"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

domingo, 30 de enero de 2011

Salimos en la tele

Interrumpo la cronología de mis andanzas para informaros de que ya se ha emitido el primer capítulo del programa "Acción Directa", en Televisión Española, que cubre el viaje solidario a Ecuador organizado por ASPA, y coordinado por mi hermana Diana, en el que participé durante agosto de 2010. La productora ha sido muy respetuosa con el espíritu de los proyectos, y ha dado amplio espacio a los testimonios sobre las problemáticas enfrentadas en cada sitio. En este blog tengo publicados artículos sobre todos estos proyectos (Olmedo, Las Salinas, El Mirador y Sarayaku) y en el programa salgo haciendo la foto a Anaín que figura en el artículo de este blog del mismo nombre. También se puede ver a Matilde Maestro haciendo las fotos en Sarayaku el día de la pesca que también he publicado en el blog. Yo creo que el montaje ha quedado muy lucido y mi hermana, como era de esperar, aparece brillante y encantadora. Para ver el programa, pinchad en este link: 

http://www.rtve.es/alacarta/#1001617

El próximo domingo seis de febrero se emite en España el segundo capítulo, en el que aparecerán los talleres de teatro que realizamos en Las Salinas y El Mirador, en colaboración con Acción Ecológica. Colgaré también el link.

viernes, 28 de enero de 2011

A bordo del "San Martín" (2)

 
Fotos: René Roesler y Alex Dubufett

Este muchacho que posa con un insecto palo en su cabello es Gilbert, tiene quince años y ya lleva tres trabajando como cargador en el “San Martín”. Se pasa el día, con otros dos o tres chicos más o menos de su edad, acarreando plátanos, sacos y cajas de la orilla a la borda, y aún le quedan ganas de bromear constantemente con sus compañeros. Las vacas y los búfalos los enlaza personalmente el capitán con ayuda de su tripulación más adulta, y algún que otro espontáneo.


 Una tarde el capitán me contó que el barco no era de su propiedad, y que por eso estaba tan viejo, porque el dueño no quería hacer reformas. Me dijo que él tenía antes un barco mucho más bonito, pero que se lo decomisaron porque lo detuvieron cargando 4.000 galones de gasolina blanca, procedente de Ecuador. “La gasolina en Ecuador es mucho más barata que en Perú, y por eso yo la llevaba para usarla de combustible para mi barco pero, claro, está prohibido llevar esa cantidad en un barco con pasajeros”. Ahora, además, está pendiente de juicio y lo más probable es que en dos o tres meses le quiten la licencia de patrón. Pienso que es absurdo que me cuente esa media verdad, y no puedo evitar relacionarlo con el capitán asesinado por los narcotraficantes del que me hablaron en Nuevo Rocafuerte. La gasolina blanca son los residuos de las extracciones petrolíferas, y es un componente esencial para, mezclada con la hoja de coca, elaborar la “pasta base” con la que se elabora la cocaína. Como en Ecuador hay tantas extracciones petrolíferas, el contrabando de gasolina blanca hacia Colombia y Perú es muy frecuente. Cuatro mil galones, calculé después, son más de diez mil litros. Cometí el error de comentárselo, y me respondió secamente: “Sí, claro. Aparte, se considera contrabando”. En el resto del viaje no volvió a dirigirme la palabra.

Entre las doce y las cuatro el calor es realmente asfixiante. Entra uno en un aturdimiento tal que ni siquiera puede concentrarse en la lectura. Sólo cabe resistir tumbado en la hamaca, esperar que pase el tiempo, y procurar no preguntarse mucho qué es lo que uno ha ido a hacer allí. En todo caso, la respuesta llega a partir de las cuatro, cuando el sol baja y comienza a teñir la selva de tonos dorados, las bandadas de loros atraviesan el río muy cerca de nuestras cabezas y, hasta que anochece, se produce un incesante fluir de contrastes cromáticos en el cielo. Entonces sí. Entendemos. Qué hemos ido a hacer allí.
 Foto: Eduardo Civila

El penúltimo día, quinto de viaje, el ambiente entre el pasaje estaba muy enrarecido. No sería el primer barco que naufraga por exceso de carga, y todos lo sabían. Cada vez que parábamos la gente gritaba: “¡Patrón, no más carga!” “¡No más carga, patrón!”. Hubo algunos altercados y un pasajero llegó a tener un enfrentamiento físico con un miembro de la tripulación. Yo me preguntaba hasta qué punto podría poner en riesgo nuestras vidas, y la suya propia, un capitán que ya ha sido capaz de cargar diez mil litros de gasolina en un barco de pasajeros, y que sabe que en dos o tres meses se va a quedar sin trabajo. 

