"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

martes, 29 de noviembre de 2011

La selva silba




Recuerdo entrañablemente cómo en 2007, con los niños de la Casa-hogar de Tablada de Lurín, en Lima, monté una obrita de teatro de tema ecológico que encontré en internet, y que se titulaba “La selva silba”. Hasta ahora, que por fin he estado en una zona de selva completamente virgen, sin presencia humana, ni siquiera en forma de comunidades indígenas, no he comprendido la verdad de dicha afirmación. La selva silba, y grazna, y chasca, y retumba constantemente. Se apaga un poco en las horas de calor, y al atardecer revive con nuevos ritmos. No es ninguna algarabía. Es un compás hipnótico y subyugante, pleno de cadencia. Sonidos inclasificables, que podrían provenir de los más exóticos instrumentos musicales de viento y percusión, se agrupan en fugas, cambios de ritmo, réplicas y contrarréplicas, superposiciones, cambios de escala y de volumen. Un verdadero concierto de infinitas variantes que, si uno sucumbe a cerrar los ojos, te transporta y adormece. Mis guías conocen a cada animal que emite estos singulares sonidos, pero me resisto a preguntarles. Yo, que tengo tendencia a racionalizarlo todo, sólo puedo vivir esto como experiencia estética. Haría falta una vida entera para abarcarlo, para entenderlo. Lo prefiero así, inexplicable y enigmático. 







Nos deslizamos suave y silenciosamente, con escasos golpes de remo, dejándonos arrastrar por la corriente. Las lianas de los árboles se nos enredan en la cara, y a menudo tenemos que agacharnos, o incluso tumbarnos en la canoa, para evitar los troncos de los árboles. Una sensación de inminencia flota en el aire. Buscamos animales. Cuando nuestros guías ven alguno (un oso perezoso, un mono blanco o babuino, una manada de monitos fraile, un pájaro carpintero o una pequeña anaconda de dos o tres metros) lo señalan en silencio con el dedo. Sólo al cabo de un rato logramos verlo, y entonces nos cuesta trabajo entender cómo no nos habíamos dado cuenta antes de que estaba allí. Otros animales son más fáciles de ver. Los lobos de río pasan en manadas a nuestro alrededor, nadando con medio cuerpo fuera del agua. Cuando nuestros guías los acosan las hembras adultas se revuelven en defensa de sus crías, y varias llegan a morder el remo, dejando profundas marcas en la madera. En las lagunas, los delfines rosados asoman sus lomos muy cerca nuestra para respirar, y constantemente las garzas blancas y negras y los martines pescadores alzan el vuelo a nuestro paso. Cuando, a la luz dorada del atardecer, tucanes y guacamayos vuelan sobre las copas de los árboles, no puedo evitar pensar en algún cuadro de Henry Rousseau. Y las multicolores mariposas son una lluvia de confeti.

Por la noche salimos a pescar con linterna y con arpón, y a ver cocodrilos. Pequeños troncos oscuros flotando en el río, con dos puntos en un extremo, los ojos, rojos como las brasas de un cigarro. En esta zona no pasan de los dos metros, pero más abajo, en Pastococha, alcanzan los cinco, seis y siete metros. El largo de nuestra canoa. Para llegar a Pastococha, por donde es imposible navegar de noche como ahora estamos haciendo, y por supuesto bañarse a cualquier hora del día, hacen falta un mínimo de catorce días. Los biólogos y los fotógrafos profesionales de naturaleza no pasan menos de veinticinco días dentro de la Reserva Natural Pacaya-Samiria. Nosotros vamos a estar ocho. Esteban, uno de los guías, atrapa un tronco flotante con las manos desnudas. Es un lagarto blanco de poco más de un año de edad. Lo llevamos al refugio, y Esteban insiste en que nos fotografiemos con él. Aunque no me agrada mucho marear a los animales, accedo. Por alguna insinuación que hace, me da la impresión de que a la menor señal de aceptación por nuestra parte, lo hubiera asado a la parrilla sin el menor embarazo. Puede que para ellos sea lo más natural, pero en Iquitos es posible probar la carne de caimán de vivero, y los turistas no venimos, no deberíamos venir, a las reservas a comernos a los animales protegidos.



