"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

viernes, 30 de septiembre de 2011

ASPA en Bolivia (1): Sapanani.



A más de 4000 metros de altura, en medio de la puna, un viento helado que te azota el rostro, uno comprende muchas cosas. Lo primero que comprende es que la expresión “cosmovisión andina” implica ya un malentendido con respecto al sentir andino. El concepto de la contemplación del cosmos sólo tiene sentido para el pensamiento occidental, que plantea siempre una distancia entre el sujeto y el objeto, entre el hombre y la naturaleza. Todas las metáforas visuales habituales en nuestro idioma (“mi punto de vista” “tener perspectiva” “ver las cosas desde otro ángulo” y, por supuesto, “visión del mundo”, “cosmovisión”) evidencian la separación que el hombre y la mujer occidentales, desde hace siglos, probablemente desde Aristóteles, siente con respecto a su entorno. Para describir el pensamiento andino sería más apropiado hablar de “cosmoexperiencia” o, quizás, de “cosmovivencia”. No "ver" el cosmos. Sentirlo. Vivirlo. Ser el cosmos. El hombre y la mujer andinos sólo se entienden como relación. No tienen identidad individual. No se identifican como seres aislados, sino como nudo de relaciones. Relación familiar. Relación comunitaria. Relación telúrica. Relación ancestral. Relación cósmica. El hombre es un elemento más de la naturaleza, y la naturaleza no progresa. La naturaleza siempre se repite. Por eso para el hombre y la mujer andinos el transcurso del tiempo es cíclico. El tiempo es un eterno bucle según el cual el futuro está detrás nuestro (el futuro más remoto es lo que nos acaba de ocurrir) y el pasado, aquello que ya ocurrió, es un acontecimiento de inminente aparición. El hombre y la mujer andinos no avanzan. Esperan. Por eso los conceptos de “progreso” o “desarrollo” le son en absoluto extraños. Por eso “cualquier proyecto que busque el mejoramiento de las condiciones de vida para el pueblo quechua o aymara no puede significar ‘cambio’ o ‘ruptura’ con el orden cósmico, sino más bien ‘restablecimiento’ óptimo de este orden” (Estermann, Josef.  Filosofía andina. ISEAT, La Paz, Bolivia, 2009.)

foto: Maricarmen Espejo.
En Bolivia, con la revolución de 1952, el hombre y la mujer andinos vieron restablecidos un orden que hacía siglos que habían perdido: la reforma agraria eliminó los latifundios del altiplano y los valles (no así de las tierras bajas), y devolvió esas tierras a los indígenas. El campesinado se agrupó en “sindicatos agrarios”, que se estructuran piramidalmente en subcentrales, centrales y federaciones, reproduciendo la organización comunitaria ancestral. Desde entonces los dirigentes sindicales, que se rotan en el cargo, reparten las tierras de la comunidad entre sus afiliados, imparten justicia y ejecutan las decisiones que se toman en los “ampliados” (asambleas generales): es la práctica indígena del “mandar obedeciendo”.

Tal vez sus prácticas agrícolas tradicionales (el arado egipcio, el riego por inundación, la dependencia del período de lluvias, y la poca variedad de productos, que se compensa con la práctica de la reciprocidad o intercambio entre comunidades que vivan a distinta altura) hubieran sido suficientes para garantizar a las comunidades el bienestar, pero el cambio climático es implacable. Desde los años cincuenta hasta la actualidad, el régimen de lluvias ha cambiado drásticamente. El período pluvial se ha acortado, y las precipitaciones se han vuelto escasas y torrenciales. Para la gran mayoría de las comunidades, esto ha supuesto en las últimas décadas un gran carestía y desnutrición, y es quizás el motivo más importante del despoblamiento de los cerros y la masiva emigración a las ciudades. Sapanani, la comunidad quechua que visité en agosto con otros miembros y simpatizantes de ASPA, a treinta kilómetros al este de la ciudad de Cochabamba, no ha sido una excepción.


Sapanani no se limita a los cuatro mil metros de altura. Se divide en cinco subcentrales (Sapanani Alto, Sapanani Centro, Chaqui K'ocha, Llusta y Pajcha Huasa) que se extienden a distintas alturas a lo largo de casi 1000 metros. En lo más alto, las lagunas naturales que recogen el agua de lluvia proporcionaban, a través de canales naturales, el agua a toda la comunidad. Con el cambio climático, en los años ochenta ya el agua no llegaba para atender las necesidades del riego, y en verano las lagunas se secaban por completo. Sólo quedaba comer chuño.






