"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Río Napo

FOTOS: RENÉ ROESLER

Por la mañana, pasamos a vista y junto a un pueblo muy grande y muy vicioso, y tenía muchos barrios, y en cada barrio desembarcaderos al río, y en cada desembarcadero había muy gran copia de indios, y este pueblo duraba más de dos leguas y media.



Fuimos caminando siempre por muy gran poblado, que hubo día que pasamos más de veinte pueblos, y esto por la banda donde nosotros íbamos.


...y convenía conservar la vida de todos, porque no distaban un pueblo de otro distancia de media legua, y menos en toda aquella banda del río de la mano diestra, que es de la banda del sur; y más digo que la tierra adentro, a dos leguas, y a más, y a menos, parecían muy grandes ciudades que estaban blanqueando.


...que son tantos y tan sin número los indios, que si desde el aire dejaran caer una aguja, ha de dar en cabeza de indio y no en el suelo.




"Relación que escribió Fray Gaspar de Carvajal, fraile de la orden de Santo Domingo de Guzmán, del nuevo descubrimiento del famoso río grande que descubrió por muy gran ventura el capitán Francisco de Orellana desde su nacimiento hasta salir a la mar, con cincuenta y siete hombres que trajo consigo y se echó a su ventura por el dicho río, y por el nombre del capitán que le descubrió se llamo el río de Orellana", "Relación del descubrimiento del río de las Amazonas, hoy San Francisco de Quito, y declaración del mapa donde está pintado (atribuida al jesuita Alonso de Rojas)" en Diaz Maderuelo, Rafael (ed.) La aventura del Amazonas. Madrid, Dastin, 2002.

domingo, 5 de diciembre de 2010

LA RUTA DE ORELLANA

Coca, situada en la confluencia del río del mismo nombre con el río Napo, es una de tantas localidades que se ha desarrollado en la cuenca amazónica los últimos años al engañoso calor de la industria petrolera. Con un urbanismo precipitado que ha olvidado la necesidad de parques y plazas públicas, Coca es una ciudad, como tantas, de desarraigados. “Aquí nadie es de aquí”, me comenta la peluquera colombiana que me ha cortado el cabello, “Todo el mundo viene a trabajar en las petroleras, pero poca gente se asienta”

Aunque nadie la llama así, desde hace poco el nombre oficial de Coca es “Francisco de Orellana”, en homenaje al personaje histórico que los ecuatorianos han adoptado como propio. Justamente aquí, en 1541, cuando esto era pura selva, Gonzalo Pizarro, al frente de una delirante expedición en busca del País de la Canela, decidió construir un barco y hacerlo descender por el río Napo a las órdenes de Francisco de Orellana, en busca de provisiones para sus escuálidos hombres. Orellana nunca regresó. Gonzalo Pizarro murió pensando que era un traidor, y deseando verlo en Perú para ajusticiarlo. Orellana se justificaba en España diciendo que había llegado a un inmenso río cuya fuerte corriente le impidió volver. Orellana y sus hombres fueron los primeros europeos, quizás las primeras personas, que descendieron el Amazonas en su totalidad, hasta desembocar en el Atlántico. Por aquel entonces el río de las Amazonas no se llamaba río de las Amazonas, ni los indígenas de pelo largo que arrojaban flechas desde la orilla, y que dejaron tuerto a Fray Gaspar de Carvajal, supieron nunca que, confundidos con mujeres guerreras, iban a provocar que unos extraños bautizaran su río para siempre.

Mañana embarco en una lancha para descender el río Napo. Hay que hacer varias escalas y parte del trayecto se hace en barcos de carga, pero es posible llegar a Iquitos, la ciudad peruana a la orilla del Amazonas donde ya estuve en 2007, y a la que me apetece mucho volver. Cuando llegue a Iquitos, pediré una cerveza en algún bar del malecón y, frente al señor de los ríos, leeré las últimas páginas de la crónica de Fray Gaspar de Carvajal sobre la ruta de Orellana, que mi trabajo me ha costado encontrar en las librerías de Quito. Excéntrico placer, dirán algunos. Yo sé que varios de los que me leéis lo compartís.

