Cuando el salitre dejó de valer lo que costaba extraerlo, el desierto de Atacama todavía guardaba otro tesoro para Chile: el cobre. Entre la Cordillera Central y la de los Andes, en una zona de desierto no tan árida como la zona central, a quince kilómetros de la localidad de Calama, se encuentra Chuquicamata, la mina de cobre a cielo abierto más grande del mundo.
Ésta es la mina, un inmenso agujero de cinco kilómetros de largo, tres de ancho, y cerca de un kilómetro y medio de profundidad. Para hacerse una idea de lo impresionante que puede ser esta visión, basta pensar que cada uno de los puntitos negros que se aprecian en la foto es un camión de setecientas toneladas, con la misma altura de un edificio de tres pisos.
En Chuquicamata novecientas personas trabajan 24 horas al día, divididos en turnos de ocho horas. Las detonaciones se producen a las cinco de la tarde, cuando las oficinas y las empresas subsidiarias han abandonado el lugar, y pueden ser escuchadas fácilmente desde Calama.
Después del de ingeniero, el puesto más especializado es el de los camioneros que transportan el material a las plantas de procesado, y cuyo sueldo es de más de cuatro mil dólares al mes. Dentro de la mina, todos los vehículos cambian de carril y circulan por la izquierda. Si no fuera así, los conductores de estos gigantescos camiones no tendrían visibilidad, y sería fácil que cayeran por las rampas de ascenso y descenso.
Hasta 2008, los trabajadores de Chuquicamata vivían en un poblado anexo a la mina. El alto grado de contaminación de la zona (aquí se trabaja con máscaras de gas) y la necesidad de tener espacio para depositar la tierra residual procedente de las excavaciones motivaron el abandono del poblado, y el traslado de sus habitantes a la vecina Calama, donde se les procuraron viviendas en propiedad. Estas colinas que se divisan en la foto detrás de las antiguas viviendas no son naturales. Es la tierra sobrante de la excavación, que pronto sepultará por completo al ahora pueblo fantasma de Chuquicamata.
En 1971 Salvador Allende nacionalizó la mina de Chuquicamata, y otras minas de cobre menores, satisfaciendo así una antigua aspiración del pueblo chileno. Tan importante es esta mina para los ingresos de Chile (supone, ella sola, un 38 % del total de lo ingresado por exportaciones en el país) que ni siquiera Pinochet, que privatizó todo lo privatizable, se decidió a venderla (eso sí, se encargó de destinar el cuarenta por ciento de los beneficios de la mina directamente a las Fuerzas Armadas, desmesuradísima proporción que aún sigue en vigor -"y a ver quién es el guapo que se lo quita" comenta, entre humorístico y resignado, el chileno que me lo contó-). En la actualidad, la ingente demanda de China, que compra más de la mitad del cobre que produce Chuquicamata, ha disparado los precios hasta situarlo en la nunca vista cifra de 4,79 dólares la libra de cobre refinado, lo que debería suponer para Chile una excelente oportunidad para resolver sus problemas de desigualdad social, si estuvieran interesados en ello.
Porque el cobre, como todo, se acaba. Se calcula que, al ritmo de extracción actual, queda mineral para setenta años. En 2020, además, los gastos de producción se dispararán al tener que convertir la mina en subterránea, dadas sus descomunales dimensiones. Lo cierto es que la aparente prosperidad de Chile, muy ligada a las demandas del mercado asiático, se basa principalmente en la explotación de unas materias primas que no tienen recambio: la sobreexplotación de su enorme litoral pesquero, el cobre del norte, y la venta de madera proveniente de los grandes bosques del sur. En eso y, me temo, en un ominoso olvido.
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