El chuño es papa deshidratada. Las papas se extienden sobre la puna para que se congelen con las fuertes heladas nocturnas. Después se ponen un tiempo en remojo antes de ser pisadas para quitarles la piel, y someterlas seguidamente a una noche más de congelación. La papa así tratada, el chuño, puede conservarse durante varios años. Lo que no sabría decir es qué variedad de papa es la idónea para la elaboración del chuño, porque en los Andes, como es sabido, se cultivan más de cuatrocientos tipos de papa. Apenas cuatro o cinco se venden en los mercados urbanos. En la foto, por ejemplo, vemos muestras de las variedades “bolagoillo”, “pintaboca”, “huaicha” y “treshache”.



Por descontado, los comunarios no tienen por qué renunciar al chuño, que es un componente importante de su dieta. El problema era que durante muchos años, cuando el agua no llegaba para regar los cultivos de más abajo (a más de 4000 metros de altura sólo la papa, la cebada y la quinua es cultivable) chuño es prácticamente lo único que comían. Afortunadamente, ya no es así.

ASPA (Asociación Andaluza por la Solidaridad y la Paz) viene trabajando desde hace quince años en Sapanani. Durante este tiempo no ha llovido más, pero se ha logrado optimizar el aprovechamiento del agua. Se han instalado sifones que recogen el agua dispersa por las distintas lagunas de los cerros y la transportan, por la propia ley de los vasos comunicantes, a una laguna principal. Una tubería de PVC disimulada para evitar el impacto visual suministra agua sin pérdidas todo el año, por toda la ladera del cerro. Además se ha sustituido el tradicional riego por inundación por el riego por aspersión, que necesita tres veces menos agua para conseguir los mismos efectos. En los invernaderos instalados en la parte central y baja de Sapanani se cultiva ahora brócoli, repollo, coliflor, alfalfa, manzanilla, zanahoria, lechuga, remolacha, acelga y hasta fresa.




foto: Maricarmen Espejo.
En boca de Javier Bellot, el ingeniero agrícola responsable del proyecto, y una persona extraordinaria, los números se invisten de humanidad: “Antes, a través de los canales naturales, el agua descendía a 160 litros por segundo, y se perdía por el camino más del 50%. Tardaba cinco o seis horas en llegar. Ahora desciende a 20 litros por segundo, y llega sin pérdidas en quince minutos. Antes se regaban 69 hectáreas, ahora estamos regando 310 hectáreas. Antes se regaba una vez al mes sólo cinco meses al año; ahora se riega cada siete días, todo el año, por eso la productividad es mucho mayor. Antes se efectuaba una siembra al año, ahora se siembra tres veces al año”. 

Todo esto se ha hecho, como es de rigor, con la participación activa de la comunidad. Todos los proyectos fueron puestos a debate en talleres y aprobados en los "ampliados". Los comunarios participaron en las obras de canalización, y se les ha dotado, a un grupo de adultos y de escolares a partir de 1° de secundaria, de la capacitación suficiente para que puedan hacerse cargo del mantenimiento de las tuberías de PVC, así como del cálculo de caudales y otras actividades similares. Y por supuesto, de la capacidad de formar a formadores. El objetivo es evitar la dependencia.

Pero no basta con un cierto bienestar material. Desde un enfoque integral de la cooperación, se hace necesario también fortalecer los aspectos simbólicos. Para impedir la emigración, no basta con que las comunidades tengan qué comer, y de qué vivir. Es necesario también que recuperen la dignidad y el orgullo que tantos siglos de abandono han menoscabado. En este sentido (el actual gobierno boliviano también lo sabe) es fundamental la educación. La educación, bien entendida, no aculturiza sino, muy al contrario, fortalece la identidad y la conciencia de sí. Hoy en Sapanani hay varias escuelas de primaria y una de secundaria, además de una posta sanitaria y una cancha deportiva. Sus dirigentes presumen de tener más de seiscientos chicos y chicas escolarizados, y de contar hasta el momento con sesenta alumnos universitarios. En los últimos quince años han desaparecido de Sapanani la desnutrición y el analfabetismo y, en consecuencia, también ha desaparecido la emigración. 

foto: Maricarmen Espejo
Para el hombre y la mujer quechuas no existe el progreso, sólo la espera. Su futuro quedó atrás, y su pasado está delante. En boca de Javier Bellot, el ingeniero agrícola responsable del proyecto, los números se invisten de humanidad: “en 1970 el 20% de la producción se destinaba a la subsistencia, y los comunarios disponían del 80% restante para destinarlo al comercio. En los años 80, con el cambio de régimen pluvial, la producción bajó en un 85%, y a los comunarios apenas les quedaba el 15% para subsistir. Ahora hace tiempo que el 20% para la subsistencia está garantizado, y para el comercio ya disponen de un 40%”. Restablecimiento del orden. El pasado, en la comunidad quechua de Sapanani, está cada vez más cerca.


Fuentes consultadas:

-Pernía, Luis. "Bolivia en el corazón. Songoipi Bolivia suyu kasan" en De sur a sur. Revista andaluza de solidaridad, paz y cooperación. N° 38. Málaga, España. 2011.

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