Dormimos en refugios que apenas son un techo de hojas de palma sobre una plataforma elevada, en colchonetas extendidas en el suelo, dentro de la mosquitera. Comemos en cualquier rincón de la selva, pescado sancochado en agua del río, con plátano verde. Somos niños de siete años. Niños sorprendidos, asombrados, ignorantes y dependientes. Nuestros guías se suben a los árboles para coger fruta, pescan con sedal y con arpón, se abren paso con el machete, en tres minutos hacen una fogata para cocinar… y nosotros pedimos permiso para todo (¿puedo colgar la hamaca aquí?, ¿puedo bañarme acá?),  y todo nos suscita un “qué” o un “por qué”. Si vemos un animal o algo que nos sorprende nos limitamos a señalarlo como bebés con el dedo, y, refugiados en la canoa bajo un gran plástico, mientras el aguacero atrona, me contengo las ganas de preguntar si falta mucho para llegar. Al atardecer, en el refugio, soltamos el sedal con carnaza de pescado, y de inmediato comenzamos a sacar pirañas, una tras otra, exactamente en el mismo lugar donde nos acabamos de bañar. Miramos a nuestros guías boquiabiertos, y ellos ríen como si nos acabaran de gastar una broma. Es casi imposible que pase nada si no tenemos heridas con sangre (a partir de ese momento, decidimos bañarnos con las botas de caucho para no herirnos accidentalmente los pies), y además estas pirañas son pequeñas. Otra cosa sería en Pastococha. Por muchas experiencias que uno tenga, siempre hay algo que queda más allá.

Caminando por la selva nos enseñan de qué raíces podemos sacar agua para beber, y con cuál podemos hacer una infusión que retrase el efecto mortal de las picaduras de serpiente, hasta poder tener acceso a un antiofídico. Con la misma naturalidad nos cuentan que el antiofídico no hace efecto si lo administra una mujer embarazada o alguien que haya tenido relaciones sexuales la noche anterior, y que en la posta sanitaria o donde sea que se esté, debe haber absoluto silencio. Escuchar la conversación de alguien que tenga mal espíritu, aunque sea a lo lejos, puede llevar a la muerte a la persona que ha sido mordida. También nos muestran una planta que traspasa la “saladera” (el gafe, la mala suerte). Uno debe bañarse con su infusión en algún punto donde habitualmente pase gente pero a las doce de la noche, sin que nadie te vea. Al día siguiente, la saladera se trasladará al primero que pase por allí. Dentro de los ceibos (que acá llaman “lupunas”) vive el Chuyachaki: un hombrecillo que avisa dando golpes en la aleta (las enormes raíces triangulares del ceibo) cuando se avecina una tormenta. Entre las aletas del ceibo es posible, si el Chuyachaki no molesta, componer con hojas de palma un refugio para dormir a salvo del puma, aunque mejor elegir un ceibo más pequeño que éste.


