"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

viernes, 30 de septiembre de 2011

ASPA en Bolivia (1): Sapanani.



A más de 4000 metros de altura, en medio de la puna, un viento helado que te azota el rostro, uno comprende muchas cosas. Lo primero que comprende es que la expresión “cosmovisión andina” implica ya un malentendido con respecto al sentir andino. El concepto de la contemplación del cosmos sólo tiene sentido para el pensamiento occidental, que plantea siempre una distancia entre el sujeto y el objeto, entre el hombre y la naturaleza. Todas las metáforas visuales habituales en nuestro idioma (“mi punto de vista” “tener perspectiva” “ver las cosas desde otro ángulo” y, por supuesto, “visión del mundo”, “cosmovisión”) evidencian la separación que el hombre y la mujer occidentales, desde hace siglos, probablemente desde Aristóteles, siente con respecto a su entorno. Para describir el pensamiento andino sería más apropiado hablar de “cosmoexperiencia” o, quizás, de “cosmovivencia”. No "ver" el cosmos. Sentirlo. Vivirlo. Ser el cosmos. El hombre y la mujer andinos sólo se entienden como relación. No tienen identidad individual. No se identifican como seres aislados, sino como nudo de relaciones. Relación familiar. Relación comunitaria. Relación telúrica. Relación ancestral. Relación cósmica. El hombre es un elemento más de la naturaleza, y la naturaleza no progresa. La naturaleza siempre se repite. Por eso para el hombre y la mujer andinos el transcurso del tiempo es cíclico. El tiempo es un eterno bucle según el cual el futuro está detrás nuestro (el futuro más remoto es lo que nos acaba de ocurrir) y el pasado, aquello que ya ocurrió, es un acontecimiento de inminente aparición. El hombre y la mujer andinos no avanzan. Esperan. Por eso los conceptos de “progreso” o “desarrollo” le son en absoluto extraños. Por eso “cualquier proyecto que busque el mejoramiento de las condiciones de vida para el pueblo quechua o aymara no puede significar ‘cambio’ o ‘ruptura’ con el orden cósmico, sino más bien ‘restablecimiento’ óptimo de este orden” (Estermann, Josef.  Filosofía andina. ISEAT, La Paz, Bolivia, 2009.)

foto: Maricarmen Espejo.
En Bolivia, con la revolución de 1952, el hombre y la mujer andinos vieron restablecidos un orden que hacía siglos que habían perdido: la reforma agraria eliminó los latifundios del altiplano y los valles (no así de las tierras bajas), y devolvió esas tierras a los indígenas. El campesinado se agrupó en “sindicatos agrarios”, que se estructuran piramidalmente en subcentrales, centrales y federaciones, reproduciendo la organización comunitaria ancestral. Desde entonces los dirigentes sindicales, que se rotan en el cargo, reparten las tierras de la comunidad entre sus afiliados, imparten justicia y ejecutan las decisiones que se toman en los “ampliados” (asambleas generales): es la práctica indígena del “mandar obedeciendo”.

Tal vez sus prácticas agrícolas tradicionales (el arado egipcio, el riego por inundación, la dependencia del período de lluvias, y la poca variedad de productos, que se compensa con la práctica de la reciprocidad o intercambio entre comunidades que vivan a distinta altura) hubieran sido suficientes para garantizar a las comunidades el bienestar, pero el cambio climático es implacable. Desde los años cincuenta hasta la actualidad, el régimen de lluvias ha cambiado drásticamente. El período pluvial se ha acortado, y las precipitaciones se han vuelto escasas y torrenciales. Para la gran mayoría de las comunidades, esto ha supuesto en las últimas décadas un gran carestía y desnutrición, y es quizás el motivo más importante del despoblamiento de los cerros y la masiva emigración a las ciudades. Sapanani, la comunidad quechua que visité en agosto con otros miembros y simpatizantes de ASPA, a treinta kilómetros al este de la ciudad de Cochabamba, no ha sido una excepción.


Sapanani no se limita a los cuatro mil metros de altura. Se divide en cinco subcentrales (Sapanani Alto, Sapanani Centro, Chaqui K'ocha, Llusta y Pajcha Huasa) que se extienden a distintas alturas a lo largo de casi 1000 metros. En lo más alto, las lagunas naturales que recogen el agua de lluvia proporcionaban, a través de canales naturales, el agua a toda la comunidad. Con el cambio climático, en los años ochenta ya el agua no llegaba para atender las necesidades del riego, y en verano las lagunas se secaban por completo. Sólo quedaba comer chuño.






