invade en este majestuoso lugar, es muy fácil imaginar a la última virgen del sol, anciana ya, deambular casi sonámbula entre lo que ya serían prácticamente ruinas, recibir por última vez a su dios, y concluir unos ritos que, sin ella saberlo, habrían desaparecido hacía tiempo del resto de la faz de la tierra. La verdad poética supera siempre a las evidencias científicas y así, siguiendo la fantasía de Bingham, Macchu Picchu se ha erigido en el mayor símbolo del crepúsculo de una civilización que durante un tiempo lo fue todo y, a la vez, de su eterna capacidad de pervivencia en el corazón y la memoria de los hombres.



Cuando la mano de color de arcilla
se convirtió en arcilla, y cuando los pequeños párpados se cerraron
llenos de ásperos muros, poblados de castillos,
y cuando todo el hombre se enredó en su agujero,
quedó la exactitud enarbolada,
el alto sitio de la aurora humana,
la más alta vasija que contuvo el silencio:
una vida de piedra después de tantas vidas.

Sube conmigo, amor americano. 
Besa conmigo las piedras secretas. 
(...) 
Ven a mi propio ser, al alba mía,
hasta las soledades coronadas. 
El reino muerto vive todavía. 

Pablo Neruda "Alturas de Machu Picchu" (frag.) 


En 1925 el gran fotógrafo peruano de origen quechua Martín Chambi encontró esta perspectiva de Machu Picchu, desde entonces imitada hasta la saciedad por turistas y profesionales.


Yo no iba a ser menos.



lunes, 14 de marzo de 2011

Lago Titicaca


Cuando se quedaron sin tierra, tuvieron que inventarla. Hace más de 700 años que la presión quechua y aymara obligó a los uros a retirarse al medio del lago Titicaca, y a construir allí sus islas flotantes con una especie de junco llamado “totora”. Desde entonces este grupo étnico de origen incierto (unos dicen que arribaron a América directamente desde la Polinesia, otros que descienden de un pueblo amazónico que emigró hasta el Titicaca) encontró sobre estas gigantescas balsas su lugar en el mundo. Estas islas flotantes son construidas a base de bloques de raíces de totora atados con lianas. Estos bloques al entrar en descomposición producen gases, que al quedar atrapados en la maraña de raíces contribuyen a la flotación. Por encima de estos bloques se crea un mullido suelo con totora seca, que hay que ir renovando a medida que el anterior se va descomponiendo, y pasa así a formar parte de la base. Las casas en las que viven están hechas del mismo material. Las islas, que tienen unos dos o tres metros de espesor, están ancladas por medio de cuerdas y palos al fondo del lago. La alimentación de los uros se compone de la propia totora (que es comestible), pescado, huevos de pato y carne de aves silvestres. Las mujeres son grandes tejedoras.






Hace cincuenta años, sólo nueve familias pervivían en estas islas artificiales. Hoy son más de dos mil habitantes repartidos entre treinta islas, en las que cuentan con dos escuelas, una pública y otra adventista, y dos iglesias, una católica y otra adventista. Todo gracias al turismo comunitario. A las islas de totora sólo es posible llegar mediante un tour organizado por una agencia comunitaria (al menos las que yo conocí en Puno pertenecían a los uros o a los quechuas, y todas ofrecían la misma excursión combinada, que describo en este artículo). Los uros han construido miradores para los turistas, y unas coquetas canoas en las que nos pasean un ratito. En una hora nos explican su forma de vida y nos ofrecen sus artesanías. A pesar de la artritis que les aqueja desde joven, debido a la humedad, no parece que a los uros les apetezca en absoluto dejar de vivir en sus casas-balsa y, durante el breve tiempo que compartimos, hacen gala de una felicidad y un sentido del humor envidiablemente infantiles. No sé quién ha asesorado a los uros en sus proyectos de turismo comunitario (quizás los adventistas), pero alguien lo ha hecho, y lo ha hecho muy bien. "Nos han dicho que no pidamos dinero por dejar que nos hagan fotos", me dicen. Estupendo. Pues aquí estáis.






A continuación nos dirigimos a Amantani, una preciosa isla en la que viven ochocientas personas de etnia quechua repartidas en ocho comunidades, cuyas principales ocupaciones son la agricultura, la pesca, el pastoreo y un extraordinario arte textil, a cargo de las mujeres. En Amantani las distintas familias se van turnando para alojar a los turistas, y reparten así los beneficios entre todos los miembros de las comunidades. La de la derecha es la casa donde yo me alojé.








Dimos una buena caminata hasta la cima de la isla para admirar las ruinas de dos antiguos templos incas y, después de la cena de sopa y verduras, nos vistieron a los hombres con un poncho y un gorro, a las mujeres con polleras y camisas bordadas, y nos llevaron a la casa comunal a bailar. En un rincón habían puesto una mesa con refrescos, botellas de agua y cerveza a precio de oro (hay que tener en cuenta que el transporte hasta allí debe encarecer también estos productos). La gente se acercaba y cuando se enteraba de lo que costaba cualquier cosa, se abstenía de consumir. Después de que nos dieran dos o tres vueltas al son de la música, todo el mundo se lanzó  a la mesa sin reparar en el precio. El pequeño grupito de música tradicional también pasó la gorra al final de la sesión.


