"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

lunes, 29 de noviembre de 2010

SARAYAKU. SU LUCHA



La lucha que el pueblo kichwa de Sarayaku  lleva a cabo desde hace más de dos décadas en defensa de su territorio y su forma de vida se puede resumir a partir de unas cuantas fechas clave:

1987-1989. El gobierno ecuatoriano concede a la compañía petrolífera ARCO los derechos de exploración sísmica y explotación petrolera de lo que el Ministerio de Minas y Petróleo ha catalogado como “Bloque 23” que abarca, entre otros, el territorio de Sarayaku. El pueblo de Sarayaku, conocedor de los terribles daños que la Texaco estaba causando en Sucumbíos, se opone. Cuando la compañía ingresa en su territorio, los habitantes de Sarayaku se movilizan en resistencia e impiden las labores de sísmica, confiscando los equipos. Acceden a la comunidad representantes gubernamentales y de la compañía para negociar. Al cabo de varios días se firma un convenio mediante el cual el gobierno se compromete a adjudicar a Sarayaku los títulos de propiedad de las tierras y otorgarle una indemnización monetaria a cambio de que la comunidad autorice los trabajos. Estos acuerdos nunca se llevan a efecto.
1992. Se realiza la marcha por el reconocimiento legal a los derechos de propiedad de la tierra. Hombres, mujeres, niños y ancianos de Sarayaku fueron caminando desde Puyo hasta Quito (240 kilómetros, a través de la cordillera andina) para reclamar al gobierno los títulos de propiedad de sus territorios. El gobierno reconoce la propiedad de 135.000 hectáreas, que constituyen el actual “territorio ancestral” de Sarayaku.
1996. El gobierno concede los derechos de explotación del bloque 23 a la argentina Compañía General de Combustibles (CGC), sin respetar el reglamento de consulta previa de los pueblos afectados. El bloque se compone de casi todo el territorio de Sarayaku, dos comunidades achuar (20.000 habitantes) y las comunidades kichwa de Pakayaku y Molino.
2002-2003. CGC comienza las actividades sísmicas en el bloque con el apoyo del ejército. Sarayaku se declara en estado de emergencia. Durante siete meses hombres, mujeres y hasta niños se turnaron para resguardar su territorio en los autodenominados “Campos de paz y vida”  de resistencia pacífica, situados en medio de la selva, donde se estaba produciendo el ingreso armado de la CGC y el ejército ecuatoriano.  Los enfrentamientos culminaron con la captura y secuestro de cuatro jóvenes por parte del ejército. Sarayaku eleva un recurso de amparo ante la Corte interamericana. La CGC se retira, dejando tonelada y media de explosivos, destinados  a la exploración sísmica, a 12 metros de profundidad en territorios de Sarayaku y de una comunidad achuar, así como una cantidad indeterminada abandonada en superficie. Miembros de la comunidad de Canelos, adictos a la CGC, bloquean el paso a Sarayaku a través del río Bobonaza. Durante tres años, los habitantes de Sarayaku sólo pueden entrar o salir de su comunidad en avioneta.
2004. Surte efecto la apelación de Sarayaku ante la Corte Interamericana, y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dicta medidas cautelares a favor de Sarayaku hasta que no se produzca una resolución definitiva. Conmina asimismo  a la retirada de los explosivos abandonados en el territorio, lo que aún no se ha producido.
2010. Para diciembre de este año se espera una resolución definitiva por parte de la Corte Interamericana. Sarayaku espera que atienda sus reivindicaciones de retirada total de los explosivos, una indemnización por los perjuicios ocasionados, y la garantía de que ninguna compañía petrolera va a volver a entrar en su territorio sin que se efectúe una consulta previa que diera como resultado la debida autorización por parte de la comunidad.