La reserva natural Pacaya-Samiria, situada entre los ríos Marañón y Ucayali, y que apenas recibe 1500 visitantes por año, abarca una extensión de más de dos millones de hectáreas, y es el área protegida más grande de la Amazonía inundable, por lo que forma parte desde 1986 de la lista RAMSAR de Humedales de Importancia Internacional. En la periferia de la reserva, la llamada “zona de amortiguamiento”, habitan más de cincuenta mil personas en distintas comunidades indígenas y mestizas, siendo Lagunas la mayor de todas ellas, y otros 30.000 nativos siguen viviendo en distintos puntos del interior. Todos ellos subsisten del aprovechamiento sostenible de los recursos naturales de la reserva. En la reserva está permitida la pesca, incluso con fines comerciales, pero no así la tala de grandes árboles o la caza o captura de animales terrestres y aves. Gran parte de los pobladores de las zonas circundantes han sido capacitados para ejercer labores de guía turístico, como es el caso de los nuestros, y de guardaparques remunerados por el estado. Los colegios de la zona, desde hace unos años, se encargan de recoger los huevos de tortuga en la época de desove, incubarlos en cajones de arena y, en la fecha adecuada, liberar las crías en distintos puntos del parque para poder controlar su número (nosotros coincidimos una noche con 23 escolares de ambos sexos que acudían, con sus propias canoas, su profesor de Naturales y varios barreños llenos de tortuguitas, a proceder a su liberación. Para ellos era como una excursión de fin de curso). Recuerdo ahora que muchos de los habitantes de Sarayaku, la comunidad indígena ecuatoriana en la que habité en octubre de 2010, tenían purinas: pequeños refugios en lo más intrincado de la selva a donde les gustaba retirarse para cazar, pescar y “estar tranquilos”. Yo no entendía que les gustase mudarse de sus casas en la selva para ir a otro lugar en la misma selva. Ahora lo entiendo. Yo, que en la selva siempre he estado en lugares habitados o en sus alrededores, no había visto nunca nada como esto, y me sorprendo ahora pensando que hubo un tiempo en que toda la inmensa Amazonía fue así. En que toda la selva silbaba.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Lagunas



En el trayecto hacia Lagunas, en una apacible travesía de ocho horas, conozco a Alex y a Mateo, los únicos extranjeros, junto conmigo, que viajan a bordo de El romántico II. Alex es español, de Barcelona, tiene 38 años y administra con su socio un restaurante en Girona. Ambos han llegado al acuerdo de trabajar seis meses cada uno al año, y Alex dedica el resto de su tiempo a viajar. Este año ha tocado Sudamérica. Mateo tiene 27 años, es francés, técnico medioambiental, y lleva también varios meses viajando por acá. Mateo se defiende regular con el castellano, aunque le pone mucho empeño. Dice que lleva casi todo el tiempo entendiéndose en inglés. Le digo que, ahora que ha abandonado las rutas más turísticas de Argentina, Chile y el sur de Perú, su español mejorará. Los tres vamos a Lagunas por el mismo motivo. Visitar la reserva natural Pacaya-Samiria.

Cuando llegamos a Lagunas, ya de noche, un señor alto y espigado, de piel curtida y cabeza rapada, sube a recibirnos. Conoce los nombres de Alex y el mío, y rápidamente concluimos que los mototaxistas de Yurimaguas le han avisado a través del celular.

-Me llamo “Yeims”. “Yes Yeims”. Pero podéis llamarme (pronunciando a la española) “James”. Mi padre leía mucho y me puso un nombre muy raro.

Nos muestra su carnet de identidad, y literalmente, pone: “Nombre: Jesset Jame”. Me río por dentro cuando lo veo, y pienso que su nombre no resulta una buena carta de presentación para el trabajo que desempeña pero, no sé por qué, prefiero no explicarle quién fue Jesse James. James trabaja de “jalador” para Estypel, una de las agencias que organizan excursiones a la reserva. Nos acompaña a ver varios hoteles, todos muy básicos, y nos decidimos por uno que tiene un bonito patio con hamacas, un par de plataneras y mesas y sillas hechas con troncos de árboles. Nos propone acompañarnos a un restaurante y después a la agencia, nos damos cuenta que no se va a despegar de nosotros hasta que hayamos contratado el tour, y preferimos despedirnos de él. Mañana, tranquilamente, visitaremos las distintas agencias antes de tomar una decisión.