SIN IMÁGENES

Los dos últimos artículos los he redactado, como éste mismo, en un ciber, y he usado las fotos que ya tenía colgadas en la galería web. Tenía muchas más por colgar, de los alumnos de Sarayaku en las aulas, haciendo deporte o trabajando en las chacras, pero en un arrebato mandé los pen-drivers en un paquete postal para España, junto con algunos libros y la mochila de fotógrafo. Vacía. Me han vuelto a robar el equipo.

En estos cuatro meses, aparte de mi caso, ya he sido testigo de otros dos robos de portátiles a turistas en los autobuses, y tenía claro que yo no me iba a volver a descuidar. Pero esta vez ha sido más preocupante. Me alojaba en un hotel de la Avenida Amazonas de Quito, que es una zona muy céntrica, concurrida y turística, aunque también se ven algunos grupos de cubanos y colombianos desocupados por las esquinas, y por la noche hay que llevar un poco de cuidado. Llevaba varios días trabajando con el portátil en el vestíbulo del hotel y en la cafetería de enfrente para usar el wifi, con todas las precauciones necesarias. Tanto en el hotel como en la cafetería siempre había otras personas con portátil, pero eran ecuatorianos, y está claro que ser extranjero te hace mucho más vulnerable. No imaginaba hasta qué punto. Al parecer me han estado vigilando y, en mi ausencia, han forzado la puerta de mi habitación y se han llevado el portátil y la cámara. Los propietarios del hotel han quedado consternados y no me han cobrado la habitación, aunque me han dejado claro que esas cosas pasan de vez en cuando en todos los hoteles. Al igual que la otra vez, detecto en los ecuatorianos un fatalismo y una especie de condescendencia hacia lo que le pueda pasar a los turistas que es realmente desalentador.

Lo irónico del caso es que hacía poco tiempo que me había planteado seriamente vender al menos el portátil, o venderlo todo y comprarme una cámara más pequeña, porque era molesto y arriesgado cargar con todo el equipo. Pero la posibilidad de editar las fotos era tan golosa que decidí esperar un poco más. Después de lo ocurrido, pasé la noche inmerso en una tremenda desazón. La sensación de inseguridad de saberme vigilado casi me paralizaba. Estaba claro que me había metido en una empresa demasiado ambiciosa para un viaje tan largo y de tan bajo presupuesto. James Natchway o Sebastiao Salgado no se alojan en hoteles de 10 dólares ni toman autobuses y lanchas públicas. Dejaría el blog.

Al día siguiente salí a la calle atento a todo lo que me rodeaba. Tras dar varias vueltas y cambios de dirección, fui al cajero automático y mandé el paquete postal. Luego recogí mis cosas y tomé un autobús para Coca, que era mi próximo destino. Durante todo el viaje estuve como sonámbulo, realizando un fuerte trabajo mental, porque poco menos que tenía ganas de volverme para España.

Pero el análisis y el control de mis emociones forma parte, lo sabía, de la experiencia que me he planteado con este viaje. Cuando llegué a Coca, a las seis de la mañana, sabía ya dos cosas: que viajando con sólo una mochila con ropa y tres o cuatro libros mi sensación de libertad iba a ser mucho mayor, y que seguiría con el blog. Sin imágenes. Intentaré imprimir color a mis palabras.

RETRATOS


Ahora que me dispongo a abandonar Ecuador, voy a colgar aquí algunos retratos un poco más planificados que no había tenido oportunidad de colgar en sus entradas correspondientes. La mayoría son niños (y sobre todo niñas, que son unas modelos vocacionales y entusiastas) con los que he estado trabajando, o que me pedían por la calle que les hiciera fotos. Revisándolas he recordado lo que decía una de mis fotógrafos favoritos, Helen Levitt, que se hizo famosa por sus retratos de niños posando o jugando en las calles de Nueva York. Al final de su vida, Helen decía que le molestaba que todo el muindo pensase que le encantaban los niños, cuando en realidad los aborrecía. "Lo que pasa", contaba al periodista, "Es que cuando yo salía con mi cámara, en los años 40 y 50, por Brooklyn, Harlem o el Bronx, lo único que había en la calle eran niños". Algo parecido sucede en Latinoamérica, donde los niños siguen tomando feliz y libremente los espacios públicos, al menos en las pequeñas localidades y las comunidades (los niños que están por la calle en las grandes ciudades no son tan felices). Pero, bueno, a mí sí me gustan.

