"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

miércoles, 27 de abril de 2011

Londres 38


Este suelo, en forma de tablero de ajedrez, fue el que posibilitó el reconocimiento de la casa. Cuando los camiones frigoríficos entraban aquí de espaldas y, en lugar de alimentos, depositaban personas sobre el vestíbulo, atadas y con los ojos vendados, era el suelo lo único que podían ver. "Cambiaron el número (durante años, el número 38 de la calle Londres desapareció, y esta casa pasó a ser Londres 40) pero no cambiaron el suelo", dijo uno de los supervivientes que ayudó a reconocer el lugar.


Es Londres 38, la casa que funcionó como centro de detención y tortura desde septiembre de 1973 hasta fines de 1974, y que desde 2008 lo hace como Memorial y centro de estudios del Colectivo Londres 38, dedicado a la recuperación de la memoria histórica.


Ésta era la "sala de permanencia". Aquí los detenidos pasaban el día atados a una silla. De noche se retiraban las sillas y dormían, con un sueño a menudo interrumpido, tumbados en el suelo. Las veinticuatro horas estaban con los ojos vendados. Una vez al día se les facilitaba una jarra de sopa con un trozo de pan, sobre todo a aquellos que iban a permanecer más tiempo en la casa (uno o dos meses, por regla general). Pero hay muchos testimonios de detenidos que, de camino a otros centros de detención, sólo estuvieron dos o tres días, y pasaron todo ese tiempo en Londres 38 sin comer ni beber.


Una vez al día, vigilados y sin desatar, se les hacía pasar a este baño.


El antiguo garaje de la casa era la "sala de aislamiento" para aquellos a los que se quería reprimir de modo especial, los que habían sido recién torturados, o los que estaban enfermos.


En el segundo piso estaba la "sala de interrogatorios". Según el informe de 2005 de la Comisión Nacional de Investigación sobre Prisión Política y Tortura, en Londres 38 "durante los interrogatorios los prisioneros fueron torturados con golpes, en ocasiones hasta causarles fracturas; pau de ararael submarino seco y el mojado, con aplicación de electricidad en la parrilla, colgamiento, quemaduras con cigarrillos, el teléfono; fueron sometidos a la ruleta rusa; se les administraban drogas; estaban expuestos a ruidos molestos durante la noche para impedirles dormir, especialmente música a todo volumen. Eran obligados a escuchar y presenciar torturas a otros detenidos; fueron objeto de vejaciones y violaciones sexuales, de simulacros de fusilamiento, de amenazas y manipulación psicológica”.


La música. La música como instrumento de tortura psicológica, y la música también como medio para impedir que los vecinos escuchasen los gritos. Pero, aunque los hubieran escuchado, pienso yo, ¿Qué iban a hacer, los vecinos? ¿Iban a acudir a la policía? ¿Iban a denunciarlo ante un juez? ¿Iban, acaso, a escribir a los periódicos para que lo publicaran? 


Por primera vez en mi vida, comprendo de verdad lo terrible que tiene que ser vivir bajo una dictadura. El miedo, el desamparo, el sentimiento de no poder fiarte de nadie, y mucho menos de ninguna institución. La certidumbre de que, aunque aparentemente lleves una vida cotidiana normal (vayas a tu trabajo, quedes con los amigos, hagas el amor con tu mujer...) en realidad eres un prisionero, y tu propio país es la prisión. 


Se calcula que más de dos mil personas sufrieron confinamiento y tortura en Londres 38, durante el año escaso que estuvo en funcionamiento. De ellas a noventa y seis, ochenta y tres hombres y trece mujeres, nunca se las volvió a ver. Son "desaparecidos". El colectivo ha decorado las aceras del exterior de la casa con noventa y seis placas, en las que figuran sus nombres y su edad. Escribo alguno de ellos en mi cuaderno, al azar.