Taquile





Al día siguiente volvimos a embarcar y fuimos a Taquile, una isla de características similares, con una interesante arquitectura tradicional y unas vistas preciosas. Por Taquile dimos también una buena caminata y comimos trucha en el restaurante comunitario. En él las distintas familias se turnan para cocinar, y los beneficios quedan para toda la comunidad. Las trescientas cincuenta familias que viven en Taquile continúan perfectamente apegadas a sus tradiciones, algo distintas de las de Amantani. Aquí tejen tanto hombres como mujeres. Entre otras cosas, los hombres tejen sus propios gorros, de distinto color según sean casados o solteros (en este último caso, la resistencia y calidad del gorro, que las mujeres prueban echando agua en él, se convierten en una prueba de las capacidades del futuro marido). Las mujeres tejen una faja para su marido trenzadas con su propio cabello.

Después de observar y, en algunos casos, comprar su excelente artesanía, volvimos en la lancha a Puno. Por cierto, durante toda la excursión coincidí con estas cinco encantadoras chilenitas, que me hablaban de usted, y a las que prometí sacar en el blog. Josefina, Tania, Katherine, Paulina y Javiera, aquí estáis.



Fue una excursión muy agradable y que sobre todo me dejó muy buena sensación por la total impresión de sostenibilidad que aparenta tener la actividad turística en estas comunidades. En julio y agosto, sin duda, estas islas se abarrotan de turistas, y durante todo el año tienen un buen flujo de visitantes pero, amparados por su insularidad y su organización comunitaria, los habitantes de las islas del Titicaca han sabido beneficiarse de esta circunstancia sin crear desigualdades sociales, y sin que les afecte a su forma de vida ni a su tranquilidad. Ni en Taquile ni en Amantani hay ni un solo hotel, ni una edificación que disuene con el contexto, y nada hace pensar que la mentalidad y las formas de vida de esta gente, su particular forma de experimentar el paso del tiempo, se vean afectadas por la influencia exterior. En el lago Titicaca he descubierto algo así como el “turismo comunitario de masas”.

 







martes, 8 de marzo de 2011

Cañón del Colca


En Arequipa coincidí con Carlo (en la foto). Carlo es un italiano de 30 años que ha trabajado muchos años como productor de grupos de música independiente. Ha recorrido casi toda Europa y Estados Unidos en gira con sus grupos, y también es un buen conocedor del sudeste asiático. Cundo yo lo conocí, venía de recorrer Argentina y Bolivia, y su próximo destino era Nazca, donde quería ver las líneas (por supuesto, le di el teléfono de Violeta). Fue una pena que viajáramos en sentidos opuestos porque, durante los cuatro días que compartimos, Carlo se mostró como un excelente compañero de viaje. Juntos fuimos al cañón del Colca.

Aunque hasta hace poco se consideraba que el cercano cañón de Cotahuasi (3.532 metros) era el más profundo del mundo, recientes mediciones han desplazado este honor al cañón del río Colca, situado en el valle del mismo nombre, y que en su parte más profunda alcanza los 4.160 metros de profundidad. El cañón del Colca es bastante más accesible que Cotahuasi, y además en Colca se encuentra el mirador de la Cruz del Cóndor, un lugar desde el que es, a primera hora de la mañana y última de la tarde, casi seguro que se pueden ver pasar los cóndores a una distancia mínima del observador. Por todo ello el cañón del Colca es desde hace tiempo un destino turístico de primer orden, y todos los días salen de Arequipa excursiones organizadas para practicar senderismo descendiendo el cañón, o simplemente para acudir al mirador a ver los cóndores. No obstante, como el único impedimento para desplazarse hasta allí en autobús público es que tienes que pasar varias horas de pie y apretujado entre canastas de choclo, gallinas y pequeñas crías de llama, y eso es algo a lo que tanto Carlo como yo estamos acostumbrados, decidimos ir por nuestra cuenta.


Ya anocheciendo llegamos a Cabanaconde, una pequeña y coqueta aldea de casas de adobe, aunque en su centro algunos edificios de ladrillo le dan un aire más vulgar. Cabanaconde está habitada por miembros de la etnia Cabana dedicados a la agricultura, sobre todo del maiz, y al pastoreo de ovejas, llamas y alpacas. La cantidad de hospedajes y comedores delatan que, aunque ahora vacía, Cabanaconde debe estar en temporada alta llena de mochileros, y la amabilidad y cercanía de sus habitantes con los extranjeros, con nosotros, nos confirmaron que están acostumbrados a recibir visitas. En Cabanaconde no parece que se preocupen mucho por el paso del tiempo, ni les molesta la gente que viene y que va. Nos alojamos en casa de esta encantadora señora, y cenamos una excelente carne de alpaca a la plancha.
 