El chuño es papa deshidratada. Las papas se extienden sobre la puna para que se congelen con las fuertes heladas nocturnas. Después se ponen un tiempo en remojo antes de ser pisadas para quitarles la piel, y someterlas seguidamente a una noche más de congelación. La papa así tratada, el chuño, puede conservarse durante varios años. Lo que no sabría decir es qué variedad de papa es la idónea para la elaboración del chuño, porque en los Andes, como es sabido, se cultivan más de cuatrocientos tipos de papa. Apenas cuatro o cinco se venden en los mercados urbanos. En la foto, por ejemplo, vemos muestras de las variedades “bolagoillo”, “pintaboca”, “huaicha” y “treshache”.



Por descontado, los comunarios no tienen por qué renunciar al chuño, que es un componente importante de su dieta. El problema era que durante muchos años, cuando el agua no llegaba para regar los cultivos de más abajo (a más de 4000 metros de altura sólo la papa, la cebada y la quinua es cultivable) chuño es prácticamente lo único que comían. Afortunadamente, ya no es así.

ASPA (Asociación Andaluza por la Solidaridad y la Paz) viene trabajando desde hace quince años en Sapanani. Durante este tiempo no ha llovido más, pero se ha logrado optimizar el aprovechamiento del agua. Se han instalado sifones que recogen el agua dispersa por las distintas lagunas de los cerros y la transportan, por la propia ley de los vasos comunicantes, a una laguna principal. Una tubería de PVC disimulada para evitar el impacto visual suministra agua sin pérdidas todo el año, por toda la ladera del cerro. Además se ha sustituido el tradicional riego por inundación por el riego por aspersión, que necesita tres veces menos agua para conseguir los mismos efectos. En los invernaderos instalados en la parte central y baja de Sapanani se cultiva ahora brócoli, repollo, coliflor, alfalfa, manzanilla, zanahoria, lechuga, remolacha, acelga y hasta fresa.




foto: Maricarmen Espejo.
En boca de Javier Bellot, el ingeniero agrícola responsable del proyecto, y una persona extraordinaria, los números se invisten de humanidad: “Antes, a través de los canales naturales, el agua descendía a 160 litros por segundo, y se perdía por el camino más del 50%. Tardaba cinco o seis horas en llegar. Ahora desciende a 20 litros por segundo, y llega sin pérdidas en quince minutos. Antes se regaban 69 hectáreas, ahora estamos regando 310 hectáreas. Antes se regaba una vez al mes sólo cinco meses al año; ahora se riega cada siete días, todo el año, por eso la productividad es mucho mayor. Antes se efectuaba una siembra al año, ahora se siembra tres veces al año”. 

Todo esto se ha hecho, como es de rigor, con la participación activa de la comunidad. Todos los proyectos fueron puestos a debate en talleres y aprobados en los "ampliados". Los comunarios participaron en las obras de canalización, y se les ha dotado, a un grupo de adultos y de escolares a partir de 1° de secundaria, de la capacitación suficiente para que puedan hacerse cargo del mantenimiento de las tuberías de PVC, así como del cálculo de caudales y otras actividades similares. Y por supuesto, de la capacidad de formar a formadores. El objetivo es evitar la dependencia.

Pero no basta con un cierto bienestar material. Desde un enfoque integral de la cooperación, se hace necesario también fortalecer los aspectos simbólicos. Para impedir la emigración, no basta con que las comunidades tengan qué comer, y de qué vivir. Es necesario también que recuperen la dignidad y el orgullo que tantos siglos de abandono han menoscabado. En este sentido (el actual gobierno boliviano también lo sabe) es fundamental la educación. La educación, bien entendida, no aculturiza sino, muy al contrario, fortalece la identidad y la conciencia de sí. Hoy en Sapanani hay varias escuelas de primaria y una de secundaria, además de una posta sanitaria y una cancha deportiva. Sus dirigentes presumen de tener más de seiscientos chicos y chicas escolarizados, y de contar hasta el momento con sesenta alumnos universitarios. En los últimos quince años han desaparecido de Sapanani la desnutrición y el analfabetismo y, en consecuencia, también ha desaparecido la emigración. 

foto: Maricarmen Espejo
Para el hombre y la mujer quechuas no existe el progreso, sólo la espera. Su futuro quedó atrás, y su pasado está delante. En boca de Javier Bellot, el ingeniero agrícola responsable del proyecto, los números se invisten de humanidad: “en 1970 el 20% de la producción se destinaba a la subsistencia, y los comunarios disponían del 80% restante para destinarlo al comercio. En los años 80, con el cambio de régimen pluvial, la producción bajó en un 85%, y a los comunarios apenas les quedaba el 15% para subsistir. Ahora hace tiempo que el 20% para la subsistencia está garantizado, y para el comercio ya disponen de un 40%”. Restablecimiento del orden. El pasado, en la comunidad quechua de Sapanani, está cada vez más cerca.


