"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

martes, 15 de marzo de 2011

Machu Picchu



Aunque no he ido en esta ocasión (lo hice en 2007, y con las fotos que tomé entonces ilustro este artículo), no quiero abandonar Perú (es un decir, porque escribo desde Bariloche, en Argentina) sin mencionar antes algo sobre el yacimiento que se ha convertido en el máximo emblema de la América precolombina: la mágica y misteriosa ciudadela de Machu Picchu.

En 1911 el hacendado cuzqueño Agustín Lizárraga acompañó, a cambio de cincuenta centavos, al historiador estadounidense Hiram Bingham a la cima del Machu Picchu (“Montaña vieja”) para mostrarle unas curiosas ruinas, casi devoradas por la selva, que hacía años que él había descubierto. En las alturas del Machu Picchu vivían dos familias quechuas, que todavía aprovechaban la canalización de agua de la antigua ciudad, y algunas de sus terrazas de cultivo. Hiram Bingham llevaba años buscando Vilcabamba, la mítica ciudad donde, tras la conquista de Pizarro, se habían refugiado los incas hasta que Túpac Amaru, el último inca, fuera derrotado y ejecutado por los españoles en 1572. Ante lo fastuoso que prometía ser este yacimiento, y lo recóndito de su localización, Bingham, por fin, creyó haberla encontrado.


Según Bingham la ciudad de Machu Picchu era un gigantesco centro ceremonial donde vivían las llamadas “vírgenes del sol”, sacerdotisas dedicadas al culto del dios Sol, el mantenimiento de la llama sagrada y el embalsamamiento y entierro de los grandes nobles. La existencia de esta ciudad sólo sería conocida por la alta clase inca. Tras la derrota ante Pizarro y la caída de Cuzco, habría sido utilizada como último refugio y lugar desde donde organizar los contraataques hasta que, como quedó dicho, con la muerte de Túpac Amaru se extinguió por completo la resistencia inca.

Las vírgenes del sol eran doncellas seleccionadas, tanto entre la clase dirigente como entre el pueblo llano, por su belleza y sus buenas aptitudes. Las elegidas pasaban a vivir desde los ocho años en el Acllahuasi (“casa de las escogidas”) donde, a cargo de las mamacunas, recibían una esmeradísima educación. A los quince años se convertían en potenciales prometidas de los miembros de la alta nobleza, que escogían entre ellas a sus esposas. Las que no eran escogidas, quedaban para el resto de su vida como sacerdotisas al servicio de Inti, el dios Sol. Bingham las imaginó aquí, en Machu Picchu, y supuso que, al caer Túpac Amaru, perdieron todo contacto con el exterior. Nadie sabía de su existencia, ni ellas sabían nada de lo que había ocurrido fuera. Con todo lo necesario para vivir (terrazas de cultivo, agua, animales domésticos, telares…) siguieron sus actividades cotidianas y sus rituales de adoración hasta que, lentamente, fueron desapareciendo. Y una mañana, al asomarse por detrás del Huayna Pichu (la “joven montaña” que sale en todas las fotos) el dios Inti no encontró más quien lo saludara. Así lo creía Hiram Bingham, y así lo escribió en su libro La ciudad perdida de los incas, uno de cuyos ejemplares, en su traducción al castellano, reposa en las estanterías de mi casa de Sevilla.




(Bingham, dicho sea de paso, no tuvo reparos en sacar del país 46.332 piezas arqueológicas, que todavía están en posesión de la universidad de Yale. Recientemente esta institución se ha comprometido a devolverlas al estado peruano antes del final de 2012).


Hoy en día se sabe que Vilcabamba no estaba en lo alto del Machu Picchu, sino ochenta kilómetros al oeste de él (las auténticas ruinas de Vilcabamba se encuentran en este momento en proceso de estudio y recuperación) y, aunque sin duda tuvo carácter ceremonial, no parece que Machu Picchu fuera específicamente el reducto de las vírgenes del sol. La opinión generalizada es la de que a la llegada de los españoles ya hacía años que esta ciudadela, probablemente construida por Pachacútec a mitad del siglo XV, ya había sido abandonada, con lo que habría tenido pocos años de actividad, y escasa importancia para el imperio inca (pero el historiador peruano José Tamayo insiste en que siguió habitada durante la colonia, y que sus moradores pagaban tributos al encomendero. Con bastante probabilidad los documentos en que se basa se refieren más a la zona que a la ciudadela pero, curiosamente, esta es la versión que refleja la wikipedia)

La controversia científica, pues, sigue abierta, y llena de interrogantes. Pero cualquier viajero que tenga la fortuna de arribar a Machu Picchu a tiempo de ver allí amanecer, y contemple el escenario que probablemente tantas veces contemplo Bingham, no tiene más remedio que compartir la romántica  ensoñación de este historiador con alma de huaquero. Ante el prodigio de la luz filtrándose entre las sombras de estos picos, en la soledad de estas alturas, frente a la mágica espiritualidad y la sensación de pequeñez que te invade en este majestuoso lugar, es muy fácil imaginar a la última virgen del sol, anciana ya, deambular casi sonámbula entre lo que ya serían prácticamente ruinas, recibir por última vez a su dios, y concluir unos ritos que, sin ella saberlo, habrían desaparecido hacía tiempo del resto de la faz de la tierra. La verdad poética supera siempre a las evidencias científicas y así, siguiendo la fantasía de Bingham, Macchu Picchu se ha erigido en el mayor símbolo del crepúsculo de una civilización que durante un tiempo lo fue todo y, a la vez, de su eterna capacidad de pervivencia en el corazón y la memoria de los hombres.



Cuando la mano de color de arcilla
se convirtió en arcilla, y cuando los pequeños párpados se cerraron
llenos de ásperos muros, poblados de castillos,
y cuando todo el hombre se enredó en su agujero,
quedó la exactitud enarbolada,
el alto sitio de la aurora humana,
la más alta vasija que contuvo el silencio:
una vida de piedra después de tantas vidas.

Sube conmigo, amor americano. 
Besa conmigo las piedras secretas. 
(...) 
Ven a mi propio ser, al alba mía,
hasta las soledades coronadas. 
El reino muerto vive todavía. 

Pablo Neruda "Alturas de Machu Picchu" (frag.) 


En 1925 el gran fotógrafo peruano de origen quechua Martín Chambi encontró esta perspectiva de Machu Picchu, desde entonces imitada hasta la saciedad por turistas y profesionales.


Yo no iba a ser menos.



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