Me recuerdo en agosto de 2007, cubriendo el trayecto Tarapoto-Yurimaguas en un jeep colectivo. El primer tramo de carretera estaba asfaltado, pero la mayoría era una angosta pista de piedra y tierra que apenas se dejaba ver en lo frondoso de la selva. Viajábamos de noche, con la música muy alta e intentando conversar, a gritos, para que el conductor no se durmiera. Ahora, cuatro años después, he hecho el mismo recorrido en un Toyota Corolla con otros tres pasajeros, sobre una carretera ancha y de excelente pavimento. Las dos horas de viaje se me han hecho más largas, o más aburridas, que las siete u ocho que demoramos la primera vez.
Aunque en 2007 la oscuridad era casi absoluta, no es difícil darse cuenta de que el paisaje ha cambiado. A cualquiera le seguiría resultando una visión fascinante, idílica a ratos. Extensos campos de plátanos, palmerales, plantaciones de caña. Llanuras que sirven de pasto a rebaños de vacas. Pequeñas comunidades de casas de madera y techos de hoja de palma, aunque también se van viendo ya muchas construcciones de ladrillo. La mano del hombre ha convertido la selva ecuatorial en un claro escenario tropical de indudable belleza. Pero yo ahora sé algunas cosas que me impiden disfrutar de su visión. Sé, por ejemplo, que los monocultivos atraen plagas y hay que usar pesticidas químicos o, peor, semillas transgénicas. Sé que sin cultivos asociados y grandes árboles que aporten nutrientes con sus hojas caducas la tierra de la selva pierde fertilidad, y hay que usar abonos químicos. Sé que los llanos en que pastan las vacas no son naturales, que provienen del desmonte que los gobiernos promueven al asignar las parcelas para su “uso productivo”, y que esta tierra infértil necesita una hectárea entera de pasto para alimentar a un solo animal. Sé que la desforestación reduce los caudales de lluvia, con lo que el problema se hace mayor. Sé que los ríos se secan. Los animales se extinguen. Y sé que cada hectárea de selva que se va desforestando en Sudamérica acelera un poco más el cambio climático global que nos terminará asfixiando.
No todo el paisaje es, por otra parte, tan sereno. Gasolineras, aserraderos, fábricas de ladrillo, cementeras, chatarrerías se van sucediendo a medida que nos acercamos a Yurimaguas. Todavía no veo bares y clubes de carretera, pero los habrá. Los obreros y los camioneros necesitan también un descanso.
El taxi me deja en un paradero nuevo a la entrada de Yurimaguas. Cuando, después de tomar una habitación, me acerco al muelle, compruebo que la gran carretera termina allí. Recuerdo cómo me impresionó el muelle principal de Yurimaguas, la primera vez que lo vi. Con tablas de madera por todos lados para no hundirse en el barro; con multitud de puestecillos de comida y de utensilios (fiambreras de plástico, cubiertos, champú, papel higiénico y todo lo que un pasajero pudiera necesitar en su travesía); con gente pululando por doquier, cargando y descargando, vendiendo, ofreciéndose para portear equipajes, se me antojó una imagen más propia del siglo XIX que del XXI. Ahora sólo veo enormes camiones, una grúa y una estación portuaria repleta de contenedores. En esos contenedores, pienso, llegarán también la delincuencia, la prostitución y la masificación, como en su día llegaron a Pucallpa. Definitivamente, las carreteras son un cáncer para la selva.
De momento, el resto de Yurimaguas no está todavía contaminado. Es una pequeña localidad que no llega a los 50.000 habitantes, de pausado ritmo de vida y amabilísimos habitantes. Cuando salgo de mi hostal a las siete de la mañana la agitación es indescriptible. Todas las calles alrededor del mercado, casi todo el centro de la ciudad, están abarrotadas de viandantes que escudriñan decenas de puestos de ropa y alimentos, sobre todo de pescado, bien sea fresco, ahumado o salado (“Buen pescado, para la chacra, para la abuela, buen pescado”). Las mujeres “israelitas”, una confesión religiosa con muchos adeptos por acá, venden artículos de cocina vestidas como si acabaran de salir de un portal de Belén, mientras escuchan música en su Ipods. Las mototaxis se acumulan en el extremo de las calles, esperando para devolver a las amas de casa a sus, a menudo, lejanos hogares. A medida que aumenta el calor, se observa que la actividad va menguando. A mediodía la ciudad avanza ya con dificultad, y a las dos de la tarde ha perdido por completo el resuello. Sólo en la noche, a las ocho, a las nueve, se verán algunas familias paseando por la plaza.
En realidad, de cuatro a seis se ha producido un brote de efervescencia en un extremo de la ciudad. En el muelle del Vado se celebra el mercado nativo. No es muy distinto del matinal, pero sí cuenta con mucha más presencia indígena. Shipibos y showis, con sus largas canoas amarradas en el muelle, venden plátanos, yuca, aguaje y comida elaborada: empanadas de verde, pinchos de suri (los gusanos de palma de tan jugoso y dulce sabor) y crujientes hormigas conga fritas, que uno debe comer con abundante yuca para que las patitas no se te claven en la garganta o el paladar. En un rincón se exponen para su venta algunos gallos de pelea y un tajino, el chancho de la selva. Aquí no hay turistas, por lo que no se ven animales exóticos ni artesanía. Las indígenas sólo venden las semillas sueltas para que las compren los artesanos de la ciudad.
El del Vado es sólo uno más de los pequeños muelles que salpican la costa con barcos menores y canoas particulares o de pasajeros. En uno de ellos está mi lancha, El romántico II. SALE: A LAGUNAS. DÍA: MAÑANA. HORA: 8.00 A.M. “SIN FALTA”. Al día siguiente, a las siete y media, un hombre pinta tranquilamente el casco del barco, y el cartel sigue en su sitio. No hay ninguna prisa. Me quedo allí mismo, enfrente del muelle, en un hostalito con una terraza que da al río, y escribo estas notas al atardecer, cuando el sol va dorando las copas de los árboles. Ante mí El romántico II, junto a otros barcos, reposa sobre el río Huallaga, que desemboca en el Marañón, que luego se une al Ucayali y, los dos juntos, siguen su curso bajo un nuevo nombre. Río Amazonas.
Los ríos sí, siempre lo han sido. Las carreteras de la selva.
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