Al día siguiente James está en la puerta del hotel de nuevo. Le decimos francamente que queremos estudiar las distintas ofertas por nuestra cuenta, y él no pone la menor resistencia. Al mediodía, de todos modos, estamos en Estypel cerrando el trato, y negociando el precio según lo que nos había ofrecido la competencia. La agencia para la que trabaja James, propiedad de Manuel Rojas, es la más antigua de Lagunas y la que cuenta con guías más experimentados, entre ellos los propios hijos de Manuel. Hace muy poco tuvieron todos que trabajar duro, incluso el propio Manuel, que ya está retirado de los tours, para ingresar en la reserva con 100 estudiantes de una facultad de Biología de Lima, y ahora están celebrándolo con unas cuantas cajas de cerveza. En Lagunas son castellanohablantes pero, quizá por influencia del showi, la etnia de la que casi todos los habitantes de Lagunas proceden, su acento es cerradísimo y, cuando hablan entre ellos, es imposible entender nada. Tomamos un par de cervezas y cuando nos vamos a despedir, James se levanta de inmediato. “Eso, pues. Vamos a pasear”. James sigue sin querer despegarse de nosotros, aunque el trato ya está cerrado. Simplemente, es un tipo sociable.

Cuando volvimos de la reserva tuvimos que esperar tres días y dos noches a que pasara la lancha con dirección a Iquitos, desayunando chicharrones y café en el mercado y cenando pollo frito con plátano frito, que es lo único que ofrecen en el único restaurante de la ciudad. Alguna vez almorzamos en una casa particular que ofrecía comidas, pero había que llegar muy temprano porque la poca cantidad que cocinaban se acababa enseguida. La verdad es que es muy fácil hacerse con Lagunas, y con su ritmo de vida.











El censo de Lagunas alcanza los 4.000 habitantes, aunque viven muy extendidos, en chozas de madera y palma con pequeños jardines en los que se cultivan plátanos y mangos. En Lagunas hay dos calles asfaltadas, sobre las cuales cuando se camina hace el doble de calor que sobre las demás. El parque automovilístico consta de tres coches, el de la policía, el de la posta médica y el del municipio; un puñado de mototaxis y alguna motocicleta particular. En Lagunas sólo hay corriente eléctrica de seis a once de la noche y de cinco a siete de la mañana, que es la hora a la que el pueblo presenta una mayor actividad. El resto, un rumor de sombra en las hamacas. Un ver pasar el día en las esquinas de las mecedoras. Y un enjambre de niños que brotan como mosquitos al atardecer, y alegres zumban sobre las calles de tierra. 













viernes, 25 de noviembre de 2011

Yurimaguas


Me recuerdo en agosto de 2007, cubriendo el trayecto Tarapoto-Yurimaguas en un jeep colectivo. El primer tramo de carretera estaba asfaltado, pero la mayoría era una angosta pista de piedra y tierra que apenas se dejaba ver en lo frondoso de la selva. Viajábamos de noche, con la música muy alta e intentando conversar, a gritos, para que el conductor no se durmiera. Ahora, cuatro años después, he hecho el mismo recorrido en un Toyota Corolla con otros tres pasajeros, sobre una carretera ancha y de excelente pavimento. Las dos horas de viaje se me han hecho más largas, o más aburridas, que las siete u ocho que demoramos la primera vez.