En la mañana del último día arribamos a Mazán, donde es posible atravesar en motocarro el pequeño istmo que separa en ese punto el Napo del Amazonas, y ya en el gran río tomar una lancha rápida hasta Iquitos, ahorrándonos nueve o diez horas de viaje. Se produjo una desbandada general y todo el que pudo, incluidos el empresario y parte de la tripulación, abandonó el barco. Esa noche, mientras el “San Martín” de seguro continuaba aún su perezosa travesía, nosotros, duchados y descansados, cenábamos en la Casa de Hierro, y reíamos a carcajadas recordando anécdotas del viaje. No creo que nadie que llegue a Iquitos en avión pueda disfrutar tanto de verse allí.

 Foto: Eduardo Civila

A bordo del "San Martín" (1)

Fotos: René Roesler y Alex Dubufett



 El “San Martín”, aunque muy desvencijado, tiene la misma disposición que todos los barcos de carga y pasajeros que surcan los ríos de la cuenca amazónica. El piso inferior es para la carga, normalmente de plátanos y ganado (vacas, toros, gallinas y cerdos). En el piso intermedio y en el superior viaja la gente, tumbada en sus hamacas. En el piso intermedio está la cocina, dos habitáculos con un retrete y una ducha y, al lado, un lavabo y un espejo. Hay también una pequeña bodega donde se vende cerveza, botellas de agua y chucherías. Cada pasajero debe llevar consigo una cuchara y un recipiente de plástico,donde se le vierte la comida tres veces al día. Tuvimos la suerte de que, al segundo día de viaje, murió una vaca asfixiada o pateada por sus compañeras.  En un par de horas la descuartizaron, y desde ese momento tuvimos en cada rancho buenos trozos de carne, junto a los frijoles, el plátano y el arroz.



Siendo el “San Martín” el único barco que bajaba el río Napo en todo el mes de diciembre, y con la inminencia de las fiestas, ya imaginábamos que íbamos a estar apretados. De Pantoja salimos apenas ocho o nueve personas pero, al segundo día, ya parecía que en el barco no cabía nadie más (paulatinamente fuimos comprobando, sin embargo, que siempre cabe alguien más). Las hamacas iban tan juntas que no podían mecerse, y dormíamos literalmente encajonados. Como a mi derecha dormían en la misma hamaca una señora con sus dos hijos, y a mi izquierda un matrimonio, siempre había un codo o una rodilla clavados en alguna parte de mi cuerpo. Había hamacas superpuestas a distinta altura del suelo, y otras colocadas sobre las barras del puente, entre la borda y el agua. Debajo de mi hamaca se acomodó en el suelo, sobre una estera, una delgadísima anciana indígena con piernas de adolescente. Dedicaba el día a tejer, ausente de todo, y yo tenía que andar con mucho cuidado al subir y bajar de mi hamaca para no pisarla. El resto del piso estaba cubierto de cajas, maletas, pavos, gallinas y gallos que no dejaban de cantar en ningún momento del día o de la noche. No exagero si digo que más de una vez tuve que gatear por debajo de las hamacas y entre las cajas para poder llegar a la escalera que me llevaba al piso inferior. Hasta que se acabó la cerveza, siempre hubo algún borracho dispuesto a animar las madrugadas. Una noche uno estuvo a punto de vomitar encima de mí, pero en el último momento logró llegar, trastabillando, a la borda. Otra noche otro se acostó por error en mi hamaca, encima de mí, y tuve que zarandearlo un buen rato hasta que se despertó y se fue a buscar la suya.





