El llamado “Norte Grande” de Chile, desde Arica hasta Antofagasta, es un inmenso desierto: el desierto de Atacama, el más seco e inhóspito del mundo. Estudios geológicos demuestran que, en su parte central, hace más de veinte millones de años que no cae aquí una gota de lluvia. En todos esos millones de años nunca nadie, ni animales, ni plantas, ni grupos humanos, ha vivido aquí. Parece mentira que esta árida extensión de terreno pueda haber tenido algún interés para alguien. Sin embargo, entre 1879 y 1883 el afán de posesión de este territorio dio lugar a una de las guerras más sangrientas y que, hasta el día de hoy, más heridas abiertas ha dejado en Sudamérica: la “guerra del Pacífico”, también conocida, quizás más propiamente, como “guerra del salitre”.
El salitre es una mezcla de nitrato de sodio y nitrato de potasio que sirve para múltiples usos, pero sobre todo como fertilizante agrícola y para la fabricación de dinamita, pólvora y otros productos explosivos. A partir de la segunda mitad del siglo XIX la demanda internacional de salitre fue inmensa. Y, en todo el mundo, sólo en el desierto de Atacama había salitre. Hasta 1879 el desierto de Atacama pertenecía a Perú y a Bolivia, país este último que además disponía por esta zona de una salida al mar, lo que ahora no tiene. La explotación del salitre peruano estaba en manos del Estado. La explotación del boliviano estaba en manos de la chilena "Compañía de Salitres y Ferrocarriles de Antofagasta", con mayoría de capital inglés y algunos accionistas minoritarios chilenos, en su mayoría políticos y ministros del gobierno. Las ciudades costeras de Arica e Iquique, en Perú, y Antofagasta, en Bolivia, eran los principales puertos por donde se exportaba el salitre al mundo entero.
En 1878 el congreso de Bolivia decide cobrar a la Compañía de Salitres y Ferrocarriles de Antofagasta un impuesto de 10 centavos por cada quintal de salitre exportado. Ante la oposición de la Compañía, secundada por el gobierno chileno, el gobierno boliviano decide rescindir el contrato y rematar los bienes de la Compañía para cobrarse los impuestos atrasados. En respuesta, el ejército chileno toma Antofagasta. Había comenzado la guerra del Pacífico. Casi de inmediato, Perú entra en el conflicto merced a un acuerdo de defensa mutua que tenía con Bolivia y a que, obviamente, sus propios territorios podían estar en juego.
Yo he visitado el Museo Histórico y de Armas de Arica, y el Museo Naval de Iquique, ciudades chilenas ambas desde 1883. Con pocas variantes, en los dos museos se cuenta la misma historia. Una historia de caballerosos militares a la antigua usanza, a menudo emparentados por matrimonios aunque pertenecieran a distintas naciones, y que, aunque pertenecieran a distintas naciones, habían estudiado en las mismas academias militares inglesas, vestían uniformes de diseño y fabricación inglesa, manejaban armas y comandaban barcos acorazados comprados a Inglaterra, y hacían gala de una retórica y unas formas que a mí se me antojan muy inglesas.
En Iquique, el almirante peruano Miguel Grau, al mando del acorazado Huáscar, hundió la corbeta chilena Esmeralda, en una operación en la que muere heroicamente (se había negado a rendir el barco) su capitán, el chileno Arturo Prat. Pocos días después, Grau envía la siguiente carta a su viuda, Carmela Carvajal de Prat.
Un sagrado deber me autoriza a dirigirme a usted y siento profundamente que esta carta, por las luchas que va a rememorar, contribuya a aumentar el dolor que hoy, justamente, debe dominarla. En el combate naval del 21 próximo pasado, que tuvo lugar en las aguas de Iquique, entre las naves peruanas y chilenas, su digno y valeroso esposo, el capitán de fragata don Arturo Prat, Comandante de la "Esmeralda", fue, como usted no lo ignorará ya, víctima de su temerario arrojo en defensa y gloria de la bandera de su Patria. Deplorando sinceramente tan infausto acontecimiento y acompañándola en su duelo, cumplo con el penoso deber de enviarle las, para usted, inestimables prendas que se encontraron en su poder y que son las que figuran en la lista adjunta. Ellas le servirán indudablemente de algún pequeño consuelo en medio de su gran desgracia, y para eso me he anticipado a remitírselas."
La respuesta de la joven viuda, en una elegante prosa decimonónica, es un prodigio de contención, fortaleza, y exquisita educación. Los originales de ambas cartas se encuentran en el Museo Naval de Iquique, y se suelen mencionar como ejemplo de gallardía y buenas maneras entre contendientes. Es la dignidad de la guerra.