LAS SALINAS






OLMEDO












EL MIRADOR 
















SARAYAKU 











sábado, 4 de diciembre de 2010

SARAYAKU. EL COLEGIO


El Colegio Técnico Agropecuario "Sarayaku" consta de unos 120 alumnos, repartidos entre seis cursos de secundaria. Provienen de las seis escuelas que se reparten entre los distintos núcleos de la comunidad de Sarayaku (algunos tardan casi una hora en llegar desde sus casas, y están exentos de venir cuando llueve duro) y también hay cinco o seis alumnos internos de etnia achuar, cuya comunidad se encuentra a ocho horas a pie de Sarayaku. Las clases duran cuarenta y cinco minutos, y los alumnos pasan gran parte de la mañana trabajando en las chacras en las que practican técnicas agropecuarias. También se le concede mucha importancia al deporte: media mañana a la semana se dedica al torneo de fútbol. Algunas tardes los alumnos de último curso dedican su tiempo a alfabetizar a adultos iletrados (es un reciente requisito del gobierno para poder obtener el título de Bachiller), de los que sigue habiendo en la comunidad.



El colegio es oficialmente bilingüe, lo que implica que se impartan las materias de "Lengua kichwa" y "Cultura indígena" y que el 80% del profesorado sea indígena de Sarayaku. Esto, en cierto modo, es una desventaja, me comenta Berta, la profesora de Lenguaje y comunicación. Como los alumnos saben que ella es kichwa, y hablan kichwa con ella cotidianamente fuera de la escuela, se resisten a hablar castellano en clase, por más que ella les insista. Ahí estaba mi reto. La mayoría de los alumnos hablan castellano mejor de lo que ellos creen, pero la falta de costumbre hace que se bloqueen psicológicamente. Les da vergüenza hablar en español. Así, los primeros días tenía que contemplar sin desesperarme que cualquier alumno se ruborizara y lo pensara cinco veces antes de responderme "sí" o "no" a la pregunta que yo le había hecho. En cuanto a la escritura, presentaban las mismas dificultades (confusión en el uso de preposiciones, conjugación de verbos, derivaciones, uso de los artículos...) que cualquier estudiante de español como lengua extranjera. Lo aconsejable, le dije a Berta, era dejar un poco de lado los conocimientos gramaticales y enfocar las clases como lo que eran: la enseñanza de una lengua extranjera que, de momento, los alumnos dominan a nivel medio. Había que realizar fundamentalmente actividades de comunicación, que les pudieran resultar motivadoras y creativas.




Así, comenzamos leyendo (o contándoles yo) cuentos que después tenían que resumir oralmente y por escrito, para enseguida pasar a a la escritura creativa, gracias a textos mutilados y otros pies forzados de los que ya hace años aprendí en la Gramática de la fantasía de Gianni Rodari, y que ya nunca me abandonan. Como era de esperar, estas actividades tuvieron éxito entre los más pequeños, que siempre se entregan con entusiasmo al llamado de la fantasía. Con los más mayores, que se aburrieron pronto de los cuentos, planteé otra actividad que les obligase a expresarse en español. Tenían que hacer una entrevista por escrito a la persona que ellos eligieran. Por grupos eligieron a la persona a entrevistar (otros alumnos y algunos profesores, incluido yo mismo), decidieron, redactaron y corrigieron las preguntas, las pusieron en común oralmente (¡los escuché hablar de seguido en castellano!) y tras haber realizado y corregido la entrevista, la leyeron en público. Esta actividad fue un éxito, y Berta estuvo de acuerdo en que era el camino a seguir (elaboración de un periódico, noticias, reportajes, trabajos monográficos... cualquier cosa que para ellos tenga un sentido y les obligue a escribir y expresarse en español).
En un mes no dio tiempo a mucho más, pero espero que a Berta y a los alumnos les haya servido de algo. A mí, desde luego, me ha parecido una experiencia muy interesante, y me ha hecho recordar con nostalgia las satisfacciones que puede dar la hermosa profesión de educador. Mi profesión, a la que sin duda volveré.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

