"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

lunes, 31 de octubre de 2011

Tiwanaku (la chakana).


(Terraza de “El albergue verde”. Miraflores, Lima. 22 de septiembre de 2011. 20.30 horas.)

-Yo era una gran admiradora de los incas, pues. Pero cuando viajé a Bolivia y vi Tiwanaku, me decepcioné mucho. ¡Los incas se habían copiado de ellos en todo! ¡Así no tiene mérito!

-Mujer, más que decir que se copiaron, habría que decir que los incas “provienen” de Tiwanaku. Es la continuación de un legado que…

-Es como si uno dice, no sé… ¿Qué país inventó la computadora?

-…además desarrollaron y perfeccionaron.

-...lo importante será el país que la inventó, ¿no?

-A  mí lo que me dio curiosidad es que entonces cobra sentido la leyenda de Manco Cápac.

-¡Manco Cápac! Eso son paparruchas que les cuentan a los turistas… ¿Quién se va a creer que un hombre salió del centro del lago Titicaca? ¡Con lo fría que está el agua!

-Es una leyenda, Katia. Las leyendas siempre tienen un fondo de verdad.

-Yo viví una temporada en Puno. Con las tonterías, íbamos a bañarnos al lago. Yo no aguantaba ni diez minutos…

-Pues diez minutos es mucho tiempo.

-¡Y era en la orilla! ¡Imagínate en el centro del lago!

-Katia, es una leyenda. ¿No sabes lo que es una leyenda, un mito? Es como lo de Adán y Eva. Lo de Adán y Eva tampoco es verdad…

-Por favor, Eduardo, no se puede comparar. ¡Lo de Adán y Eva sí que es verdad!


En una isla del lago Titicaca se erigió Tiwanaku, la capital del imperio. Mil quinientos años antes de Cristo ya estaba allí, pequeña aldea de pastores de llamas y agricultores que vivían en casas de adobe, tejían la lana, y deshidrataban la papa para conservarla en forma de “chuño”, tal y como yo he visto hacer en la actualidad. Pero no fue hasta el siglo VIII que la cultura Tiwanaku se expandió. Habían conocido el bronce, y eso les dio una ventaja fundamental en el arte de la guerra. Pronto dominaron el norte del actual Chile y el sur del actual Perú, de la sierra a la costa, así como la práctica totalidad de los Andes bolivianos. Fue el primer gran imperio de Sudamérica. Hoy en día, las aguas se han retirado, y las ruinas de Tiwanaku, la capital del imperio, se encuentran en tierra firme, a quince kilómetros del Titicaca, y a setenta de la ciudad de La Paz.



Estudiando la cultura Tiwanaku encontramos, ya casi perfectamente desarrollados, todos los elementos que definen al glorioso Imperio Inca. Los tiwanaku conformaban también una sociedad teocrática que adoraba al Sol, y en su mitología está ya la figura de Wirakocha, el dios ordenador del cosmos que había prometido volver a la tierra algún día, y al que los incas confundieron con los españoles. En su iconografía se observa también la trilogía de animales sagrados (el cóndor, el puma y la serpiente) en correspondencia con los tres mundos de los que luego hablaré. Los tiwanaku asimismo rendían culto a los muertos, y utilizaban sus momias en posición fetal durante los ritos al dios sol. En los aspectos más prácticos, tenían profundos conocimientos de astronomía y habían compuesto un calendario. Consumían la hoja de coca como alimento y la usaban también de forma ritual. Usaban terrazas de cultivo con sistemas hidráulicos de irrigación. Su cerámica era similar a la inca, y sus orfebres trabajaban el bronce, el  oro y la plata. Pero, sobre todo, conocían la chakana, con todo lo que ello implica.


La chakana o “cruz andina” es el símbolo de todo un sistema de pensamiento ancestral que sigue vivo en el mundo andino. La chakana (“puente hacia lo alto”, “escalera sagrada”) representa en vertical la correspondencia entre los tres mundos:  el Uku Pacha (“mundo de abajo” o “mundo de los muertos”) el Hanan Pacha (“mundo de arriba o supraterrenal”) y el Kay Pacha (“mundo del presente terrenal” o “lugar de encuentro”). En horizontal, representa la complementariedad o el dualismo del Todo: lo masculino y lo femenino, el sol y la luna, el día y la noche, la tierra y el agua, la fuerza y el sentimiento, el bien y el mal. Para el hombre andino todo es complementario, todo está en todo, todo está relacionado. Lo grande y lo pequeño, lo futuro y lo pasado, el mundo de arriba y el mundo de abajo. El ser humano es un nudo más en esa red, un centro de relaciones cósmicas. Y es un centro fundamental, porque él es el encargado de mediar entre los contrarios. Para el hombre andino todos sus actos son sagrados, todos sus actos son ordenadores del cosmos. Todo es rito. Él es el encargado de mantener las correspondencias y la armonía. Entre el cielo y la tierra. Entre el pasado y el futuro. Entre los cerros y las lagunas. Entre los muertos y los que han de llegar. Que nada cambie. Que las relaciones no se rompan. Que todo permanezca en armonía. Es la labor del agri-cultor: el que rinde culto a la Pachamama. El cuidador de la Tierra.