Fuentes consultadas:

-Pernía, Luis. "Bolivia en el corazón. Songoipi Bolivia suyu kasan" en De sur a sur. Revista andaluza de solidaridad, paz y cooperación. N° 38. Málaga, España. 2011.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Potosí



Ninguna montaña ha sido más importante para la Historia Contemporánea. El Cerro Rico de Potosí, que fue el más abundante filón de plata que pueda imaginarse, durante siglos repartió a partes iguales riqueza y dolor. Potosí (P’otoqsi, “explosión”, en quechua) nació en 1545 como un pequeño asentamiento minero a la sombra del cerro. En 1620 sus 160.000 habitantes superaban ya la población de Sevilla, Londres o París, y era con diferencia la ciudad más grande y más ostentosa de América.  En Potosí había tantas iglesias y monasterios como casas de juego, y hasta ciento veinte prostitutas célebres atendían a sus clientes en lujosos salones de citas. En los palacios de los españoles las bacinicas que se guardaban debajo de las camas eran de plata, en sus establos las herraduras de los caballos eran de plata y, cuando llegaba la fecha de la procesión, las calles que iban a ser recorridas por el Cristo de la Vera Cruz se asfaltaban con plata. Mientras tanto, los indígenas, que eran reclutados por el sistema de la mita (una especie de servicio cívico obligatorio habitual entre los incas, pero que los españoles intensificaron hasta límites inhumanos), trabajaban 16 horas al día durante diez meses al año en las entrañas del cerro. Ocho millones de muertos se calcula que costó la plata de Potosí.

En 1660 la cantidad de plata llegada desde América (el 77% de ella provenía de Potosí) triplicaba ya las reservas que hasta entonces había tenido toda Europa. Está demostrado que fue esa inmensa acumulación de capital, que terminó en manos de banqueros y comerciantes ingleses, flamencos y alemanes, lo que posibilitó el advenimiento en el Viejo Mundo de la Revolución Industrial. Gracias al Cerro Rico hoy Europa es lo que es, y en Potosí sólo quedan el frío, el viento y la sombra de los muros de arquitectura colonial. 



Aunque en muchísima menor proporción, el Cerro Rico ya había sido explotado por los incas; y antes de los incas, por los señoríos aymaras de la cultura Tiwuanaku. Mil setecientos años de explotación, y todavía queda algo que rascar. Plata casi no queda, pero hay estaño, hay plomo, y hay cinc. En 1985 COMIBOL, la empresa minera estatal, cerró sus puertas ante la falta de rentabilidad, pero los trabajadores se agruparon en cooperativas, y hasta el día de hoy siguen sacando, por su cuenta y riesgo, lo que pueden. Quince mil mineros, agrupados en treinta y cinco cooperativas, recorren más de ochocientas galerías todos los días, todas las noches, en el Cerro Rico. La mitad de Potosí sigue viviendo del trabajo en las minas. La otra mitad vive de enseñárselo a los turistas.





El día que visitamos las minas casi nadie trabajaba. Era uno de agosto, día del culto a la Pachamama, y la noche anterior todos los mineros habían realizado k’oas en las bocaminas: ofrendas a la Madre Tierra en las que se suele sacrificar una llama y regar la tierra con su sangre. La celebración se realiza alrededor de una mesa ofertoria en la que asimismo se quema un feto de llama desecado junto con muestras de hojas de coca, hierbas aromáticas y una amplia variedad de amuletos. Durante toda la noche se consume mucho alcohol. Alcohol. Alcohol potable de 96°, mezclado con agua.





En el caso de los mineros, la k’oa también va dirigida al Tío.   




El Tío (voz quechua-aymara proveniente del castellano “dios”) es Supay, el dios de las profundidades y del inframundo. Los indígenas andinos nunca le han tenido miedo a Supay, siempre han sabido que formaba parte de la complementariedad esencial del universo, y que les sería propicio si ellos practicaban con él, en forma de ofrenda, la reciprocidad. Pero con la llegada de los españoles la figura de Supay se mezcló con la del diablo cristiano, y ahora nada está claro. No se sabe si es bueno o es malo. No se sabe si hay que alabarlo o hay que calmar su furia. Se sabe que tiene cuernos como el diablo, barba como los españoles, y que si los mineros comparten con él su coca, su tabaco y su alcohol, el Tío fertilizará con su inmenso pene las vetas de mineral, y les protegerá de los accidentes.