Se avanza muy despacio, parando constantemente para recoger más animales, carga o pasajeros. Por el Napo no hay apenas comunidades. Los campesinos viven en chozas aisladas y, desde la orilla, ondean un trapo para avisar al timonel de que se acerque. En el barco viaja un empresario de oronda barriga y gorra de beisbol que se baja y negocia con los campesinos el precio de sus plátanos y su ganado, que luego él venderá en Iquitos. En las embocaduras de los afluentes los campesinos esperan (imagino que durante días, porque nadie puede saber cuándo pasará el barco por allí), en sus canoas repletas de plátanos. En una ocasión Alex y yo pudimos ver cuánto pagaba por sus plátanos el empresario al dueño de una de estas canoas. Treinta soles. Poco más de diez dólares.

Foto: Eduardo Civila



El mayor espectáculo es cuando hay que cargar búfalos. La tarea lleva mucho tiempo y cuidado. Hay que enlazar desde lejos al animal y lograr tumbarlo para atarle las patas y subirlo después a rastras a bordo. Cuando el búfalo se desmanda, la gente se tira al agua, y muchas veces el búfalo también termina en remojo. 




De noche no se interrumpe esta rutina, sólo que ahora los campesinos avisan de su posición haciendo señales con la linterna. René y yo acostumbrábamos a pasar horas en la proa, con una cerveza mientras hubo, disfrutando del frescor de la noche, y jugando a descubrir los puntitos de luz en las orillas. “Allí hay otro”. “Mira, otro”. “Al fondo hay otro más”… 

domingo, 16 de enero de 2011

Pantoja

Fotos: René Roesler

En Pantoja encontramos a René, un alemán estudiante de Ciencias Políticas que llevaba ya cuatro días en el pueblo esperando la llegada del barco de carga que nos llevaría a Iquitos. René es simpático y abierto y cuando llegamos conocía ya prácticamente a todos los habitantes de Pantoja, así que nos adaptamos muy rápido a la forma de vida del lugar. Pantoja es un cúmulo de viviendas que ha crecido alrededor de la guarnición militar que custodia la frontera. Según nos dijeron, consta de 520 habitantes “incluido niños” (la precisión no es baladí, porque es posible que más de la mitad de la población tenga menos de 10 años). En Pantoja las mujeres trabajan en las múltiples faenas domésticas; los niños se bañan en el río, se suben a los árboles a coger fruta y juegan a las chapas; y la mayoría de los hombres básicamente bebe cerveza. Según nos dijeron, una empresa extractora de petróleo ha obtenido hace poco la concesión de la zona y lleva algún tiempo realizando tareas de exploración. El pueblo está subvencionado desde entonces por la empresa, así que pocos motivos de preocupación tienen en Pantoja, de momento (cuando comiencen las labores extractivas, por desgracia, será otra cosa). Una tarde, por hacer algo, René, Alex y yo quedamos con Nicolás, un señor de allí, para dar un paseo por la selva a cambio de unos cuantos soles, pero cuando llegamos al día siguiente a las ocho de la mañana Nicolás ya había bebido demasiada cerveza, y no estaba en condiciones de hacer de guía. Fuimos por nuestra cuenta hasta donde pudimos. Al regreso, Nicolás y sus amigos, ya bastante contentos, nos invitaron a una cerveza, y nos dijeron que la ruta que habíamos hecho era la misma por la que él nos pensaba llevar.


La permanente fiesta que se vive en Pantoja se anima especialmente los jueves, cuando el pueblo se llena de indígenas y colonos que llegan en sus canoas para vender sus productos agrícolas y comprar enseres manufacturados en las tiendas del lugar, y también a los vendedores que vienen desde Nuevo Rocafuerte y montan sus puestecitos a lo largo de la calle principal. Entonces las mujeres se dedican a regatear y sus maridos, que han venido manejando la canoa, beben cerveza con los lugareños. Hay que decir que en Pantoja la gente tiene un carácter muy afable, y las borracheras que cogen son chispeantes y graciosas, propensas al baile, el cante y a divertidas e incoherentes conversaciones. Han sido unos días muy agradables, en Pantoja.