En 1200 d.c. el imperio Tiwanaku se disolvió en beneficio de los señoríos aymaras. Unas cuantas familias tiwanakus emigraron, atravesando el lago Titicaca, hasta asentarse en el Valle del Cuzco, donde pronto dominaron y lideraron a las poblaciones autóctonas. Fue el comienzo del Imperio Inca. Así adquiere justificación histórica la famosa leyenda fundacional, según la cual Manco Cápac, el primer inca, surgió junto con su mujer Mama Ocllo del lago Titicaca y, por designio de Wiracocha, peregrinó por los cerros hasta encontrar el lugar donde se hundió hasta el fondo su báculo sagrado. Habían llegado a Qosqo. Cuzco, el ombligo del mundo.

Manco Cápac diseñó Cuzco con la silueta de un puma, el símbolo de Kay Pacha, el “lugar de encuentro” con el Todo y, con el tiempo (todo está en todo) los territorios conquistados por el imperio inca, el Tahuantinsuyo, adquirieron la sagrada forma de la chakana.  El imperio inca es un símbolo del cosmos.


-¿Ves? Tú te crees lo de Manco Cápac y yo creo en la historia de Adán y Eva. Estamos empatados.

-Yo no he dicho que… bueno, es igual.


Tiwanaku es el primer gran imperio de Sudamérica, y los inmediatos predecesores del esplendor inca, pero sólo es un eslabón más en la cadena de transmisión de una forma de pensar y sentir el mundo que se remonta a muchos siglos de antigüedad. Hasta hace poco se pensaba que la “cultura madre” de los Andes era la cultura Chavín, que se desarrolló en los Andes centrales del Perú, entre 900 y 200 a.c., pero el descubrimiento en los últimos años del siglo XX del impresionante yacimiento de Caral ha hecho desplazar el foco fundacional a los desiertos costeños, y retroceder el período formativo hasta el 5.000 a.c., con lo que la civilización Caral, y por ende la cultura andina, serían coetáneas de Mesopotamia y Egipto, y con mucho la más antigua de América. En 2009 se descubrió un templo en forma de chakana en Ventarrón (Lambayeque), en la costa de Perú,  que data al menos del 4.000 a.c., y yo mismo, en la extraordinaria obra hidráulica pre-chavín de Cumpe Mayo, cerca de Cajamarca, he visto chakanas que se esculpieron en la piedra hace más de tres mil quinientos años.

El imperio de Tiwanaku coincidió en el tiempo con el de Wari, que dominó los Andes peruanos centrales y norteños, y que tenía su capital muy cerca de la actual Ayacucho. En 1200, coincidiendo con la desaparición de Tiwanaku, Wari dio paso a la Confederación Chanka. En Vilcashuamán, a 118 kilómetros de Ayacucho, los incas edificaron sobre las ruinas chankas su Templo del Sol. Y sobre el templo de los incas, edificaron los españoles el suyo.


Caral, Chavín, Tiwanaku, Wari, Cuzco. Ahora todo son ruinas. Y lo que no son ruinas, como en Cuzco o Vilcashuaman, son el basamento de construcciones coloniales. Pero cualquiera, cualquier occidental, que haya visitado una comunidad quechua o aymara, sabe que la chakana está en pie en el corazón de estos hombres y de estas mujeres. Como escribió Neruda, “el reino muerto está vivo”.


-...

-¿Y que estás, jugando al fútbol?

-No. Matando zombis. Tengo que conseguir muchos puntos para comprar más juegos.