SARAYAKU. MI VIDA COTIDIANA



 Éste es el paisaje sobre el que durante un mes he contemplado, día tras día, anochecer. La casa de la izquierda es la del conserje del colegio “Sarayaku”. En los barracones de la derecha habitan los alumnos internos, de etnia Achuar, y el edificio del fondo es la secretaría y la biblioteca. 

Las aulas se encuentran unos doscientos metros más  al fondo, tras atravesar las chacras en las que trabajan los alumnos de Técnicas Agropecuarias. 






Yo estoy en la casa de los profesores, donde convivo con estos cuatro panas: Paúl y Fabián, profesores de Matemáticas; Jaime, profesor de Ciencias Sociales; y Luis, profesor de Técnicas Agropecuarias, y una persona encantadora. Todos los demás profesores salvo el director, que también duerme aquí cuando viene, son indígenas de Sarayaku.



Todos los días me levanto a las seis de la mañana sin necesidad de despertador. Los gallos llevan ya un buen rato cantando, es completamente de día y la temperatura ambiente será de unos 20 o 25 grados. Hiervo agua, me tomo un café soluble, y voy a lavarme al arroyo. Después me visto y  a las siete y media estoy con Berta, la profesora titular de la materia, dando clase de Lengua Castellana y Literatura. A media mañana me acerco a la casa de Berta (en la foto), al otro lado de la pista, a comprar un par de panecillos de los que su familia cuece en su horno de leña, y me los como en la casa con un poco de la mermelada que elaboran los de Agropecuaria, un trozo de papaya, y otro café soluble.  A la una y cuarto terminan las clases, volvemos a casa y preparamos la comida (arroz o pasta, patacones y alguna lata que nos quede).
Paso las horas de calor tumbado en la hamaca, imbuido en la lectura de Tristes trópicos. Sobre las cuatro vuelvo al arroyo a lavar ropa o fregar los cacharros, y cerca de las seis me siento donde estoy ahora a contemplar anochecer. Después de cenar  (arroz o pasta, patacones y alguna lata que nos quede) llega el gran acontecimiento del día: la partida de cartas, que se prolonga durante unas dos horas. Parece mentira la ilusión que puede llegar a hacer el ganar un par de dólares a las cartas, y cómo los avatares del juego pueden ocupar las conversaciones durante todo el día. Bajo una luz, producto de las placas solares, que apenas permite ver bien los naipes, rodeado de todo tipo de insectos voladores o terrestres, escuchando los ruidos animales de la selva que nos rodea, o el furor de la tormenta, me siento mientras juego como un pionero de película del Oeste.
Sobre las diez, ya con mis compañeros acostados, suelo salir de nuevo al porche, a contemplar las estrellas y el alucinante espectáculo de las luciérnagas, o a empequeñecerme ante la tormenta, que a menudo cae por la noche. Por un momento parece como si en el cielo hubieran encendido un gigantesco tubo fluorescente y, de inmediato, una terrible bomba cae sobre la tierra, un tremendo estruendo que a veces hace temblar la propia casa. Da un poco de miedo.