A raíz de todos estos acontecimientos Sarayaku se ha convertido en un símbolo de la resistencia a las petroleras y de la dignidad indígena. Ha afianzado su liderazgo y ha logrado unificar a todos los pueblos indígenas de la cuenca del Bobonaza. A nivel nacional representantes de Sarayaku ocupan puestos relevantes en la Conaie (confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador) y en el partido político Pachakutik. Desde esos foros defienden la filosofía del “buen vivir” (sumakawsi) que promulga la sostenibilidad frente a los modelos de desarrollo occidentales. Sarayaku ha merecido por todo esto la atención y el apoyo de distintas ONGs ecuatorianas e internacionales (entre ellas ASPA), ha entrado en contacto con movimientos indígenas de otros países, y representantes de la comunidad han difundido su causa por distintos países de América y Europa. Sarayaku es un ejemplo.
Sin embargo, no puedo concluir este artículo sin mencionar que, tras mi estancia en Sarayaku, me da la impresión de que el nivel de vida y el acceso a la cultura de las distintas "ayllus" (familias ampliadas) que forman la comunidad, es desigual, y que el apoyo y la cooperación internacional pueden no estar beneficiando equitativamente a toda la comunidad. Tras muchos años de defensa identitaria y cultural, tal vez sea el momento de plantearse, por ejemplo, algún proyecto de desarrollo agropecuario cooperativo. Las petroleras, lo han demostrado en muchos sitios, son expertas en dividir a las comunidades mediante el ofrecimiento de prebendas o, directamente, sobornos. La mejor manera de evitar estas tentaciones es elevar por igual el nivel de vida de toda la comunidad.

SARAYAKU. LA PESCA

 TODAS LAS FOTOS: Matilde Maestro.

No puedo evitar exponer aquí algunas de las preciosas fotos que Matilde Maestro tomó el pasado agosto sobre una de las dos pescas colectivas en el río Bobonaza que la comunidad de Sarayaku lleva a cabo durante el año. La técnica consiste en arrojar al río grandes cantidades de una planta denominada "barbasco", que tiene efectos narcotizantes sobre los peces. De este modo se pueden recoger, río abajo, los peces adormilados con un simple arpón, o casi con las manos. Cada familia se queda con lo que capture. Se trata de una práctica ancestral y ecológica, que ya encuentro mencionada en el escritor ecuatoriano Juan León Mera, en 1879 (Cumandá, Madrid, Cátedra, 2005. Pág. 153). No recuerdo quién me comentó que durante un tiempo habían estado usando dinamita para pescar. Bienvenida, en éste como en tantos otros casos, la recuperación de las tradiciones. 




















domingo, 28 de noviembre de 2010

SARAYAKU. SU CULTURA. SU SOCIEDAD.



sábado, 27 de noviembre de 2010

SARAYAKU. SU ORIGEN.



Al contrario que la zona de Sucumbíos, la Amazonía central ecuatoriana, en concreto la cuenca del río Pastaza, hace varios siglos que está contactada. Ya en el siglo XVII dominicos y jesuitas habían fundado en la ribera del río Bobonaza (tributario del Pastaza) misiones católicas que hoy en día, convertidas en comunidades indígenas, siguen conservando su nombre (Canelos, Montalvo…). Los indígenas que se asimilaron a estas misiones, pertenecientes a la etnia zápara fundamentalmente, comenzaron allí, bajo las directrices de los religiosos, a usar ropa, a vivir en chozas unifamiliares en lugar de colectivas, a cultivar la tierra y domesticar animales, y a convivir en paz con sus vecinos (los entonces feroces jíbaros, que hoy en día siguen habitando también la zona, divididos desde el siglo XIX en dos etnias: los “shuar”, algo más al sur, y los “achuar”, en la misma cuenca del Pastaza).

 De dominicos y jesuitas los entonces llamados záparos conservan al menos dos cosas: la religión católica, que hoy en día la mayoría sigue practicando en sincretismo con sus creencias shamánicas (en Sarayaku hay una iglesia y una hermana misionera que vive allí permanentemente, así como una escuela católica de primaria, de las seis que salpican el territorio) y, curiosamente, la lengua kichwa, que es una variante dialectal del quechua andino. El quechua fue introducido en Ecuador por los incas, que invadieron la zona unos cuarenta años antes de la llegada de los españoles. Pero en tan corto espacio de tiempo no llegó a cuajar la lengua de los incas entre la población autóctona, y además los incas nunca estuvieron en la Amazonía. Fueron los misioneros los que extendieron este idioma entre los indígenas ecuatorianos, ya que decidieron usarlo como “lingua franca” para sus labores de evangelización. Hoy día prácticamente todos los indígenas de la sierra ecuatoriana hablan esta variante del quechua cuya principal característica es haber perdido las vocales “e” y “o”, asimiladas a la “i” y a la “u” respectivamente (grafía “w” cuando va en diptongo, según los acuerdos de 2004 de la Academia de la Lengua Kichwa) pero que es perfectamente inteligible para cualquier hablante de quechua peruano o boliviano. En la Amazonía, los záparos que estuvieron en temprano contacto con los misioneros lo adoptaron también. Con el tiempo estos záparos, en mestizaje, gracias a su tradición de matrimonios exógenos, con indígenas de la sierra y jíbaros pertenecientes tanto a la etnia shuar como achuar, pasó a constituirse en una etnia propia: “kichwa de la Amazonía” o, más en concreto, “Canelos-kichwa” (se calcula que en la actualidad quedan unos 200 záparos originarios a ambos lados de la frontera entre Ecuador y Perú. De ellos, sólo diez hablan la lengua zápara, el resto se ha adaptado al kichwa).