En cierto modo es una suerte que hoy casi nadie trabaje. Así hay menos posibilidad de accidentes. En el Cerro Rico hay demasiadas galerías, no están demasiado bien conservadas, y las explosiones de dinamita demasiado a menudo provocan el derrumbamiento de otras galerías cercanas. La guía turística del monasterio de San Francisco, días después, me comentaría que ella también trabajó enseñando las minas, pero que un día, cuando llegó por la mañana con su grupo de turistas, se encontró con que la galería que acostumbraba recorrer se había derrumbado por completo. “Ese día”, me cuenta mientras contemplamos la ciudad desde el tejado de San Francisco, “decidí buscarme otro trabajo más seguro”. Si los mineros sobreviven a los derrumbes, a lo que seguro que no sobrevivirán es  a las enfermedades pulmonares. Un minero que haya trabajado ininterrumpidamente en la mina desde adolescente, difícilmente llegará a los cuarenta y cinco o cincuenta años de vida. Una máscara cuesta ochenta dólares, por lo que evidentemente nadie la usa. 


La visita a las minas del Cerro Rico de Potosí deja un regusto muy amargo. No sólo por contemplar la situación en que trabajan y viven los mineros, que en la mina soportan un infierno de más de 40° (en el exterior se llega fácilmente a los 10 grados bajo cero por las noches) y se alimentan durante su trabajo exclusivamente de coca y alcohol; sino, sobre todo, por la sensación de ser partícipe de lo que se ha venido a llamar la “espectacularización de la pobreza”. El guía que nos tocó (primero por la izquierda en la foto), exminero como la mayoría, era un hombre prepotente y brutal, que hacía constantemente comentarios de mal gusto, y que claramente estaba demasiado orgulloso de haber logrado salir de la mina, y disfrutar ahora de un cierto nivel de vida. Hablaba de los mineros con desprecio, y a los pocos que nos encontramos los trataba con bastante despotismo. La impresión es la de que ellos se sometían a ser exhibidos por ingenuidad, y porque probablemente muchos meses ganen más por las comisiones que les den las agencias de turismo que por lo poco que puedan escarbar en las agotadas vetas. Con sus modos autoritarios, apenas nos dejó conversar tranquilamente con los dos hombres que nos encontramos haciendo agujeros para colocar la dinamita. Sí pude enterarme de que uno se llama José, que tiene 35 años, viene del campo y lleva sólo una semana y media en la mina. Se ha dado con el martillo en un dedo y tiene una uña inflamada y completamente negra. Su compañero Eusebio, de su misma edad, lleva ya seis años aquí, y le sirve de mentor.

Al salir, nuestro guía nos cuenta que el Cerro Rico ya no puede más, que ya sólo es rico en agujeros, que se han producido muchos desprendimientos en la cumbre y que, si no se hace algo, el Cerro Rico se hundirá. La municipalidad, nos dice, ha solicitado ayuda al gobierno para poder conservarlo. Por motivos turísticos, más que nada. “¿Tú qué te crees, que los turistas vienen a verte a ti?, les digo yo a los mineros”, nos cuenta con el desagradable tono de superioridad que ha empleado toda la mañana, “Vienen a ver el cerro, vienen a verte trabajar en las minas”.

Claro que sí. Los turistas vienen, venimos, a ver cómo los pulmones de estos hombres se pudren en las minas, y a que tú nos los muestres como si fueran animales en un zoo. El Cerro Rico, que ha provocado más de ocho millones de muertos en los últimos quinientos años, que ha hecho que tanta gente se enriquezca con el sufrimiento ajeno, se hunde. Tal vez ya vaya siendo hora.




sábado, 24 de septiembre de 2011

Samaipata, o las dos Bolivias (el TIPNIS).