 
A la mañana siguiente dejamos la habitación y nos encaminamos al mirador de San Nicolás, a una media hora andando del pueblo. Nuestra intención era echarle un vistazo al cañón en este punto y al mediodía seguir camino hasta Chivay, desde donde al día siguiente, tras una hora caminando por el valle, llegaríamos al mirador de la Cruz del Cóndor a tiempo de ver a estos animales sobrevolar el cañón.

Mientras admirábamos el panorama en San Nicolás, vimos cómo llegaba un minibús turístico con un pequeño grupo de excursionistas. Iban muy preparados, con bastones de trekking, gafas de sol con cristales de espejo, gorras y bebidas energéticas. Un guía les explicó, en español y en inglés, algunas generalidades sobre el cañón y la forma de vida de la población autóctona y, a continuación, les animó enfáticamente a emprender “la gran aventura”, “descender el cañón más profundo del mundo”. A continuación enfilaron por un pequeño sendero en el que apenas habíamos reparado. Nos asomamos al borde y los vimos empequeñecerse poco a poco, diluidos en el abismal paisaje, hasta desaparecer por completo. Esta situación se repitió varias veces en pocos minutos. Llegaba un grupo en un minibús turístico, el guía los arengaba y, acto seguido, eran engullidos por la pendiente. Carlo y yo, que para la pequeña excursión que nos habíamos planteado no llevábamos ni un sombrero, ni una botella de agua, nos miramos sabiendo ambos lo que estábamos pensando. ¿Bajamos? Bajamos.

 
Se trataba de un camino de herradura que, a pesar de que zigzagueaba constantemente, no podía evitar tener en algunos de sus tramos una considerable pendiente. Yo me animé y, como no llevaba mochila ni nada de peso, adelanté a todos los excursionistas, siempre mirando al suelo para no tropezar con el escabroso terreno. Tardé una hora y tres cuartos en llegar a la quebrada y, mientras esperaba que llegara Carlo, unos excursionistas argentinos me informaron de que ellos seguían andando por llano una hora más hasta llegar a un hotelito con unas termas naturales donde pasaban la noche, y al día siguiente subían a Cabanaconde por otra zona del cañón algo más amable. Nosotros no podíamos hacer eso. Teníamos todas nuestras cosas custodiadas por la señora de Cabanaconde, que ya debía estar preocupada, y no nos quedaba otro remedio que subir por donde habíamos bajado.

Comenzamos a explorar los senderos y las casitas que había diseminadas por la quebrada, hasta que en una de ellas vimos un cartel en el que ofrecían comidas. Allí nos recibió una especie de hada buena del bosque que se rio mucho de nuestra imprevisión. Nos contó que en temporada alta mucha gente hace el descenso por su cuenta, y luego se vuelven locos por alquilar una mula a lomos de la que subir. En esas fechas, los lugareños suspenden un poco sus actividades cotidianas y alquilan sus mulas de carga prácticamente al mejor postor, pero ahora no se espera que baje nadie, y todas las mulas estan ocupadas en tareas agrícolas. Nos dio de comer un exquisito arroz con verduras, nos vendió agua y una bolsa de hojas de coca, nos dio a cada uno un palo para que lo usáramos de bastón y, con un aire muy divertido, nos animó a subir. Y así, con un palo, un puñado de hojas de coca (cuyo efecto ciertamente notamos), una botella de agua y la amenaza de que se hiciera de noche, emprendimos el ascenso. Fue maravilloso.

 


 
Como ya se hacía tarde, el sol no apretaba y soplaba una brisa muy agradable. No había absolutamente nadie (Carlo y yo nos separamos casi nada más comenzar). Las vistas eran imponentes. De vez en cuando, me cruzaba con algún campesino, hombre o mujer, que regresaba a su casa en la quebrada, con su mula, y cruzábamos unas palabras. A menudo me paraba y me sentaba en alguna piedra, por supuesto para descansar, pero también para dejarme atrapar por una inefable sensación de inmensidad que me acompañó en todo momento. En una ocasión, cuando el sol estaba ya casi oculto por los cerros, pero todavía había bastante luz, sentí una extraña reverberación en el aire. Miré hacia el lado y pude ver un inmenso cóndor que volaba apenas a un metro de mí. Claro, el cóndor estaba volando a dos o tres mil metros de altura, pero yo me encontraba en el filo del cañón ddel Colca, y casi podría haberlo tocado si hubiera extendido la mano. Me quedé un buen rato absorto contemplando como su majestuosa figura se recortaba en medio del cañón. Cinco minutos depués otro cóndor, seguramente su pareja, pasaba sobrevolando unos cinco metros por encima de mí.

Tardé tres horas y media en completar la subida. Carlo había llegado cuarenta minutos antes, pero no había visto los cóndores (al día siguiente los veríamos de nuevo, en el mirador de la Cruz del Cóndor, rodeados de excursionistas con potentes equipos fotográficos, y de puestecillos de souvenirs. Para mí no fue lo mismo).



Llegamos a Cabanaconde ya de noche, felizmente cansados y con toda la cara quemada (esto lo advertimos al día siguiente), pero muy orgullosos de nuestra hazaña. Una hazaña que los habitantes del cañón del Colca, hombres, mujeres, ancianos y niños, realizan todos los días.