La misión de Sarayaku (cuyo nombre en kichwa significa “río de maíz”) fue fundada por los dominicos a principios del s. XIX, y participa de todas las características anteriormente expuestas. Se pobló con indígenas provenientes de Canelos y rápidamente absorbió a aquellos que vivían por la zona, que comenzaron a vivir “a caballo” entre el centro poblacional de la misión y sus viviendas originarias diseminadas por la selva. Durante mucho tiempo vivieron, pues, bajo la autoridad espiritual del padre dominico de turno y la terrenal del teniente político, y su bienestar dependió en gran parte de la mayor o menor buena voluntad de quien ostentase en cada momento estos cargos. En 1970 se nombró por primera vez un teniente político indígena.


 En cualquier caso, aunque la disciplina en estos centros era férrea, y los castigos a menudo ejemplarizantes, en las misiones del Bobonaza la cultura y las tradiciones indígenas fueron bastante respetadas, pudieron practicar el comercio con blancos y  con otras etnias indígenas y, sobre todo, estos centros supusieron un refugio contra las temibles “correrías” de los traficantes de esclavos para las minas de oro, primero, y  para las caucherías después. Estas ventajas contribuyeron a la consolidación y el desarrollo de estas comunidades, y a la expansión del kichwa por la cuenca amazónica.

 

jueves, 25 de noviembre de 2010

TRISTES TRÓPICOS



Hay libros, raros libros, que te hacen sentirte orgulloso de haberlos leído. Libros que te sumen en un estado de ánimo especial difícil de abandonar y que, quizás, te marquen el resto de la vida. Libros que uno procura dosificar porque no quiere que se acaben nunca. Máxime si se está en medio de la selva y se sabe que no queda más lectura después de esa. Por eso sentía que estaba derrochando un placer cuando, en la casa de profesores de Sarayaku, terminada la partida de cartas, con todos mis compañeros durmiendo, todavía me esforzaba, a través de un batallón de insectos que se arremolinaba alrededor de mi linterna con sujeción a la cabeza, en terminar algún capítulo de Tristes Trópicos (1955), del eminente antropólogo belga Claude Lévi-Strauss.
Como género, Tristes Trópicos es una miscelánea inclasificable. Principalmente libro de memorias de las expediciones y las experiencias que el autor, entre 1930 y 1933, había emprendido en el Mato Grosso y la Amazonía brasileña para estudiar tribus indígenas apenas contactadas, Tristes Trópicos es así un alucinante libro de viajes que duraban meses, y en los que se llegaba a lugares que probablemente hoy en día siguen siendo casi inaccesibles. Pero Tristes Trópicos también es un riguroso y humanísimo estudio etnológico de esas tribus con las que convivió. Y también son las memorias de su evolución en unos años que eran los de formación intelectual del autor. Por último, también es un ensayo sociológico, y a ratos filosófico, sobre la condición humana,  y el origen, el presente y el destino de la civilización occidental. A ratos, por tanto, anecdótico, a ratos científico, y a ratos sesudamente filosófico, siempre inteligente, todos estos elementos se ensamblan a través de una exquisita prosa y, sobre todo, de un permanente tono de melancolía. Tras las experiencias vitales e intelectuales que le tocó vivir, Lévi-Strauss es lúcidamente pesimista acerca de su profesión y de la civilización occidental (“si Occidente ha producido etnógrafos es porque un muy poderoso remordimiento debía atormentarlo, obligándolo a confrontar su imagen con la de sociedades diferentes, con la esperanza de que reflejaran las mismas taras o de que la ayudaran a explicar cómo las suyas se desarrollaron en su seno”), de la existencia del género humano (“el mundo comenzó sin el hombre y terminará sin él”) de su propia existencia (“nunca más, en ninguna parte, volveré a sentirme en mi casa”) o incluso, en momentos de lógica desesperación, de su propio objeto de estudio (“ ¿he abandonado quizás a mis amigos, mi medio, mis costumbres, he comprometido mi salud tan sólo para hacer perdonar mi presencia a algunas docenas de desgraciados condenados a una extinción próxima, principalmente ocupados en despiojarse y en dormir, y de cuyo capricho depende el éxito o el fracaso de mi empresa?”).  Tan crepuscular es el libro que uno lo juzgaría un escrito de senectud, sin imaginar que el grueso de la obra del autor (los dos tomos de la Antropología estructural, El pensamiento salvaje o los cuatro tomos de las Mitológicas) estaba aún por llegar. El academicismo, como tantas otras cosas, no es más que un refugio contra la desesperanza.
A pesar del exabrupto anteriormente transcrito, hay que decir que los capítulos más dolorosamente bellos son sin duda los dedicados a las etnias (situadas en un estado evolutivo similar al del paleolítico superior) con las que convivió. Lévi-Strauss no se limita a describirlas como colectivo, sino que llama a cada uno por su nombre y describe la psicología de cada individuo, comentando sus relaciones personales con una humanidad y una empatía que nos hace sentirnos muy cerca de estas personas. A esto contribuye la colección de fotografías tomadas por el autor que se incluyen en el libro, y que, por su carnalidad y por la sensación de frescura y de inocente felicidad que transmiten, no puede uno parar de mirar.

