"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

lunes, 20 de febrero de 2012

Manuel (el PBC).


El buscavidas de mi calle en Iquitos se llama Manuel. Extremadamente delgado, su piel está tan morena y curtida como la de cualquier mestizo, aunque presenta un ligero tono encarnado (más tarde me enteré de que le llaman “El colorao”) y son, sobre todo, su nariz aguileña y su frondosa barba castaña las que desvelan su origen criollo. Con tal de ponerle un casco de época y una espada en la mano, Manuel daría bien en cualquier película de conquistadores. Manuel nació en Lima, vino a Iquitos de niño con su madre, pero cuando quedó huérfano, a los quince años, se lanzó a los ríos. Aprendió a caminar por la selva en las comunidades indígenas del Ucayali, trabajó en los yacimientos petrolíferos del Alto Huallaga y en las plantaciones tomateras de Manaos, donde se compró una casa gracias a la indemnización que cobró por un accidente de avioneta del que sin embargo salió ileso. Ahora tiene 37 años y hace varios que está de vuelta en Iquitos. Con las rentas de su casa alquilada de Manaos puede darles alguna asignación a los dos hijos que tiene repartidos por el mundo, e ir, dice, ahorrando para la vejez. Manuel parece que no duerme. Está día y noche dando vueltas por la calle. Igual está ayudando a descargar un camión que cambiando la rueda de un motocarro o lavando las cristaleras de un negocio. Todo el mundo lo conoce, y todo el mundo lo saluda. Manuel, al contrario que la mayoría de los iquiteños, que son personas más bien de pocas palabras, es un excelente conversador al que se le nota que ha tenido una buena educación, y que sabe ganarse la confianza de los turistas en español, en portugués o en inglés. Con él pasé muchos ratos charlando, sentados en la acera o tomando una cerveza en el Bulevar.

Manuel me cuenta que el año pasado estuvo dos meses guiando por la selva del río Napo a tres japoneses.  Eran expertos en supervivencia en la selva, venían de la amazonía brasileña y decían que el lado peruano les gustaba mucho más, porque se conservaba más virgen. Llevaban, al parecer, un equipo impresionante. Prismáticos con visión nocturna. Un laser para defensa personal, que también les servía para encender las fogatas. Brújulas y GPS para orientarse. Pequeñas cámaras digitales con objetivos intercambiables. "Llevaban de todo, pero todo en miniatura", continúa narrando, con cierta admiración en la voz, Manuel. Por las noches, para protegerse del tigre y de las manadas de chanchos, dormían en lo alto de los árboles, encapsulados en las hamacas con mosquitera. Protegían el antiofídico, que tiene que conservarse en frío, cada cinco o seis días con spray congelante, pero por suerte ninguno de los cuatro tuvo que usarlo. Cuando pasaban por alguna comunidad mentían en su itinerario por si a alguien se le ocurría intentar asaltarlos en medio de la selva. En los últimos días, cuando ya iban a dar la vuelta para no toparse con las tribus indígenas que viven en aislamiento voluntario en el Yasuní, fotografiaron desde bastante cerca a un jaguar. En otra ocasión Manuel colaboró en abrir una senda por el río Putumayo para unos colombianos que resultaron ser narcotraficantes. Muchas historias me contó Manuel.

Una mañana Manuel me habla de su afición a la cocaína. Iquitos es zona de paso para la cocaína que procede del Alto Huallaga en dirección a Colombia, y a los traficantes no les interesa que esta ciudad se destaque como punto de venta, de modo que no es demasiado fácil obtenerla para alguien que no sea conocedor, y Manuel se beneficia de ello. Normalmente acude a Belén Bajo a comprar material para algunos clientes, bien sean turistas o locales, y se queda con una parte de comisión. Pero lo que realmente está matando a Manuel, me temo, es el PBC.