Aunque en 2007 la oscuridad era casi absoluta, no es difícil darse cuenta de que el paisaje ha cambiado. A cualquiera le seguiría resultando una visión fascinante, idílica a ratos. Extensos campos de plátanos, palmerales, plantaciones de caña. Llanuras que sirven de pasto a rebaños de vacas. Pequeñas comunidades de casas de madera y techos de hoja de palma, aunque también se van viendo ya muchas construcciones de ladrillo. La mano del hombre ha convertido la selva ecuatorial en un claro escenario tropical de indudable belleza. Pero yo ahora sé algunas cosas que me impiden disfrutar de su visión. Sé, por ejemplo, que los monocultivos atraen plagas y hay que usar pesticidas químicos o, peor, semillas transgénicas. Sé que sin cultivos asociados y grandes árboles que aporten nutrientes con sus hojas caducas la tierra de la selva pierde fertilidad, y hay que usar abonos químicos. Sé que los llanos en que pastan las vacas no son naturales, que provienen del desmonte que los gobiernos promueven al asignar las parcelas para su “uso productivo”, y que esta tierra infértil necesita una hectárea entera de pasto para alimentar a un solo animal. Sé que la desforestación reduce los caudales de lluvia, con lo que el problema se hace mayor. Sé que los ríos se secan. Los animales se extinguen. Y sé que cada hectárea de selva que se va desforestando en Sudamérica acelera un poco más el cambio climático global que nos terminará asfixiando.

No todo el paisaje es, por otra parte, tan sereno. Gasolineras, aserraderos, fábricas de ladrillo, cementeras, chatarrerías se van sucediendo a medida que nos acercamos a Yurimaguas. Todavía no veo bares y clubes de carretera, pero los habrá. Los obreros y los camioneros necesitan también un descanso.

El taxi me deja en un paradero nuevo a la entrada de Yurimaguas. Cuando, después de tomar una habitación, me acerco al muelle, compruebo que la gran carretera termina allí. Recuerdo cómo me impresionó el muelle principal de Yurimaguas, la primera vez que lo vi. Con tablas de madera por todos lados para no hundirse en el barro; con multitud de puestecillos de comida y de utensilios (fiambreras de plástico, cubiertos, champú, papel higiénico y todo lo que un pasajero pudiera necesitar en su travesía); con gente pululando por doquier, cargando y descargando, vendiendo, ofreciéndose para portear equipajes, se me antojó una imagen más propia del siglo XIX que del XXI. Ahora sólo veo enormes camiones, una grúa y una estación portuaria repleta de contenedores. En esos contenedores, pienso, llegarán también la delincuencia, la prostitución y la masificación, como en su día llegaron a Pucallpa. Definitivamente, las carreteras son un cáncer para la selva.

De momento, el resto de Yurimaguas no está todavía contaminado. Es una pequeña localidad que no llega a los 50.000 habitantes, de pausado ritmo de vida y amabilísimos habitantes. Cuando salgo de mi hostal a las siete de la mañana la agitación es indescriptible. Todas las calles alrededor del mercado, casi todo el centro de la ciudad, están abarrotadas de viandantes que escudriñan decenas de puestos de ropa y alimentos, sobre todo de pescado, bien sea fresco, ahumado o salado (“Buen pescado, para la chacra, para la abuela, buen pescado”). Las mujeres “israelitas”, una confesión religiosa con muchos adeptos por acá, venden artículos de cocina vestidas como si acabaran de salir de un portal de Belén, mientras escuchan música en su Ipods. Las mototaxis se acumulan en el extremo de las calles, esperando para devolver a las amas de casa a sus, a menudo, lejanos hogares. A medida que aumenta el calor, se observa que la actividad va menguando. A mediodía la ciudad avanza ya con dificultad, y a las dos de la tarde ha perdido por completo el resuello. Sólo en la noche, a las ocho, a las nueve, se verán algunas familias paseando por la plaza.

En realidad, de cuatro a seis se ha producido un brote de efervescencia en un extremo de la ciudad. En el muelle del Vado se celebra el mercado nativo. No es muy distinto del matinal, pero sí cuenta con mucha más presencia indígena. Shipibos y showis, con sus largas canoas amarradas en el muelle, venden plátanos, yuca, aguaje y comida elaborada: empanadas de verde, pinchos de suri (los gusanos de palma de tan jugoso y dulce sabor) y crujientes hormigas conga fritas, que uno debe comer con abundante yuca para que las patitas no se te claven en la garganta o el paladar. En un rincón se exponen para su venta algunos gallos de pelea y un tajino, el chancho de la selva. Aquí no hay turistas, por lo que no se ven animales exóticos ni artesanía. Las indígenas sólo venden las semillas sueltas para que las compren los artesanos de la ciudad.