Samaipata, de nuevo al sur del departamento de Santa Cruz, en la Cordillera Oriental, debería incluirse también en la ruta del Che, ya que el seis de julio de 1967 un destacamento de la guerrilla (el Che no entró en la población) tomó durante varias horas esta localidad, reduciendo a los soldados que la custodiaban, y abasteciéndose de este modo de armas, municiones, medicinas y alimentos. Sin embargo, y al contrario que en La Higuera o Camiri, parece que muy pocos de los turistas que llegan aquí lo hacen siguiendo las huellas del Che. Esta agradable población de sólo 3.500 habitantes disfruta de un clima templado todo el año, gracias a los 1600 metros de altura que la separan de las tropicales tierras bajas. Además, cuenta con una gran cantidad de atractivos naturales en su entorno (varias cascadas, lagunas, agradables senderos, y la vecindad del conocido  Parque Nacional Amboró). Por  todo ello, y sin ser un lugar en absoluto masificado, Samaipata es uno de los destinos predilectos de los mochileros en la región, tiene una suficiente red hotelera y varios bares y restaurantes atractivos, y en sus calles se confunde la tranquila población autóctona con los excursionistas extranjeros, y con una pequeña colonia hippie que sobrevive vendiendo sus artesanías en la plaza y agarrando, antes de que el camarero las retire, las sobras en las terrazas de los restaurantes. 





A diez kilómetros de ascenso por un bonito sendero, se encuentra el Fuerte.



Esta inmensa roca de doscientos cincuenta metros de largo por sesenta de ancho, el mayor petroglifo del mundo, surcada de abundantes relieves con motivos geométricos o zoomorfos (serpientes, pumas y jaguares), sigue guardando grandes misterios para los arqueólogos. Las primeras tallas parecen datar del 300 A.C. y parece, también, que a lo largo de los siglos el sitio sirvió de centro ceremonial para distintas etnias de las que se asentaban en el Chaco o en los llanos amazónicos, como los mojocoyas, los chané o los guaraníes. Lo que es seguro es que, en el siglo XV, en su momento de mayor expansión, El Imperio Inca se hizo con el lugar. Es fácil advertir en los laterales de la roca las típicas hornacinas que los incas utilizaban para exponer sus momias durante los rituales de adoración al sol, y en las cercanías pueden apreciarse sin dificultad los restos del Acllahuasi (la casa de las Vírgenes del Sol), del destacamento militar, y algunas viviendas particulares.




Hasta aquí llegaron los incas. Éste es el límite del Antisuyo, el lado este del legendario Tahuantisuyo ("los cuatro lados"): el extraordinario imperio que, como las alas de un cóndor, se extendió por todos los puntos cardinales a partir de la ciudad de Cuzco, el ombligo del mundo. Los incas convirtieron la enigmática roca de Samaipata en fortaleza; un enclave militar para repeler las abundantes incursiones de los guaraníes, que habitaban las tierras bajas. La pequeña construcción que servía como torre de vigilancia marca la frontera.




Contemplando las estribaciones de la Cordillera Oriental, el llamado “codo de los Andes”, desde el antiguo enclave inca, pienso que esta frontera sigue, en Bolivia, tan viva como entonces. Los Andes y la selva. Las tierras altas y las tierras bajas. Durante la época colonial siguieron siendo dos mundos distantes.  El altiplano y los valles andinos se poblaron desde el siglo XVI por hacendados y funcionarios venidos del Virreinato del Perú, y la intensa explotación minera de Potosí mantuvo en contacto permanente a esta zona con Lima, a través de Cuzco y de La Paz. Hoy en día, en las tierras altas, se conserva una mayoritaria y rica presencia quechua y aymara, y un casi omnipresente mestizaje en las zonas urbanas. Las zonas del Chaco y la cuenca amazónica, por su parte, de mucha menor importancia económica en aquel entonces, fueron colonizadas desde Asunción, y administradas durante mucho tiempo desde esta ciudad. En Santa Cruz y Tarija se fundaron poblaciones casi exclusivamente blancas, mientras las distintas etnias pertenecientes a la familia guaraní se agrupaban en las misiones jesuíticas o franciscanas, o continuaban en la selva, lo que ha dado lugar a un mestizaje mucho menor. En la actualidad, aunque el folklore y la cultura más representativas de Bolivia pertenecen a las tierras altas, las bajas, el Chaco y el Amazonas (los departamentos de Tarija, Santa Cruz, Beni y Pando) abarcan más del 60 % del país. En estos días, la polémica sobre el TIPNIS está poniendo de nuevo de manifiesto esta separación.

El Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Secure (TIPNIS), ubicado en su mayor parte en el Departamento del Beni, es una zona selvática amazónica de alta biodiversidad, donde habitan en sintonía con la naturaleza varias comunidades moxeñas, yuracarés y chimanes. Hace muy pocos años el presidente Evo Morales promovió una nueva y brillante Constitución en la que se proclamaba a Bolivia “Estado Plurinacional” (se reconocían 36 nacionalidades y 26 grupos lingüísticos) y se garantizaban derechos para las minorías indígenas, sus formas ancestrales de vida y sus hábitats naturales. Poco ha faltado para que Morales desobedezca la Constitución que él mismo proyectó. Sin atender la obligación de consulta previa a los pueblos indígenas afectados, piensa construir una carretera que partirá el TIPNIS en dos, con la finalidad de unir el Departamento del Beni con el de Cochabamba, en los valles andinos. La oficialidad dice, cómo no, que esta carretera contribuirá enormemente al desarrollo de la zona (aunque se dice también que el principal beneficiario, y promotor del proyecto, sería Brasil, que busca una salida al Pacífico desde su Mato Grosso), pero bien podría este tramo de carretera haberse trazado rodeando el TIPNIS. Lo cierto es que parece que a quien más va a beneficiar la apertura del Parque es a los cocaleros del Chapare, en la frontera cochabambina del TIPNIS, que podrán así disponer de más territorios para sus plantaciones de coca. La mayoría de cocaleros son colonos quechuas y aymaras venidos de las tierras altas, y el propio Evo Morales, de origen aymara, sigue siendo, aún su condición de presidente de la nación, presidente de la Federación de Cocaleros. El Chapare, su lugar de origen, es su reducto político más fiel.

Si en toda Sudamérica es posible advertir una confrontación entre el desarrollismo de la izquierda blanca o mestiza y las luchas indígenas, alentadas por una visión mucho más ecologista y sostenible, en Bolivia el conflicto del TIPNIS más bien se inscribe, como digo, en una lógica de confrontación entre las tierras altas y las tierras bajas, que ha provocado una ruptura de la unidad indígena nacional. Mientras los indígenas de los llanos y del Amazonas se organizan en una marcha de protesta hacia la ciudad de La Paz, los sindicatos quechuas y aymaras, incondicionales de Evo Morales, apoyan sin ambages la construcción de la carretera, y organizan bloqueos para obstaculizar la marcha de los que hasta hace poco debían considerarse sus hermanos. Mientras el gobierno busca cada día una excusa para no dialogar, bloqueos y contrabloqueos azotan desde hace un mes las carreteras del oriente del país.

Por su parte, la mayoría blanca de Santa Cruz, que hasta hace poco se mostraba orgullosa de sus raíces españolas, se ha vuelto de la noche a la mañana indigenista. Reivindica su herencia guaraní, y se queja de que, de las 36 nacionalidades que contempla la Constitución, Morales sólo tiene en cuenta a dos: la quechua y la  aymara. El presidente, con sus últimas decisiones, ha logrado que los cruceños le puedan atacar con las mismas armas que él antes esgrimía. El motivo de esta conversión, como era de esperar, es económico. Santa Cruz, las tierras bajas, que durante tantos siglos han sido tierras olvidadas, son en la actualidad, gracias a la agricultura extensiva y, sobre todo, a los yacimientos de petróleo y gas, el motor económico de Bolivia, y los cruceños se amparan en su hecho diferencial para reclamar una mayor autonomía que les permita no tener que repartir beneficios con el depauperado altiplano. Lejos, muy lejos queda ya, la plata de Potosí.



P.D. Para firmar en defensa de la conservación del TIPNIS, pinchad aquí.

sábado, 17 de septiembre de 2011

Vivaldi en la selva




En su día (aquí) ya describí el extraordinario experimento económico-social y comunitario que la Compañía de Jesús había llevado a cabo en sus misiones americanas durante los siglos XVII y XVIII, y que tanta huella habían dejado en Argentina y, sobre todo, en Paraguay. En Bolivia, en la región llamada Chiquitanía, al norte del departamento de Santa Cruz, esta huella está más viva aún. Al contrario que las misiones cercanas a Iguazú, las de esta zona no quedaron desiertas tras la expulsión de los jesuitas, y hoy en día constituyen encantadores pueblos que conservan la organización original de la misión, con sus calles trazadas regularmente alrededor de unas hermosas iglesias que, tras la labor de restauración llevada a cabo en las últimas décadas del siglo XX por el suizo Hans Roth, lucen ahora en todo su esplendor. 







San José de Chiquitos, San Rafael de Velasco, Santa Ana, San Miguel, San Ignacio, Concepción, San Xavier. Para llegar a todas ellas hace falta pasar muchas horas tragando polvo en autobuses destartalados, a través del Chaco boliviano, pero probablemente eso mismo es lo que ha hecho que estas poblaciones conserven su tranquilo ritmo de vida y su orden económico en gran medida autárquico; su arquitectura tradicional y, en un alto porcentaje, su población originaria. 






