En la plazuela de Huanta,
donde la sangre del pueblo,
ay, se derrama.
Allí mismito florece,
amarillito, amarillando,
flor de retama.
Hace poco que Ayacucho, la capital de la región del mismo nombre, ha recuperado su denominación original. Huamanga. Seguramente ya Abimael Guzmán la llamaba así cuando, a principios de los setenta, dictaba clase con voz de trueno desde su cátedra de Filosofía en la universidad local, la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga, ante un alumnado enardecido que desbordaba el aula y abarrotaba los pasillos para escucharlo. Años después, Guzmán estaba en la clandestinidad, y lideraba el grupo terrorista “Sendero Luminoso”. La quema de urnas electorales en el pueblo ayacuchano de Chuschi, en 1980, inauguró el conflicto armado interno más sangriento que haya tenido el Perú. Sendero Luminoso, de inspiración maoísta, no mostró ningún respeto por las costumbres o el pensamiento tradicional de las comunidades indígenas a las que decía representar, y muy pronto los campesinos, que se habían agrupado en rondas de autodefensa, pasaron a ser un objetivo tan frecuente como la policía nacional, el ejército o los “enemigos de clase”: profesionales de clase media, maestros, sacerdotes y extranjeros. Durante dos décadas, la región de Ayacucho se vio sumida en el horror. Degollamientos, lapidaciones e incluso la muerte en la hoguera fueron prácticas habituales de los senderistas, que llegaron a arrasar comunidades indígenas enteras en respuesta a sus actividades de autodefensa o a acciones supuestamente “colaboracionistas” (por ejemplo, acudir a votar en las elecciones). “La represión del ejército no fue menos sanguinaria”, me cuenta Ana María, “la mayoría eran soldados venidos de la costa, y para ellos cualquier persona que hablara quechua era un enemigo potencial. Se cometieron muchos crímenes que aún están por esclarecer”. El saldo es, en efecto, muy igualitario. Setenta mil muertos o desaparecidos, de los que se calcula que la mitad lo fueron a manos de Sendero Luminoso, y la otra mitad a manos de la policía, el ejército, y algunos grupos paramilitares. El 75% del total de las víctimas fueron campesinos quechuas.
-Pues la vida aquí en Huamanga tenía que ser muy distinta entonces.
-Uff!!- responde Wilber, señalando a la plaza- Ahorita no habría ni un alma, por acá.
Son las diez de la noche. Ana María, Wilber y yo estamos sentados en la terraza del Vía Vía, tomando un chilcano, y la Plaza de Armas de Huamanga es un hervidero. Estudiantes, parejas, familias, grupos de adolescentes. Wilber es limeño, como Ana María, pero se casó con una ayacuchana y lleva veinte años dando clase en un colegio de esta ciudad. Nos cuenta que todas las noches había toque de queda. Que, recién llegado a Huamanga, fue con su mujer a visitar el cercano yacimiento arqueológico de Wari, se les hizo tarde y tuvieron que volver caminando porque ya no pasaba ninguna movilidad. A la entrada en la ciudad fueron retenidos por la ronda campesina y durmieron en un calabozo, hasta que a la mañana siguiente un representante municipal acudió a reconocerlos. Ana María cuenta cómo la policía entró a registrar el departamento de un amigo suyo, que había venido aquí a trabajar. Le encontraron una foto del Che, y pasó diez días en la cárcel, hasta que el párroco de Huamanga logró intermediar. En los altavoces del Vía Vía suenan “Los cholos”. Es un huayno en castellano que se titula Cerquita del corazón. Wilber nos cuenta que está dedicado a un músico muy popular en Ayacucho, que murió acribillado por unos soldados que confundieron el charango que llevaba debajo del poncho, cerquita del corazón, con un arma de fuego. “La canción ahora es casi un himno, acá”. Yo había escuchado Flor de retama, que es casi un himno en todo el Perú.
Con Ana María acudí en Huamanga al foro social “Participación y vigilancia del presupuesto público para el buen gobierno”, con abundante presencia de asociaciones campesinas. En el auditorio de la Universidad San Cristóbal de Huamanga, vimos un concierto de Wayna Roots, un grupo local que combina la música andina con el reagge. Mientras en el cine-club universitario proyectan Pequeña miss Sunshine, en la plazoleta María Parado, frente al mercado artesanal, la gente corre enarbolando el artefacto pirotécnico llamado “toro loco”. Beben cerveza y bailan huaynos en círculos, cogidos de la mano, al son de la quena y la zampoña. Algo parecido habíamos visto el día antes en la pequeña aldea de Quinua, que celebraba su aniversario en las pampas, entre puestecillos que vendían una singularísima cerámica, propia del lugar.