Jorge Enrique Espinosa Méndez, 24 años.
Erwin Francisco Van Yurick Altamirano, 20 años.

Toda una generación de jóvenes idealistas y combativos, que tal vez hubieran llegado a ser líderes; pero tal vez, por qué no, hubieran traicionado con el tiempo sus ideales. Quién sabe.

Carlos Alberto Cuevas Moya. 21 años.
Hector Marcial Garay Hermosilla, 19 años.

Dos de las mujeres, no sé cuáles, estaban embarazadas.

María Elena González Inostroza, 22 años.

Me resulta fácil imaginarlos. Los hombres, con pelo largo y barba. Pantalones de campana. Las mujeres, con vaporosas faldas de gasa o pantalones vaqueros. Una camiseta ajustada. Sandalias. El pelo recogido en una cola de caballo. 18 años.


En ninguna de las dos visitas que hice a la casa de Londres 38 coincidí con más de tres personas. En ambas ocasiones se produjo espontáneamente, ante la puerta de salida, un diálogo de ritmo lento y lleno de expresivos silencios, que en una ocasión se alargó hasta casi los treinta minutos. Una señora cuenta que cuando era niña, en Iquique, su ciudad natal, había una casa desde la que siempre, día y noche, se podía escuchar música clásica a todo volumen. A ella y a sus pequeños hermanos les encantaba pasar, todos los días, por su lado. La llamaban "la casa de la música". "Años después, cuando comprendí..." la señora se estremece, y su frase queda inconclusa. Otra comenta que, a su entender, la dictadura ha marcado el carácter de toda una generación, y que todavía la sociedad en su conjunto se encuentra traumatizada y desactivada por lo ocurrido aquellos años. Marcados por la frustración y el miedo. Una generación entera de autómatas incapaces de reconciliarse con ellos mismos. Por lo que he visto en Chile, yo tiendo a estar de acuerdo.


Hace muy pocos años, durante la presidencia de Michelle Bachelet, que Chile se ha decidido a recuperar su memoria histórica. La casa de Londres 38 es sólo uno más de los 1168 centros de detención y tortura que la dictadura estableció por todo el país, y de los que hoy día se da cuenta en el apabullante Museo de la Memoria, que Bachelet inauguró en 2010. Londres 38 es probablemente uno de los centros más pequeños y que menos tiempo estuvo abierto (en las afueras de Santiago se encuentra la tristemente célebre Villa Grimaldi, hoy convertida en "Parque por la Paz" y por donde pasaron más de 4.500 personas, entre ellas la propia Bachelet). Tampoco, dentro de lo que cabe, es Londres 38 la casa más destacada por la crueldad de las torturas que en ella se practicaban (en la calle Irán 3037 se encontraba La Venda Sexy, así denominada porque estaba especializada en vejaciones sexuales, cometidas sobre hombres y mujeres atados y con una venda en los ojos como único ropaje, y muy a menudo con la participación de perros adiestrados). Pero la escasa resonancia de esta casa en pleno centro de Santiago, rodeada de calles comerciales abarrotadas de paseantes; su desnudez y austeridad en contraste con los primaverales días que florecen en el exterior; la soledad y el silencio en que aquí trabajan Karen, Daniela y Leopoldo... se me antojan un buen símbolo de la situación que todavía atraviesa este país. Un país que todavía se rige por la constitución de 1980, redactada y aprobada por el dictador; que mantiene en vigor la siniestra Ley de Seguridad Ciudadana que amparó todos estos crímenes; que vio enterrar al dictador con honores de Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas; y que conserva intacta la estructura económica neoliberal que el dictador, con el asesoramiento directo de Milton Friedman y el resto de economistas de la Escuela de Chicago, implantó, y según la cual hasta la compra de un billete de autobús interurbano en Chile (el precio de los boletos varía según las leyes de la oferta y la demanda) se convierte en una lucha del hombre contra el hombre.