"Recibí su fina y estimada carta (...) en ella, con la hidalguía del caballero antiguo, se digna usted a acompañarme en mi dolor, deplorando sinceramente la muerte de mi esposo; y tiene la generosidad de enviarme las queridas prendas que se encontraron sobre la persona de mi amado Arturo; prendas para mí de un valor inestimable por ser, o consagradas por su afecto, como los retratos de familia; o consagradas por su martirio, como la espada que lleva su adorado nombre. Al proferir la palabra martirio no crea usted, señor, que sea mi intento inculpar al jefe del "Huáscar" de la muerte de mi esposo. Por el contrario, tengo la conciencia de que el distinguido jefe, que arrostrando el furor de innobles pasiones sobreexcitadas por la guerra, tiene hoy el valor, cuando aún palpitan los recuerdos de Iquique, de asociarse a mi duelo, o de poner muy en alto el nombre y la conducta de mi esposo en esa jornada, y que tiene el aún más raro valor de desprenderse de un valioso trofeo poniendo en mis manos una espada que ha cobrado un precio extraordinario por el hecho mismo de no haber sido rendida; un jefe semejante, un corazón tan noble, se habría, estoy segura, interpuesto, de haberlo podido, entre el matador y su víctima, y habría ahorrado un sacrificio tan estéril para su patria como desastroso para mi corazón."
El acorazado Huáscar, que todavía se exhibe como botín de guerra en el chileno puerto de Talcahuano, fue capturado al fin en la batalla de Angamos, cerca de Arica. En dicha batalla, defendiendo su acorazado sin entregarlo, murió Grau.
Arica estaba sitiada y sin posibilidad real de supervivencia, pero el coronel peruano Francisco Bolognesi, que murió en la defensa de la ciudad y hoy tiene una avenida, una plaza o una calle en todas las ciudades peruanas, se negó a rendirla, y las gloriosas palabras que empleó para negar la rendición de la ciudad están escritas en muchas placas de mármol en Perú:
“Tengo deberes sagrados que cumplir y los cumpliré hasta quemar el último cartucho.”
Cartuchos quemados. Viejas banderas deshilachadas. Ajados uniformes manchados de sangre. Espadas honoríficas. Cañones, fusiles, botas rotas. Amarillentas fotos de personajes de altiva mirada y grandes mostachos. Arrugadas cartas de alambicada caligrafía. Medallas. Un deber sagrado que cumplir. Yo paseo por estos pasillos, en Arica, en Iquique, y me pregunto de que sirvió tanto heroísmo, tanta frase engolada, tanto patriotismo. Tanta muerte. Chile agradece a sus próceres su sacrificio por el bien de la patria, y reconoce a Perú (de Bolivia apenas se habla) su valor, determinación y nobleza en la lid. En ninguna parte se nombra al verdadero vencedor de la guerra, John Thomas North. Tampoco me consta que él le haya dado el pésame a ninguna viuda, o le haya rendido honores a ninguna tumba. Desde luego debería haberlo hecho.
John Thomas North, profesional inglés de la especulación, gracias a la información privilegiada que le daba su socio Robert Harvey (ciudadano inglés nombrado por Chile Inspector general de salitreras) compró durante la guerra la inmensa mayoría de los bonos de las salitreras peruanas y bolivianas a precio de saldo. Nadie daba un duro por estos bonos porque cada vez estaba más claro que Chile ganaría la guerra, y no se pensaba que Chile fuera a respetar la legalidad de los bonos cuando las salitreras estuvieran en su poder. Chile ganó la guerra, contra todo pronóstico reconoció la legalidad de los bonos, y North se convirtió (sin pedestal, sin medallas, sin salva honorífica ni avenidas con su nombre) en el hombre más poderoso e influyente de Chile.
Ya en 1890 Inglaterra, sin haber pegado un tiro, era dueña del 70% del salitre chileno. El resto, estadounidenses, alemanes, y la pequeña oligarquía chilena que inauguraba las estatuas, y cubría los ataúdes con banderas.
Esa foto mirando al horizonte cuenta tanto o más que este precioso e inteligente artículo.....
ResponderEliminar¡Sin duda me quedo con ella!!!!...
Hoy me he puesto al día de tus últimas andanzas. Experiencias inimaginables desde este otro lado del mundo, contadas de forma deliciosa, y magníficamente documentadas e ilustradas. Un abrazo,
ResponderEliminar¿20 millones de años sin llover?
ResponderEliminar-la monda..
las fotos van cada vez mejor!
un abrazo
Yorch
Siete años después de finalizar la guerra, el presidente de Chile, Balmaceda, se pegó un tiro. Había sido expulsado del poder por un levantamiento militar. Su pecado, tratar de aplicar leyes proteccionistas a la industria chilena y nacionalizar algunos sectores en poder de los británicos. John Thomas North, además de comprar los bonos, nos cuenta Galeano que compró numerosas conciencias. 'Chile volverá a los buenos tiempos de antes' publicó el The South American Journal el día que triunfó el golpe.
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