En Huanta pude asistir al mercado quechua más genuino que nunca he visto. Una indescriptible variedad de papas. Chuño blanco y chuño negro. Sangre de grado. Cactus medicinales. Algarrobina. Panales de abeja apoyados en cuencos de barro, destilando su miel. Los campesinos aquí son mucho más amables y dulces que en el altiplano. Nos llaman “mamacita” y “papacito”, e incluso nos gastan alguna broma. “Si comes esto sales hablando quechua, papacito”. Yo ya he comido chuño, en Bolivia, pero no lo digo. Ana María compra una botella de algarrobina, y la paga con dinero. Entre ellos practican el trueque.
Montamos en una combi atestada de campesinos. Atravesamos pequeñas aldeas de casas de adobe y calles de tierra. Bosques de eucaliptos. Rebaños de ovejas. Subimos a picos de más de 4000 metros, a la puna, donde sólo crece el ichu. Luego, a través de las curvas, vemos, poco a poco, cómo aparecen los valles. Un señor casi anciano pero de físico fibroso parece especialmente animado, y con todo el mundo habla. En quechua mantiene conversaciones que deben ser muy divertidas, pero cuando me habla en castellano yo apenas logro entenderlo. Bebe su aguardiente de forma tan sabia que, cuando se baja, al cabo de cinco horas, no está ni más ni menos borracho que cuando subió.
En Vilcashuamán exploramos el Templo del Sol, sobre el que los conquistadores construyeron su iglesia. Se diría que hemos coincidido en la visita con una excursión, pero son sólo los alumnos del colegio que está detrás, que acaban de salir de clase. Todos los días suben y bajan estas escaleras centenarias. Sus madres descansan a la sombra de los muros, exponiendo a la venta sus productos. Al doblar una esquina, como si fuera una casa más, encontramos la pirámide que mandó construir Túpac Yupanqui.
Yulisa, una niña de once años, nos acompaña a enseñarnos lo que ella llama “la mesa sagrada”. Salimos al campo y, mientras sorteamos las chacras, Yulisa nos muestra, a izquierda y derecha, los dos apus del pueblo. Los Cerros Tutelares que toda comunidad quechua tiene. También nos enseña su chacra, que está ya preparada para plantar la papa. La familia de Yulisa tiene treinta ovejas, que pastan ahora en los cerros con su tía; cuatro caballos y sólo tres vacas. Se les acaba de morir una. Llegamos a la mesa sagrada, que está en lo alto de una pequeña colina. Le damos a Yulisa una propina y se va corriendo, porque por la tarde tiene que ir al colegio. La mesa sagrada resulta ser una gran piedra plana en la que se han efectuado orificios de distinta profundidad, y canales que los comunican. Desde mi punto de vista, tal y como me enseñó Javier Bellot en Bolivia, es un pluviómetro inca. Varios de los orificios contienen aún agua de lluvia, y sólo habría que conocer su profundidad, y hacer los cálculos pertinentes, para saber qué cantidad de agua cayó anoche. También hay una gran piedra tallada en forma de tumbona, donde seguro que alguien, hace mucho, pasó largas horas estudiando las estrellas.
Bajamos la colina, y seguimos caminando valle arriba. Trochas angostas bordeadas de eucaliptos. Chacras delimitadas por muros de piedras, muchas de las cuales fueron sin duda talladas por los incas. Los hombres interrumpen el arado de la tierra para darnos las buenas tardes. Una niña pasa guiando con una cuerda a un caballo. Sólo el canto de algún gallo y el balido de las ovejas, a lo lejos, amortiguan el silencio. Un halcón atraviesa el aire. Una señora que lava ropa en el arroyo agita su mano en nuestra dirección, y sonríe. Marcando los límites del valle, sus perfiles recortados contra el cielo, los apus nos protegen.
Eduardo, que interesante lo que estas viviendo que ganas de seguir, un abrazo y gracias por el texto que esta muy entretenido. saludos Papacito.-
ResponderEliminarMuchas gracias a ti, mamacita.Un abrazo muy fuerte.
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