Alex, Charlotte, René y yo, sin embargo, preferíamos la mayoría de las veces esperar a la noche para empezar a beber cerveza. Durante el día holgazaneábamos en la hamaca y leíamos. Comíamos la comida que preparaban en una de las casas para los trabajadores de la empresa petrolera y, a las cinco de la tarde, cuando el calor menguaba, jugábamos al fútbol. En Pantoja tienen la costumbre de poner dos soles cada jugador, el equipo que gana se lleva todo el dinero y lo destina, cómo no, a beber cerveza. Alguna ronda gratis se ganó la selección europea que formábamos. Una tarde entramos en el destacamento militar a jugar con los soldados. Cuando llegó la hora de arriar la bandera, el partido se interrumpió bruscamente, y todos nos cuadramos mientras la bandera descendía. El contraluz del soldado que tocaba la corneta y el que arriaba la bandera, con sus figuras recortadas sobre un hermosísimo crepúsculo, era digno de una película de Clint Eastwood.



Al fin, al quinto día llegó el barco que esperábamos, el “San Martín”, y esa noche dejamos nuestras habitaciones en el único hotel que había en el pueblo, colgamos nuestras hamacas en el barco y dormimos allí mientras los cargadores aprovechaban el fresco de la noche para ir llenando la bodega. De madrugada, alguien que nos apuntaba con su linterna nos despertó. “Hola, soy la cocinera colombiana. Mucho gusto”. La cocinera colombiana del barco, que en realidad era un travesti, llegaba de beber cerveza y tenía ganas de departir con los forasteros. Por desgracia, no se le entendía nada de lo que farfullaba, y nosotros estábamos demasiado dormidos como para hacer amistad. A la quinta o sexta vez que nos dio la mano para presentarse tuvimos que ponernos un poquito serios para que se fuera y nos dejara dormir. Bajó las escaleras enojada, gritando: “soy la cocinera colombiana, soy la cocinera colombiana”. Días después, en Iquitos, todavía nos reíamos recordando esta anécdota, junto a muchas otras que nos iban suceder durante el viaje. No sabíamos lo que nos esperaba por pasar, a bordo del “San Martín”.



jueves, 13 de enero de 2011

Historias

En Nuevo Rocafuerte me informan de que el barco de carga que pensaba tomar hasta Iquitos no partirá hasta enero: han asesinado a su capitán. Al parecer andaba metido en asuntos de narcotráfico y, una semana antes de mi llegada, unos colombianos lo asesinaron a bordo junto a parte de su tripulación. La lancha es municipal, así que el cabildo tiene que reunirse para nombrar un nuevo capitán, y hasta enero no se tomará una resolución. Como siempre, me cuentan esta historia con una impasible naturalidad. Hace una semana que han asesinado a un vecino del pueblo, y la gente sigue su vida normal, se diría que hasta con alegría. Ya no me extraña. La violencia en muchas de estos lugares está tan naturalizada, tan imbricada en la vida cotidiana, que la mayoría de las veces las historias que te cuentan se ven impregnadas de irrealidad. Es, sin duda, verdad, pero es como si fuera mentira. Todo esto me ha hecho recordar la historia del joven shuar.

Ocurrió en Coca, la noche antes de mi partida. Me encontraba en una terraza de una calle muy concurrida (era noche de sábado), tomando una hamburguesa y una cerveza, cuando un joven indígena de no más de 20 o 21 años, muy borracho, se me acercó y se sentó a mi lado. Me dijo que era vicepresidente de una comunidad shuar, y me ofreció alojamiento allí, y el acostumbrado tour por la selva. Cuando le dije que no me interesaba, comenzó a contarme una historia según la cual una familia shuar originaria de su comunidad se dedicaba a asesinar gente para vender cabezas reducidas a millonarios extranjeros, y que él, como vicepresidente, no podía consentir ese crimen, y que si encontraba a esa familia que deshonraba el nombre de los Shuar los mataría a todos con sus propias manos. Hasta cierto punto no me extrañó, los shuar son los antiguamente llamados “jíbaros”, famosos por su técnica de reducción de cabezas, y yo he visto varias de ellas en el museo de Cuenca (Ecuador). En la actualidad, por supuesto, está prohibida esa actividad, aunque los shuar la siguen practicando con los monos en determinados ritos de iniciación. También había escuchado que se habían dado casos de turistas excéntricos que compraban auténticas cabezas humanas reducidas clandestinamente, pero en esta ocasión pensé que mi inesperado compañero de mesa sólo pretendía impresionarme. En todo caso, el alcohol estimulaba en él una vehemente insistencia. Comenzaba a regodearse con la perspectiva de asesinar con sus propias manos a la familia que ofrecía cabezas a los turistas. Su voz, su mirada y sus gestos cada vez desprendían más violencia, y decidí no llevarle la contraria, desconectar mentalmente, e irme en cuanto terminara de comer.