Los llamados “indios chiquitos” constituyen una etnia que, como muchas otras, nació durante la colonia. Surgida de la fusión en las misiones de los distintos grupos seminómadas que habitaban esta zona del Chaco, su nombre no se debe a la escasa estatura de sus miembros que, por el contrario, es superior en general a la de los habitantes del altiplano, sino a la configuración de sus viviendas originarias, cuya puerta, para evitar el acceso de mosquitos y moscas, era tan baja que había que había que entrar en ellas a gatas. Paseando por las calles de los pueblos y aldeas de la Chiquitanía actual es fácil hacerse una idea de la vida que los indígenas, guiados por los jesuitas, llevaron en las misiones. Una vida ordenada y plácida, donde todos los trabajos comunitarios estaban reglados y donde todo el tiempo libre se dedicaba a la música, el canto, el baile y la representación teatral, con motivo, o con la excusa quizás, de las celebraciones religiosas:

“La Semana Santa era un verdadero festival de música, donde los músicos actuaban por varios días sin cesar, intercalando sus actuaciones con las de toda la comunidad (...) La mayor parte del repertorio en lengua vernácula fue destinada para ser cantada por toda la comunidad y no tan solo por un selecto grupo de músicos. (...)
Vísperas y misas solemnes, sermón, ópera, procesión a cuatro altares elevados en cada esquina de la plaza, donde los músicos y bailarines presentaban sus danzas, eran los montos principales de la fiesta. Los preparativos para la fiesta del Corpus incluían el recorrido de los indios a los campos y al monte para cazar animales silvestres, pájaros de varios colores, loros y aves; y con estos elementos de su alrededor selvático, decoraban la iglesia y la plaza.
Los arcos construidos a ambos lados de la calle, eran adornados con loros y pájaros de varios colores y otros varios pájaros y aves que añaden a trechos monos y venados y otros animales bien amarrados. Los cuatro altares se adornaban con los frontales y alhajas de la iglesia.
Concluida la misa solemne, salía una vistosa procesión, acompañada del sonoro y devoto estruendo de cuantos instrumentos hay en el pueblo –europeos y autóctonos- a los cuatro altares. En cada estación, mientras el sacerdote incensaba el Santísimo Sacramento, el coro entonaba un motete. Luego venían las danzas”
(Nawrot, Piotr. “La música barroca: gloria de Chiquitos”, en Baptista Gumucio, Mariano. Las misiones jesuíticas de Moxos y Chiquitos. LewyLibros, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, 2011.)

Los jesuitas, en su labor de evangelización, se abstuvieron de explicaciones teológicas, y cautivaron a los indígenas por el arte y sobre todo, por la música. Por eso no es extraño que el catolicismo haya adoptado en estas tierras formas sincréticas (“el catolicismo acá es una gran colcha que todo lo tapa, pero debajo de la colcha hay muchas cosas”, recuerdo que nos decía con cierto tono despectivo la monja austríaca que nos acogió en Urubichá). Por eso tampoco es extraño que a través de las ventanas de las casas de los pueblos chiquitanos se deslice hacia la calle música sacra, en lugar de cumbia o reggaeton. En todos estos pueblos sigue funcionando una escuela de música cuyos profesores, siguiendo la tradición jesuítica, son los antiguos alumnos más aventajados, y en las aceras y las plazas de San José de Chiquitos, por ejemplo, es más fácil encontrar niños leyendo música que leyendo una revista o un libro.


Las más de cinco mil partituras originales que Hans Roth, durante su labor de restauración, encontró en las iglesias de estos pueblos, y que hoy se guardan en el Archivo Musical de Chiquitos, no ha hecho sino dar más impulso a una tradición que seguía estando viva. Desde 1996 el Festival Internacional de Música Renacentista y Barroca Americana “Misiones de Chiquitos”, que se celebra cada dos años, pone en valor este patrimonio; pero también, cada año, el más modesto Festival de Temporada de Música Misional da la oportunidad a los jóvenes indígenas de todo el departamento de Santa Cruz de mostrar su virtuosismo, pero sobre todo su amor, por la música barroca mestiza y europea (la joven guaraní de la foto de cabecera, por ejemplo, con sólo dos años de estudios de violín en la Escuela de Música de Palmarito, nos supo deleitar con un solo del  Violin Concerto in A, RV341, de Antonio Vivaldi).





Este año el Festival de Temporada ha contado con un invitado especial: el Coro de Cámara de Sevilla, cuyo director actual, el argentino Santiago Lusardi, vivió y trabajó dos años en San José de Chiquitos. Con el coro vino mi amiga Elena Guerra, profesora del conservatorio, y gracias a ella pude conocer estos bonitos lugares, y aprender y disfrutar mucho de la música barroca mestiza y colonial. Después de todo lo que acabo de explicar hay que decir que fue entrañable, pero no sorprendente, comprobar que una buena parte del respetuoso público que asistió al festival, era infantil.