(Ser español, por cierto, no es la mejor carta de presentación en Latinoamérica. Si no te hablan de las tropelías de los conquistadores, te hablan de las tropelías de Telefónica, Unión Fenosa o Repsol. Muchos chilenos, sin embargo, de lo primero que te hablan -"¡Ah, español...!. Nosotros los chilenos tenemos mucho que agradecerle a España..."- es de Baltasar Garzón.)

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Una mañana, durante mi estancia en Santiago, di un largo paseo hasta llegar al Estadio Nacional.


Lo encontré sorprendentemente pequeño. En España bien podría pertenecer a un club de segunda división. También es el único estadio de fútbol que conozco rodeado de vallas. Vallas que impiden acercarse a sus muros y, por ejemplo, escribir en ellos.

Este domingo, supongo, estas vallas se abrirán. Miles de personas, custodiadas por la policía, ingresarán al estadio y, sobre sus gradas, Cantarán. ("Campeón/ hay uno solo./ Y se llama/ Colo Colo./ El eterno campeón.")

Cantarán. Sobre las mismas gradas.


jueves, 21 de abril de 2011

Chuquicamata


Cuando el salitre dejó de valer lo que costaba extraerlo, el desierto de Atacama todavía guardaba otro tesoro para Chile: el cobre. Entre la Cordillera Central y la de los Andes, en una zona de desierto no tan árida como la zona central, a quince kilómetros de la localidad de Calama, se encuentra Chuquicamata, la mina de cobre a cielo abierto más grande del mundo.


Ésta es la mina, un inmenso agujero de cinco kilómetros de largo, tres de ancho, y cerca de un kilómetro y medio de profundidad. Para hacerse una idea de lo impresionante que puede ser esta visión, basta pensar que cada uno de los puntitos negros que se aprecian en la foto es un camión de setecientas toneladas, con la misma altura de un edificio de tres pisos. 



En Chuquicamata novecientas personas trabajan 24 horas al día, divididos en turnos de ocho horas. Las detonaciones se producen a las cinco de la tarde, cuando las oficinas y las empresas subsidiarias han abandonado el lugar, y pueden ser escuchadas fácilmente desde Calama.



Después del de ingeniero, el puesto más especializado es el de los camioneros que transportan el material a las plantas de procesado, y cuyo sueldo es de más de cuatro mil dólares al mes. Dentro de la mina, todos los vehículos cambian de carril y circulan por la izquierda. Si no fuera así, los conductores de estos gigantescos camiones no tendrían visibilidad, y sería fácil que cayeran por las rampas de ascenso y descenso.

Hasta 2008, los trabajadores de Chuquicamata vivían en un poblado anexo a la mina. El alto grado de contaminación de la zona (aquí se trabaja con máscaras de gas) y la necesidad de tener espacio para depositar la tierra residual procedente de las excavaciones motivaron el abandono del poblado, y el traslado de sus habitantes a la vecina Calama, donde se les procuraron viviendas en propiedad. Estas colinas que se divisan en la foto detrás de las antiguas viviendas no son naturales. Es la tierra sobrante de la excavación, que pronto sepultará por completo al ahora pueblo fantasma de Chuquicamata.



En 1971 Salvador Allende nacionalizó la mina de Chuquicamata, y otras minas de cobre menores, satisfaciendo así una antigua aspiración del pueblo chileno. Tan importante es esta mina para los ingresos de Chile (supone, ella sola, un 38 % del total de lo ingresado por exportaciones en el país) que ni siquiera Pinochet, que privatizó todo lo privatizable, se decidió a venderla (eso sí, se encargó de destinar el cuarenta por ciento de los beneficios de la mina directamente a las Fuerzas Armadas, desmesuradísima proporción que aún sigue en vigor -"y a ver quién es el guapo que se lo quita" comenta, entre humorístico y resignado, el chileno que me lo contó-). En la actualidad, la ingente demanda de China, que compra más de la mitad del cobre que produce Chuquicamata, ha disparado los precios hasta situarlo en la nunca vista cifra de 4,79 dólares la libra de cobre refinado, lo que debería suponer para Chile una excelente oportunidad para resolver sus problemas de desigualdad social, si estuvieran interesados en ello.