Llevaba un rato absorto en mis pensamientos cuando algo en la voz del shuar me hizo volver a prestarle atención. Había cambiado de tema.

-Es una vieja que no la conoce nadie, no tiene a nadie, vive a la orilla del río, a dos kilómetros. 40.000 dólares.

-¿Cómo?

-No la conoce nadie, no tiene a nadie. A nadie le importa esa vieja. Su cabeza por 40.000 dólares.

-Pero… ¿tú la ibas a matar?

-Yo no. La matan unos amigos y yo reduzco su cabeza. 40.000 dólares.-Los ojos del shuar brillaban de excitación.

A mi alrededor atronaba la música de los disco-pubs que me circundaban. La calle bullía de gente que paseaba con helados o cervezas en las manos, y en una terraza de Coca un joven shuar borracho me estaba ofreciendo la cabeza reducida de una vieja por 40.000 dólares. De nuevo la sensación de irrealidad. Me excusé lo más amablemente que pude, para no desairarle, y entonces me pidió un par de dólares, y me dijo que no tenía dónde dormir. Tampoco se los di y, tras asegurarme de que no me seguía, volví a mi hotel. Aún ahora no sé si se trataba de una fantasía de borracho, una exageración o una estafa (habría que ver lo que me hacían pasar por una cabeza reducida real), pero sí sé que la agresividad contenida del joven era palpablemente real, que alguien que en Coca no tiene dónde dormir y que se conformaría con dos dólares que le diera podría ser capaz de hacer muchas cosas a cambio de cuarenta mil, y que yo también estoy empezando a contar historias escabrosas con impasible naturalidad.

Al capitán de mi barco de carga lo han asesinado. Andaba en asuntos de narcotráfico y unos colombianos hace una semana subieron al barco y lo asesinaron junto con parte de su tripulación. Con Alex y Charlotte, la pareja de biólogos franceses con los que he hecho amistad, fletaremos una canoa particular y seguiremos río Napo abajo, hasta Pantoja, la primera localidad de Perú.

Rumbo a la frontera (Yasuní-ITT)

El muelle de Coca no es muy grande ni está muy transitado. Aparte de canoas privadas y algunas lanchas de agencias que llevan a los turistas a albergues en la selva, de aquí sólo parte una lancha pública, que desciende durante ocho horas el río Napo hasta llegar a Nuevo Rocafuerte, pequeña población donde se ubica el puesto fronterizo de Ecuador con Perú. Es por eso que en la mañana del domingo cinco de diciembre, entre una densa niebla que aún invade el ambiente, sólo dos o tres vendedores de comida y gaseosas contemplan con resignada somnolencia a la cincuentena de pasajeros que nos disponemos a embarcar en esa dirección. Salvo yo y una pareja de franceses que pronto serán mis amigos, da la impresión de que todo el mundo se conoce, y los que no se conocen en seguida empiezan a intimar.

-Yo tengo cincuenta y tantos nietos. Biznietos… De todo tengo.

-Lo mejor son los nietos. Los biznietos… pertenecen a otro rango.

-Sí. Pero son de la generación.

-Sí, claro, son de la generación.

Cada persona que se instala en la lancha intercambia amables saludos con todos los pasajeros. Inician perezosas conversaciones con voz dulce y pausada. Se ofrecen galletas, se prestan el periódico… Los hombres llevan pesadas cajas y herramientas de labor, las mujeres jóvenes, la mayoría con algún niño, llevan libros de texto de secundaria y aprovecharán el viaje para hacer tareas de Lengua o Matemáticas. Sin duda vienen de la escuela semipresencial de adultos, donde estudian para sacarse el graduado. Las abuelas portan adornos de Navidad. Observo que todos los varones, hombres y niños, llevan el cabello perfectamente recortado. Caigo entonces en la cuenta de que yo mismo fui a la peluquería el día anterior, en previsión de que no volviera a encontrar una en bastante tiempo. Me hace gracia imaginarnos. La lancha de los pelados.