Esta rutina diaria solo se ve rota por algún esporádico partido de fútbol y, sobre todo, por la llegada de los aviones. El colegio está al lado de la pista y, en cuanto se escucha a lo lejos el sonido de un motor, los cinco habitantes de la casa de los profesores dejamos lo que estamos haciendo, nos ponemos las camisetas para estar presentables, y salimos a la tórrida luz de la pista para esperar la avioneta. Allí acuden los alumnos, que han interrumpido su partido de fútbol, los vecinos de las chozas cercanas, y un puñado de niños que nadie sabe de dónde salen. Cuando llega la avioneta, todo el mundo se afana en saludar a los recién llegados (el médico, el director del colegio, la hermana misionera o algún dirigente de Sarayaku, normalmente), en ayudar a descargar las cosas, y cargar acto seguido las de aquellos que estuvieran esperando para salir (desde que se cayó el internet, la llegada de las avionetas es imprevisible, y quien quiere salir tiene a veces que pasar días a pie de pista, con todo preparado, a la espera de que a lo lejos suene algún motor). Todos, yo el primero, nos quedamos después contemplando el despegue como si no hubiéramos visto un avión en nuestra vida, hasta que éste es sólo ya un puntito en el horizonte. Luego, cada cual vuelve a sus cosas.
En Sarayaku el tiempo transcurre pesada y lentamente. Entre las once y las cuatro el calor, dentro y fuera de la casa, azota fuertemente. La actividad más nimia exige un esfuerzo físico: andar, trepar, subir, bajar. Beber un vaso de agua, por ejemplo, exige ir hasta el arroyo, fregar el cacharro del arroz, llenarlo de agua, cargar con él hasta la casa, ponerlo a hervir, y esperar a que se enfríe. Los indígenas son muy reservados, muchos hablan castellano con dificultad, y tienen todo el día ocupado con sus tareas cotidianas. La ausencia de espacios públicos lleva con facilidad a una sensación de claustrofobia. Es difícil encontrar un momento de relajación. Los fines de semana nado un buen rato en el río Bobonaza, pero luego tengo que secarme y vestirme rápido, porque si se me ocurre, por ejemplo, tumbarme en la arena a secarme al sol me acribillan los insectos. Doy largos paseos por los senderos, pero no puedo, por ejemplo, sentarme en un tronco a descansar o a contemplar el panorama porque me comen las hormigas. Los mosquitos me pican todos los días y a todas horas, aunque por suerte a la semana mi cuerpo se ha inmunizado y las picaduras no molestan demasiado.  Al cabo de un mes se me ha roto el cargador del portátil (con lo cual no puedo escuchar música mientras cocino, no puedo descargar ni editar las fotos, no puedo escribir ni leer los libros que tengo en pdf…), se me han roto las botas jugando al fútbol, se me ha acabado la comida, he terminado de leer Tristes trópicos y los pocos libros de cuentos y leyendas que había en la biblioteca del colegio, y, debido a una fiesta nacional, me espera un puente de cinco días sin clase, en el que todos mis compañeros van a salir. Yo también puedo salir y volver a entrar con provisiones, claro. Pero ya he realizado actividades satisfactorias con los alumnos. He intercambiado impresiones con Berta y escrito un informe con propuestas de mejora para sus clases, y creo que la experiencia poco más me va a aportar. Esperaré dos días a pie de pista, con todo preparado, a la espera de que a lo lejos suene algún motor, y me iré.


lunes, 29 de noviembre de 2010

SARAYAKU. SU LUCHA



La lucha que el pueblo kichwa de Sarayaku  lleva a cabo desde hace más de dos décadas en defensa de su territorio y su forma de vida se puede resumir a partir de unas cuantas fechas clave:

1987-1989. El gobierno ecuatoriano concede a la compañía petrolífera ARCO los derechos de exploración sísmica y explotación petrolera de lo que el Ministerio de Minas y Petróleo ha catalogado como “Bloque 23” que abarca, entre otros, el territorio de Sarayaku. El pueblo de Sarayaku, conocedor de los terribles daños que la Texaco estaba causando en Sucumbíos, se opone. Cuando la compañía ingresa en su territorio, los habitantes de Sarayaku se movilizan en resistencia e impiden las labores de sísmica, confiscando los equipos. Acceden a la comunidad representantes gubernamentales y de la compañía para negociar. Al cabo de varios días se firma un convenio mediante el cual el gobierno se compromete a adjudicar a Sarayaku los títulos de propiedad de las tierras y otorgarle una indemnización monetaria a cambio de que la comunidad autorice los trabajos. Estos acuerdos nunca se llevan a efecto.
1992. Se realiza la marcha por el reconocimiento legal a los derechos de propiedad de la tierra. Hombres, mujeres, niños y ancianos de Sarayaku fueron caminando desde Puyo hasta Quito (240 kilómetros, a través de la cordillera andina) para reclamar al gobierno los títulos de propiedad de sus territorios. El gobierno reconoce la propiedad de 135.000 hectáreas, que constituyen el actual “territorio ancestral” de Sarayaku.
1996. El gobierno concede los derechos de explotación del bloque 23 a la argentina Compañía General de Combustibles (CGC), sin respetar el reglamento de consulta previa de los pueblos afectados. El bloque se compone de casi todo el territorio de Sarayaku, dos comunidades achuar (20.000 habitantes) y las comunidades kichwa de Pakayaku y Molino.
2002-2003. CGC comienza las actividades sísmicas en el bloque con el apoyo del ejército. Sarayaku se declara en estado de emergencia. Durante siete meses hombres, mujeres y hasta niños se turnaron para resguardar su territorio en los autodenominados “Campos de paz y vida”  de resistencia pacífica, situados en medio de la selva, donde se estaba produciendo el ingreso armado de la CGC y el ejército ecuatoriano.  Los enfrentamientos culminaron con la captura y secuestro de cuatro jóvenes por parte del ejército. Sarayaku eleva un recurso de amparo ante la Corte interamericana. La CGC se retira, dejando tonelada y media de explosivos, destinados  a la exploración sísmica, a 12 metros de profundidad en territorios de Sarayaku y de una comunidad achuar, así como una cantidad indeterminada abandonada en superficie. Miembros de la comunidad de Canelos, adictos a la CGC, bloquean el paso a Sarayaku a través del río Bobonaza. Durante tres años, los habitantes de Sarayaku sólo pueden entrar o salir de su comunidad en avioneta.
2004. Surte efecto la apelación de Sarayaku ante la Corte Interamericana, y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dicta medidas cautelares a favor de Sarayaku hasta que no se produzca una resolución definitiva. Conmina asimismo  a la retirada de los explosivos abandonados en el territorio, lo que aún no se ha producido.
2010. Para diciembre de este año se espera una resolución definitiva por parte de la Corte Interamericana. Sarayaku espera que atienda sus reivindicaciones de retirada total de los explosivos, una indemnización por los perjuicios ocasionados, y la garantía de que ninguna compañía petrolera va a volver a entrar en su territorio sin que se efectúe una consulta previa que diera como resultado la debida autorización por parte de la comunidad.

A raíz de todos estos acontecimientos Sarayaku se ha convertido en un símbolo de la resistencia a las petroleras y de la dignidad indígena. Ha afianzado su liderazgo y ha logrado unificar a todos los pueblos indígenas de la cuenca del Bobonaza. A nivel nacional representantes de Sarayaku ocupan puestos relevantes en la Conaie (confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador) y en el partido político Pachakutik. Desde esos foros defienden la filosofía del “buen vivir” (sumakawsi) que promulga la sostenibilidad frente a los modelos de desarrollo occidentales. Sarayaku ha merecido por todo esto la atención y el apoyo de distintas ONGs ecuatorianas e internacionales (entre ellas ASPA), ha entrado en contacto con movimientos indígenas de otros países, y representantes de la comunidad han difundido su causa por distintos países de América y Europa. Sarayaku es un ejemplo.
Sin embargo, no puedo concluir este artículo sin mencionar que, tras mi estancia en Sarayaku, me da la impresión de que el nivel de vida y el acceso a la cultura de las distintas "ayllus" (familias ampliadas) que forman la comunidad, es desigual, y que el apoyo y la cooperación internacional pueden no estar beneficiando equitativamente a toda la comunidad. Tras muchos años de defensa identitaria y cultural, tal vez sea el momento de plantearse, por ejemplo, algún proyecto de desarrollo agropecuario cooperativo. Las petroleras, lo han demostrado en muchos sitios, son expertas en dividir a las comunidades mediante el ofrecimiento de prebendas o, directamente, sobornos. La mejor manera de evitar estas tentaciones es elevar por igual el nivel de vida de toda la comunidad.