Porque el cobre, como todo, se acaba. Se calcula que, al ritmo de extracción actual, queda mineral para setenta años. En 2020, además, los gastos de producción se dispararán al tener que convertir la mina en subterránea, dadas sus descomunales dimensiones. Lo cierto es que la aparente prosperidad de Chile, muy ligada a las demandas del mercado asiático, se basa principalmente en la explotación de unas materias primas que no tienen recambio: la sobreexplotación de su enorme litoral pesquero, el cobre del norte, y la venta de madera proveniente de los grandes bosques del sur. En eso y, me temo, en un ominoso olvido.


martes, 5 de abril de 2011

Paréntesis: el fin del mundo.


Hago un paréntesis en la cronología del blog para comunicaros que el dos de abril llegué al fin del mundo, que por cierto no es éste que se ve arriba, aunque lo diga el cartel.


Ni éste, aunque aquí acabe la carretera.


El fin del mundo es éste. A menos que uno sea empleado del Parque Nacional Tierra del Fuego, en el continente americano no se puede avanzar más al sur. Ya sólo queda subir.


En Tierra del Fuego estamos ya en pleno otoño. De madrugada nieva, a media mañana graniza y por la tarde llueve. Hace un poquito de frío y el viento acomete con fuerza, pero yo estoy encantado de la vida. Ya hablaré largo y tendido de Patagonia y Tierra del Fuego, que me han encantado, y publicaré fotos de estos paisajes excepcionales. Esta noche monto en un barco de carga y pasajeros para empezar a subir a través de los fiordos chilenos. Me he propuesto, en cuanto llegue a tierras más cálidas (a mediados de abril), alojarme unos días en un sitio confortable y no parar hasta poner al día el blog. Así que en mi próxima entrada continuaré con el desierto de Atacama. Un abrazo a todos.

lunes, 4 de abril de 2011

Iquique. Héroes y mártires (2. Los mártires)


Por primera vez, el desierto de Atacama comenzó a estar habitado. Las oficinas salitreras, erigidas en pleno desierto, eran auténticas ciudades que contaban con teatros, piscinas, y elegantes clubes sociales con salones de billar. Esto, claro, para los administradores e ingenieros, ingleses en su mayoría; porque para los trabajadores (chilenos, pero también en gran medida peruanos, argentinos y bolivianos) las oficinas salitreras eran poco menos que un campo de concentración. No otra cosa puede llamarse a un lugar donde vivían hacinados en precarios barracones propiedad de la compañía, vigilados por un sistema policial privado, con prohibición de salir libremente y compelidos a trabajar de sol a sol, a cambio de unas fichas que sólo podían gastar en las pulperías (almacenes) propiedad de la compañía. Vivir para trabajar. En las oficinas salitreras los hijos varones heredaban sin alternativa de sus padres el oficio de minero, y las hijas el de asistenta doméstica de ingenieros y administradores, aunque al parecer muchas escapaban a Iquique o Antofagasta, la mayoría de las veces para ejercer la prostitución.

En 1907, tras varios años de ignoradas peticiones al gobierno de Santiago, estalló la revuelta. Miles de trabajadores de distintas oficinas se declararon en huelga y acudieron con sus familias, mujeres y niños, en una gran marcha a Iquique, para protestar por sus condiciones de vida y de trabajo. Se refugiaron en la escuela Santa María. Dos mil doscientos. Tres mil seiscientos. Entre esas dos cifras se calcula el número de muertos que produjo la violentísima carga del ejército ordenada por el general Roberto Silva Renard.