Hace tiempo que hemos zarpado y no cesa la animación. La gente se cambia de asiento para comentar algo a algún vecino, los niños, los periódicos y las golosinas pasan de mano en mano. Todo el mundo es apacible y sonriente. Más que un puñado de vecinos que, tras efectuar alguna gestión en la ciudad, se disponen a soportar ocho horas de viaje para regresar a sus casas, se diría una excursión de viejos amigos. Qué fácil parece, a veces, vivir.

Navegamos entre una inmensidad de espuma de un color de serrín sucio que me intriga. Le pregunto a mi compañero de asiento y me dice, sin darle mayor importancia, que no sabe qué es. Al tiempo llego a la conclusión de que es producto de la fermentación de los troncos de árboles que arrastra el río en su crecida. Por momentos se diría que navegamos entre bloques de hielo sucio, en la Antártida, si no fuera por el verde saturado que brilla en ambas costas. Por lo demás nadie, salvo yo, mira el paisaje. A la izquierda, selva, interrumpida a menudo por chacras de plátanos, haciendas de vacas, chozas aisladas de campesinos, y minúsculas comunidades. A la derecha, selva. Selva virgen. Es el Parque Nacional Yasuní.

Hace tiempo que quería tener una oportunidad para hablar del Parque Nacional Yasuní, 982.000 hectáreas de selva que albergan la mayor biodiversidad de todo el planeta. Baste decir que en una hectárea del Yasuní se encuentran más especies animales distintas que las que puede haber en toda Europa. Tanta es la biodiversidad en este Parque que en él se protege también la pervivencia de dos grupos humanos. Al sur, en la llamada “zona intangible” los Tagaeri y los Toromenane perviven en aislamiento voluntario, dedicados como desde hace siglos a la caza y la recolección, y sin el menor contacto con el mundo exterior. Al menos en teoría. Los Huaorani, que viven también dentro del parque, sí están contactados, y es un secreto a voces que a menudo realizan sangrientas incursiones en la zona intangible para ahuyentar a Tagaeri y Toromenane y abrir camino a las empresas clandestinas de tala de madera, que los recompensan con dinero, armas y alcohol. Guerras tribales, dicen que son.

Pero la verdadera amenaza del Parque Yasuní es, como siempre, el petróleo. El subsuelo de este parque es riquísimo en crudo, y para cualquier gobierno supondría una importante fuente de ingresos explotar aunque fuera una parte de él. Desde 2007, sin embargo, el gobierno de Rafael Correa ha asumido como propia una original iniciativa que surgió de los movimientos civiles y que podría marcar una nueva etapa en la lucha de los pueblos por la defensa y conservación de su patrimonio natural. Mediante la propuesta Yasuní-ITT el gobierno se compromete a dejar el petroleo de Yasuní debajo de la tierra a cambio de que la comunidad internacional le indemnice al menos con el 50% de las utilidades que podría obtener de su explotación, lo que asciende a 350 millones de dólares anuales. Este dinero sería administrado por un fideicomiso del PNUD (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo) y se dedicaría a la conservación de 19 áreas protegidas ecuatorianas, un programa de reforestación y un cambio de matriz energética que implementaría el uso de las energías renovables en el país. Aunque varios países, entre ellos España, han apoyado de boquilla esta iniciativa, hasta el momento sólo Chile ha aportado 100.000 dólares para la causa, así como diversas personas o entidades particulares. El presidente Correa ya ha advertido de que si en diciembre de 2011 no se ha recaudado el dinero previsto dará comienzo a la explotación de una parte del Yasuní. (Más información sobre Yasuní-ITT aquí)

Excepto en la zona intangible, es posible penetrar en el Yasuní, e incluso visitar a los Huaorani, pero son necesarios como mínimo ocho o nueve días de expedición, y sólo el guía cobraría 150 dólares al día, por lo que pensé que la aventura excedía mi presupuesto. Un mes después, mientras escribo estas líneas en el oasis de Huacachina, en Perú, no sé todavía si me arrepiento.

Hace horas que el calor y la monotonía del paisaje apagaron las últimas conversaciones. Ahora que el sol dora las enrevesadas copas de los árboles del Yasuní, ahora que se escuchan los pájaros y se los intuye entre la maleza, se hace presente también entre los pasajeros una inexpresable agitación. Miro al frente. Cuatro o cinco casas, a lo lejos. Llegamos a Nuevo Rocafuerte.