El del Vado es sólo uno más de los pequeños muelles que salpican la costa con barcos menores y canoas particulares o de pasajeros. En uno de ellos está mi lancha, El romántico II. SALE: A LAGUNAS. DÍA: MAÑANA. HORA: 8.00 A.M. “SIN FALTA”. Al día siguiente, a las siete y media, un hombre pinta tranquilamente el casco del barco, y el cartel sigue en su sitio. No hay ninguna prisa. Me quedo allí mismo, enfrente del muelle, en un hostalito con una terraza que da al río, y escribo estas notas al atardecer, cuando el sol va dorando las copas de los árboles. Ante mí El romántico II, junto a otros barcos, reposa sobre el río Huallaga, que desemboca en el Marañón, que luego se une al Ucayali y, los dos juntos, siguen su curso bajo un nuevo nombre. Río Amazonas.

Los ríos sí, siempre lo han sido. Las carreteras de la selva.



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ANEXO: montaje fotográfico de mi travesía Yurimaguas-Iquitos-Pévas de agosto de 2007. Las primeras fotos son del muelle principal de Yurimaguas, por aquel entonces.


miércoles, 2 de noviembre de 2011

Ayacucho


En la plazuela de Huanta,
donde la sangre del pueblo,
ay, se derrama.
Allí mismito florece,
amarillito, amarillando,
flor de retama.

Hace poco que Ayacucho, la capital de la región del mismo nombre, ha recuperado su denominación original. Huamanga. Seguramente ya Abimael Guzmán la llamaba así cuando, a principios de los setenta, dictaba clase con voz de trueno desde su cátedra de Filosofía en la universidad local, la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga, ante un alumnado enardecido que desbordaba el aula y abarrotaba los pasillos para escucharlo. Años después, Guzmán estaba en la clandestinidad, y lideraba el grupo terrorista “Sendero Luminoso”. La quema de urnas electorales en el pueblo ayacuchano de Chuschi, en 1980, inauguró el conflicto armado interno más sangriento que haya tenido el Perú. Sendero Luminoso, de inspiración maoísta, no mostró ningún respeto por las costumbres o el pensamiento tradicional de las comunidades indígenas a las que decía representar, y muy pronto los campesinos, que se habían agrupado en rondas de autodefensa, pasaron a ser un objetivo tan frecuente como la policía nacional, el ejército o los “enemigos de clase”: profesionales de clase media, maestros, sacerdotes y extranjeros. Durante dos décadas, la región de Ayacucho se vio sumida en el horror. Degollamientos, lapidaciones e incluso la muerte en la hoguera fueron prácticas habituales de los senderistas, que llegaron a arrasar comunidades indígenas enteras en respuesta a sus actividades de autodefensa o a acciones supuestamente “colaboracionistas” (por ejemplo, acudir a votar en las elecciones). “La represión del ejército no fue menos sanguinaria”, me cuenta Ana María, “la mayoría eran soldados venidos de la costa, y para ellos cualquier persona que hablara quechua era un enemigo potencial. Se cometieron muchos crímenes que aún están por esclarecer”. El saldo es, en efecto, muy igualitario. Setenta mil muertos o desaparecidos, de los que se calcula que la mitad lo fueron a manos de Sendero Luminoso, y la otra mitad a manos de la policía, el ejército, y algunos grupos paramilitares. El 75% del total de las víctimas fueron campesinos quechuas.

-Pues la vida aquí en Huamanga tenía que ser muy distinta entonces.

-Uff!!- responde Wilber, señalando a la plaza- Ahorita no habría ni un alma, por acá.