Urubichá




Bastante más al oeste, cerca ya de la pura cuenca amazónica, pero formando aún parte de la Gran Chiquitanía, está Urubichá. Excepcionalmente, esta idílica población no es una antigua misión jesuítica, sino franciscana, pero comparte en todo las características de las fundaciones de la Compañía (los franciscanos son los únicos que, tras la expulsión de los jesuitas, supieron proseguir en parte su legado). La iglesia, y el convento anexo donde nos alojamos, de construcción moderna, se inspira claramente en las construcciones jesuíticas. 



Los habitantes de Urubichá pertenecen a la etnia guaraya, conservan su lengua perfectamente viva, aunque casi ninguno tiene problemas con el castellano, y son dueños de un carácter hospitalario y afable, y de una permanente sonrisa. Lo cierto es que en esta remota aldea rodeada de selva tropical, que hasta hace pocos años no tenía luz eléctrica, y pese a los mosquitos y al dengue que al parecer proliferan en la temporada de lluvias, resulta difícil no imaginar una vida feliz. Hasta este lugar encantador vino mi amiga Elena con tres de sus compañeras a dar un pequeño taller intensivo a alumnos y profesores (a su vez, como dije, antiguos alumnos) de su Escuela de Música. Y yo tuve la suerte de venir con ellas.






El sistema de enseñanza en estas escuelas es el mismo sistema de las Orquestas Populares de Venezuela, según el cual el alumno trabaja en grupo con el instrumento desde el primer día, y aprende  a leer solfeo a la vez que aprende a tocar. De este modo, me explica mi amiga Elena, se ejercita el oído y la capacidad de improvisación, y no se depende tanto de la partitura. “El sistema tradicional de los conservatorios” me dice Elena, “es como el de una academia de idiomas que enseñara a leer pero no a hablar. Nuestros alumnos son como un alumno de inglés que supiera declamar perfectamente a Shakespeare, pero luego no fuera capaz de pedir un café en un bar”. “Nuestros alumnos” me confirma, aún más gráficamente, su compañera Noelia, “nosotros mismos, somos como los polvorones. Si nos quitan los papeles nos desmoronamos”. Ambas se muestran sorprendidas de la retentiva y la capacidad de progreso que muestran los chiquillos y los profesores de Urubichá.



Como ya expliqué en su momento, el sueño utópico de los jesuitas se vino abajo en 1767, cuando Carlos III decretó su expulsión. Los sacerdotes de otras hermandades que los sustituyeron en las misiones no supieron o no quisieron, en su inmensa mayoría, estar a la altura y, amparados por los gobernadores, cometieron durante décadas todo tipo de abusos. Una excepción fue el malagueño Lázaro de Rivera, gobernador de Moxos por un tiempo, que, en 1787, escribía a la Real Audiencia de Charcas:

“El rigor con que son tratados por sus curas estos indefensos indios es tan terrible que ninguna exageración basta al referirlo (…) Unos curas, cuyos amancebamientos, robos, contrabandos, crueldades y desafueros no conocen límites (…) Considere su piedad unos pueblos desmantelados, unos templos saqueados, unos indios oprimidos por la crueldad que espanta y atropellados hasta el extremo de no poder contar con la seguridad de sus mujeres, de sus hijos, víctimas infelices de las liviandades e impudicias de estos párrocos (…) Los curas aun sin el auxilio de las nuevas armas que les han dado ahora sus prelados, lo han arruinado todo, atreviéndose a cometer los mayores delitos e iniquidades” (apud Baptista Gumucio, Mariano. Op. cit.)

Rivera, como era previsible, pronto fue destituido, enjuiciado por una falsa acusación de desfalco. Los indígenas moxos, guarayos y chiquitos, al contrario que los guaraníes, que despoblaron las misiones para huir a las ciudades, aguantaron.



Hace poco, por un motivo que no viene al caso, me vino a la memoria la película de Ken Loach Pan y rosas, sobre las huelgas de los trabajadores latinoamericanos en California. Recuerdo que, en sus manifestaciones, los trabajadores gritaban: “Queremos pan, pero queremos rosas también”. Queremos una vida digna, pero también queremos una vida con belleza. A los habitantes de la Chiquitanía hace algún tiempo que parece que les está llegando, de nuevo, el pan. Las rosas, las que plantaron los jesuitas, han sabido conservarlas.