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Toda la vitalidad, admiración y hasta diría que el cariño que desprende el autor en estas páginas se ve laceradamente enturbiado por la certidumbre (a través del testimonio de otros etnógrafos) de que, en el momento en el que él escribe (quince años después) todas las personas con las que él convivió, así como sus descendientes, todas esas etnias, están extinguidas o terriblemente degradadas física y moralmente por el contacto con Occidente.    
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Las fabulosas descripciones de la India y de los efectos psicológicos de la descolonización, las reflexiones sobre la obra de J.J. Rousseau y la felicidad social, el breve ensayo sobre la evolución del pensamiento religioso desde el budismo al islam, pasando por el cristianismo… todo en este libro es un prodigio de inteligencia, cultura y sensibilidad. De todos modos, supongo que por mi situación actual, me quedo con sus consideraciones sobre la experiencia del viaje. En Lévi-Strauss encuentro ya el pasmo del viajero ante los devastadores efectos de lo que hoy llamaríamos “globalización”:
“Hoy, cuando la islas polinesias anegadas de hormigón son transformadas en portaaviones pesadamente anclados en el fondo de los mares del sur, cuando Asia entera cobra el semblante de una zona enfermiza, cuando las “villas miseria” corroen África, cuando la aviación comercial y militar marchita el candor de las selvas americanas o melanesias aun antes de poder destruir su virginidad, ¿cómo la pretendida evasión del viaje podría conseguir otra cosa que ponernos frente a las formas más desgraciadas de nuestra existencia histórica? (…) Lo que nos mostráis en primer lugar, ¡oh, viajes!, es nuestra inmundicia arrojada al rostro de la humanidad”
Encuentro, asimismo, la percepción, que yo creo que cualquier viajero debe haber tenido, de que “generalmente se conciben los viajes como un desplazamiento en el espacio. No basta. Un viaje se inscribe simultáneamente en el espacio, en el tiempo y en la jerarquía social”. Por último, encuentro la sensación de algo que yo también estoy experimentando muy acusadamente, y que me inclino a llamar “el viaje interior”:
“Por una singular paradoja, en vez de abrirme un nuevo universo, mi vida aventurera me devolvía el antiguo, en tanto que aquel al que yo había aspirado se disolvía entre mis dedos (…) ¿Esto era, entonces, el viaje? ¿Una exploración de los desiertos de mi memoria, más que de los hombres y los paisajes que me rodeaban?”
El símbolo, siempre, es Ulises. Él también partió sin billete de vuelta pero en su origen, Ítaca, estaba su meta. Somos nuestra memoria, y a ella siempre regresamos. Así, en estos días me golpea una frase que leí en Novalis, en el Enrique de Ofterdingen, hace cerca de veinte años (mi amigo Carlos también la recordará): “¿A dónde vamos?… Siempre a casa.”