Son las diez de la noche. Ana María, Wilber y yo estamos sentados en la terraza del Vía Vía, tomando un chilcano, y la Plaza de Armas de Huamanga es un hervidero. Estudiantes, parejas, familias, grupos de adolescentes. Wilber es limeño, como Ana María, pero se casó con una ayacuchana y lleva veinte años dando clase en un colegio de esta ciudad. Nos cuenta que todas las noches había toque de queda. Que, recién llegado a Huamanga, fue con su mujer a visitar el cercano yacimiento arqueológico de Wari, se les hizo tarde y tuvieron que volver caminando porque ya no pasaba ninguna movilidad. A la entrada en la ciudad fueron retenidos por la ronda campesina y durmieron en un calabozo, hasta que a la mañana siguiente un representante municipal acudió a reconocerlos. Ana María cuenta cómo la policía entró a registrar el departamento de un amigo suyo, que había venido aquí a trabajar. Le encontraron una foto del Che, y pasó diez días en la cárcel, hasta que el párroco de Huamanga logró intermediar. En los altavoces del Vía Vía suenan “Los cholos”. Es un huayno en castellano que se titula Cerquita del corazón. Wilber nos cuenta que está dedicado a un músico muy popular en Ayacucho, que murió acribillado por unos soldados que confundieron el charango que llevaba debajo del poncho, cerquita del corazón, con un arma de fuego. “La canción ahora es casi un himno, acá”. Yo había escuchado Flor de retama, que es casi un himno en todo el Perú.

Con Ana María acudí en Huamanga al foro social “Participación y vigilancia del presupuesto público para el buen gobierno”, con abundante presencia de asociaciones campesinas. En el auditorio de la Universidad San Cristóbal de Huamanga, vimos un concierto de Wayna Roots, un grupo local que combina la música andina con el reagge. Mientras en el cine-club universitario proyectan Pequeña miss Sunshine, en la plazoleta María Parado, frente al mercado artesanal, la gente corre enarbolando el artefacto pirotécnico llamado “toro loco”. Beben cerveza y bailan huaynos en círculos, cogidos de la mano, al son de la quena y la zampoña. Algo parecido habíamos visto el día antes en la pequeña aldea de Quinua, que celebraba su aniversario en las pampas, entre puestecillos que vendían una singularísima cerámica, propia del lugar.

En Huanta pude asistir al mercado quechua más genuino que nunca he visto. Una indescriptible variedad de papas. Chuño blanco y chuño negro. Sangre de grado. Cactus medicinales. Algarrobina. Panales de abeja apoyados en cuencos de barro, destilando su miel. Los campesinos aquí son mucho más amables y dulces que en el altiplano. Nos llaman “mamacita” y “papacito”, e incluso nos gastan alguna broma. “Si comes esto sales hablando quechua, papacito”. Yo ya he comido chuño, en Bolivia, pero no lo digo. Ana María compra una botella de algarrobina, y la paga con dinero. Entre ellos practican el trueque.

Montamos en una combi atestada de campesinos. Atravesamos pequeñas aldeas de casas de adobe y calles de tierra. Bosques de eucaliptos. Rebaños de ovejas. Subimos a picos de más de 4000 metros, a la puna, donde sólo crece el ichu. Luego, a través de las curvas, vemos, poco a poco, cómo aparecen los valles. Un señor casi anciano pero de físico fibroso parece especialmente animado, y con todo el mundo habla. En quechua mantiene conversaciones que deben ser muy divertidas, pero cuando me habla en castellano yo apenas logro entenderlo. Bebe su aguardiente de forma tan sabia que, cuando se baja, al cabo de cinco horas, no está ni más ni menos borracho que cuando subió.

En Vilcashuamán exploramos el Templo del Sol, sobre el que los conquistadores construyeron su iglesia. Se diría que hemos coincidido en la visita con una excursión, pero son sólo los alumnos del colegio que está detrás, que acaban de salir de clase. Todos los días suben y bajan estas escaleras centenarias. Sus madres descansan a la sombra de los muros, exponiendo a la venta sus productos. Al doblar una esquina, como si fuera una casa más, encontramos la pirámide que mandó construir Túpac Yupanqui.