Con el tiempo, la triste matanza de la Escuela Santa María de Iquique, en cuyos detalles no me quiero extender por no parecer morboso, se convirtió en un acontecimiento ampliamente reivindicado por la izquierda chilena, y dio lugar a diversos libros, obras musicales y representaciones teatrales. Yo, cuando tenía once, doce o trece años, escuchaba en una cinta de cassette de la discográfica "Movieplay" la Cantata popular de Santa María de Iquique, interpretada por el grupo Quilapayún, y quedaba sobrecogido ante una letra y una música que hoy probablemente me parecerían ingenuas artísticamente hablando, pero que tenían la virtud de la sinceridad y la inmediatez. 

Señoras y Señores 
venimos a contar 
aquello que la historia 
no quiere recordar. 
Pasó en el Norte Grande, 
fue Iquique la ciudad. 
Mil novecientos siete 
marcó fatalidad. 
Allí al pampino pobre 
mataron por matar.

Como este viaje es en gran medida un viaje de la memoria, de mi memoria, el recuerdo de la cantata que inauguró en mí el asombro ante el horror humano es el único motivo por el que me he parado a visitar esta ciudad. Y por ese motivo la he recorrido más allá de sus calles principales. Y por ese motivo, con un poco de pudor, he preguntado a la gente en las esquinas, hasta lograr esta deslucida foto.


Deslucida porque la escuela original, de madera, se quemó en 1934, e incluso la actual se encuentra en restauración. Esta otra es una foto del edificio tal cual era en 1907.


En el pequeño museo de la ciudad ubicado en el palacio Rímac se recuerda brevemente este acontecimiento. En un panel informativo se afirma, quizá para concluir con algún tono positivo, algo así como que “el sacrificio de estos mártires de la lucha obrera contribuyó mucho a mejorar las condiciones laborales de las futuras generaciones”. Me gustaría pensar que así fue, pero no estoy seguro de ello. Las condiciones de vida y de trabajo en las oficinas salitreras siguieron siendo las mismas hasta que, a finales de la primera guerra mundial, Alemania inventa el salitre sintético que rápidamente sustituirá al natural. Por este motivo, a partir de 1920 las minas entrarán en decadencia y Chile, cuyo presupuesto nacional dependía en un altísimo grado de la recaudación de impuestos a la exportación del salitre, entrará a su vez en una profunda crisis. También en 1920, cuando ya casi todo el capital inglés había huido del ahora poco rentable negocio, el gobierno chileno comenzó a dictar leyes de regulación laboral en las salitreras, entre las que se encontraban la obligación por parte del patrón a establecer una jornada laboral, y a pagar a los trabajadores con dinero de curso legal.


Hoy, los raíles por los que se transportaba el salitre al muelle de Iquique son motivo de embellecimiento en el cuidado centro histórico de esta ciudad. Las oficinas salitreras son "pueblos fantasma" que, restauradas, se han convertido en destino de excursiones turísticas. Iquique, con un clima templado todo el año, se ha especializado en el turismo de playa, y a lo largo de su moderna costanera una agradable brisa que trae un intenso olor a mar me hace recordar a mi ciudad natal. Estamos en febrero, pleno verano austral, e Iquique rebosa de veraneantes chilenos. Están de vacaciones, familias enteras, pero a mí me parecen apagados, algo sombríos, e incluso un poco tristes.


Terminaré por acostumbrarme a la idiosincracia de los chilenos. La influencia británica en este país, si exceptuamos quizá la Patagonia, es notoria. En la arquitectura por descontado, pero también en la omnipresencia del té, en el diseño de los bares y las pintas de cerveza que sirven (schops, las llaman aquí). En la costumbre de comer a base de sandwiches y de acompañar los platos principales con puré de patatas. Y también, me temo, en un laconismo y una distancia en el trato que no se compadece en absoluto con el carácter del resto de latinoamericanos. Aunque en esto último puede que hayan influido otras causas.