El PBC, pasta básica de cocaína (también llamada simplemente “pasta base” o, según los sitios, “bazuco”, “paco”, “oxi”, “lata”, “churri” o “tumba”) es, me informo después, un producto intermedio en el proceso de conversión de la hoja de coca a clorhidrato de cocaína (la forma en polvo tan tristemente popular en todo el mundo). Sólida, en forma de pequeñas “rocas”, el PBC se volatiliza con el calor, por lo que la manera de consumirla es fumarla en pipas caseras o en cigarrillos, en cuyo caso se mezcla con tabaco o con marihuana. A veces la falta de precursores químicos para culminar el proceso (en el proceso de refinamiento de la cocaína se utilizan, entre otros productos, gasolina, amoníaco y acido sulfúrico) hace que los traficantes comercialicen directamente la pasta base, pero en la mayoría de los casos el PBC que se consume son los restos que quedan después de la conversión (por este motivo se le llama también “fondo de olla”). En este último caso el PBC se considera científicamente un desecho químico, y es altamente tóxico. En todo caso, el poder psicoactivo del PBC es diez veces mayor que el de la cocaína, tan fuerte que el consumidor queda prácticamente chafado contra el suelo, envuelto en una placentera sensación de plenitud. Sus efectos sólo duran, sin embargo, entre diez y veinte minutos, y la disforia o “bajona” que sobreviene después es también diez veces mayor que la de la cocaína convencional, con lo que la capacidad adictiva del PBC es enorme. El uso continuado de PBC provoca a menudo brotes paranoides y delirios de persecución, de modo que un consumidor habitual de esta sustancia (no es todavía, desde luego, el caso de Manuel) se convierte fácilmente en un sujeto asocial, incontrolado y altamente agresivo. El clorhidrato de cocaína, como sabemos, se distribuye por el mundo entero. Sus residuos, el PBC, quedan en el Amazonas.

Al contrario que la mayoría de buscavidas que se le suelen acercar a los viajeros solitarios, Manuel nunca me había ofrecido drogas, ni me había hablado de ninguna “amiga” que tuviera, ni me había pedido nada, y todo ello había hecho que yo llegara a tener cierta confianza en él. Ahora sí me habla de los establecimientos de Belén Bajo donde se consume PBC, y que también, debido a la abrupta excitación sexual que a veces provoca esta sustancia, funcionan a menudo como casas de citas. Me cuenta que hace algún tiempo guió por estos locales a un miembro de una ONG de Lima, y que, tras una serie de peripecias, lograron sacar a un par de muchachas menores de edad, casi unas niñas, y llevarlas a una casa de acogida en la capital. “A usted, que es escritor, le puede interesar conocer estos lugares. Yo le puedo llevar alguna noche. No podríamos estar más de veinte minutos en cada local. Yo consumiría PBC, y usted haría como si lo hiciera. Es mejor no hablar ni mirar a nadie, ni mostrar la menor curiosidad. Después usted tendría que darme algún dinero porque los dueños de los locales sospecharían que usted me habría dado alguna propina por llevarle, y me iban a pedir su parte”. Aunque la capacidad fabulística de Manuel hace que la excursión adquiera tintes de aventura, me parece demasiado morboso empeñarme en ver con mis propios ojos una situación tan sórdida, y sobre la que en nada podría incidir (salvo, quizás, contándolo, que es lo que, al fin y al cabo, estoy haciendo). Demasiado obsceno que Manuel y quien fuera se lucraran a cambio de mostrarme semejante espectáculo. Y, por si estos dos motivos no fueran suficientes, que lo son de sobra, el profundo corte en el pómulo que anoche le hicieron con una nudillera de hierro en Belén Bajo, y que es por donde se ha iniciado la conversación, me hace pensar que Manuel no está en condiciones de garantizar mi seguridad. Otra cosa es lo que, días antes, me había comentado sobre la ayahuasca. Eso sí lo haré.

Esta noche, Manuel volverá a Belén Bajo. Tiene que buscar a la persona que le dio el golpe, y devolvérselo. “La calle es así”, me dice con una media sonrisa, y su tono cordial de siempre, “uno tiene que darse a valer. Si, después de esto, no voy esta noche a Belén Bajo, ya nunca podré volver”.