Yulisa, una niña de once años, nos acompaña a enseñarnos lo que ella llama “la mesa sagrada”. Salimos al campo y, mientras sorteamos las chacras, Yulisa nos muestra, a izquierda y derecha, los dos apus del pueblo. Los Cerros Tutelares que toda comunidad quechua tiene. También nos enseña su chacra, que está ya preparada para plantar la papa. La familia de Yulisa tiene treinta ovejas, que pastan ahora en los cerros con su tía; cuatro caballos y sólo tres vacas. Se les acaba de morir una. Llegamos a la mesa sagrada, que está en lo alto de una pequeña colina. Le damos a Yulisa una propina y se va corriendo, porque por la tarde tiene que ir al colegio. La mesa sagrada resulta ser una gran piedra plana en la que se han efectuado orificios de distinta profundidad, y canales que los comunican. Desde mi punto de vista, tal y como me enseñó Javier Bellot en Bolivia, es un pluviómetro inca. Varios de los orificios contienen aún agua de lluvia, y sólo habría que conocer su profundidad, y hacer los cálculos pertinentes, para saber qué cantidad de agua cayó anoche. También hay una gran piedra tallada en forma de tumbona, donde seguro que alguien, hace mucho, pasó largas horas estudiando las estrellas.

Bajamos la colina, y seguimos caminando valle arriba. Trochas angostas bordeadas de eucaliptos. Chacras delimitadas por muros de piedras, muchas de las cuales fueron sin duda talladas por los incas. Los hombres interrumpen el arado de la tierra para darnos las buenas tardes. Una niña pasa guiando con una cuerda a un caballo. Sólo el canto de algún gallo y el balido de las ovejas, a lo lejos, amortiguan el silencio. Un halcón atraviesa el aire. Una señora que lava ropa en el arroyo agita su mano en nuestra dirección, y sonríe. Marcando los límites del valle, sus perfiles recortados contra el cielo, los apus nos protegen.  


Cuzco



Quizás porque ya lo conocía con anterioridad, siento que en este blog no estoy siendo justo con un país tan rebosante de historia y cultura como es Perú. En el artículo anterior mencioné algunos yacimientos importantes, pero no he hablado, por ejemplo, de Sillustani. No he hablado de Kuélap. No he hablado de las huacas del Sol y de la Luna, ni de la huaca Esmeralda. No he hablado de Chan Chan, ni de Pachacámac. No he hablado del Señor de Sipán. De Kuntur Huasi. No he hablado del Museo de la Nación o del de los Santuarios Andinos, en Arequipa. Y, sobre todo, salvo una pequeña nota (aquí) a propósito de Machu Picchu, no he hablado del Valle Sagrado, ni de Cuzco.






Cuatro años después, he vuelto, de camino entre la Paz y Lima, a Cuzco. No he entrado en el Coricancha. No he subido a contemplar la fortaleza de Sacsayhuamán. No he visitado Písac, ni el mercado de Chinchero, ni he vuelto a Ollantaytambo. Y, por descontado, no he vuelto a ver Machu Picchu. Pero ha sido un placer pasear de nuevo, en un septiembre casi sin turistas, por estas calles repletas de historia. Sin urgencias, sin planos ni folletos, sin boletos de entrada. Tan sólo dejándome empapar por el magnetismo de la piedra. Estas piedras incas que desde hace siglos dan sustento a las construcciones coloniales son más que un símbolo. Son una fuerza, una esencia, un vigor soterrado. Cuzco ya no tiene forma de puma. Pero por debajo de los barrios residenciales, de los hostels, de las tiendas de souvenirs, de las agencias de viajes, del food and music y el after hours, en Cuzco siguen fluyendo (Arguedas lo sabía) los ríos profundos.