-…

-¡Vaya! Se acabó la batería. 









domingo, 30 de octubre de 2011

La Paz





En un continente que se está desarrollando de forma acelerada, La Paz todavía ofrece al viajero de espíritu romántico lo que éste podría considerar una genuina experiencia latinoamericana. Lima o Quito, por ejemplo, presentan centros históricos perfectamente restaurados y organizados y, aunque son muy populosos, el ambiente y el tejido social que se advierte en ellos no son muy distintos de los de cualquier capital mediterránea. Sus elegantes zonas residenciales, como Miraflores en Lima o la Zona Norte en Quito, podrían encontrarse en muchas ciudades europeas. Para contemplar un ambiente popular y callejero tiene uno que irse muy lejos de las zonas céntricas, a los “pueblos jóvenes” o a La Victoria en Lima, o al Sur en Quito. Raramente, además, se ven personas con vestimenta tradicional, en Quito, y muchísimo menos en Lima, donde las formas costeñas asimilan rápidamente la emigración andina. En La Paz, sin embargo, nada más salir del hotel, ante el inmenso despliegue de color, ruido, desorden y humo, el visitante no acostumbrado tiene probablemente la misma impresión de extrañamiento que tuvieran los viajeros del siglo XIX. En las calles de la Paz, de forma abigarrada y superpuesta, es fácil detectar tres de las principales características que definen hoy en día a Sudamérica: La emigración masiva e incontrolada del campo a la ciudad, la convivencia o fusión de lo indígena, lo criollo y lo occidental, y la economía informal.  Si el viajero, de repente, siente que necesita algo (por ejemplo una botella de agua, un rollo de papel higiénico, cambio de moneda, champú, una toalla, una linterna, una lima de uñas, una navaja, un par de calcetines, un cuaderno, una gorra, unas gafas, una mochila, una bolsita de hojas de coca, una carcasa para el teléfono celular, una recarga para el celular, hacer una llamada desde un celular, un bolígrafo, un cepillo de dientes o un plano de la ciudad) tiene la seguridad de que, con tal de levantar la cabeza y mirar un poco a su alrededor, encontrará entre el tumulto a una señora de pollera y gorro (copa alta si es aymara, ala ancha si es quechua) que se lo va a vender. En La Paz todo está en la calle.  Están las calles de la artesanía, de las ferreterías, de la luminotecnia, de la pirotecnia, de los libros, de la ropa, de los zapatos, de los instrumentos musicales, de las k’oas (con los fetos de llama expuestos en grandes canastas), de la fruta, de la carne y, por todas partes, caramelos, chicles, chocolatinas, refrescos, pañuelos de papel, y puestos de comida. Parece mentira que haya suficiente gente para consumir tantas salteñas, tucumanas, humintas, tamales, chicharrones, cortezas de cerdo, charqui, sándwiches de carne, de pollo, de queso, de huevo, de milanesa; hamburguesas, canchitas, salchipapas. Que haya gente para comprar tantas películas, vídeos musicales o cedés pirateados que uno puede escuchar o ver en un televisor en medio de la calle, para asegurarse de que no le estafan. Que haya lectores para comprar tantos libros fotocopiados (de Galeano, de Paulo Coelho, de García Márquez, de Vargas Llosa, de Harry Potter, de autoayuda), tan bien cosidos y encuadernados que sólo el precio te revela que no son originales. Parece mentira que haya gente para abarrotar tantas combis, furgonetas, autobuses, taxis clandestinos, y que aún así las calles sigan atestadas de viandantes. El viajero camina por ese inmenso mercado al aire libre que son las calles de La Paz con la boca abierta y el corazón acelerado. No es sólo por admiración. La Paz se encuentra en una quebrada del altiplano, de sur a norte se empina desde los 3200 hasta los 3700 metros, aproximadamente, y a este y oeste las casas se apiñan en precario equilibrio en pronunciadas cuestas hasta alcanzar los 4100 metros, y confundirse con la ciudad de El Alto, el antiguo asentamiento de emigrantes campesinos, ya en pleno altiplano. Esto hace que en la Paz cualquier paso que uno dé lo dé para subir, o para bajar, y después volver a subir. La altura, el hecho de hallarse en una hondonada y el humo de los innumerables tubos de escape limitan tanto la cantidad de oxígeno en el aire que pasear por la Paz se convierte, por muy aclimatado que uno esté, en un ejercicio físico extenuante. La Paz, literalmente, te deja sin respiración.

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Una de las actividades de escritura creativa que suelo practicar con mis alumnos consiste en proponer una hipótesis a partir de un sustantivo y un verbo escogidos al azar. ¿Qué pasaría si…? Pongamos, por ejemplo, el sustantivo “coche” y un verbo cualquiera… “desaparecer”: ¿Qué pasaría si en una ciudad (digamos, La Paz, capital de Bolivia) desaparecieran los coches?

Pues pasaría que la gente miraría asombrada por las ventanas ante la falta de ruido. Poco a poco se irían asomando, con cierta aprensión, a las calles, hasta que al fin se decidirían a arreglar a los niños y salir a caminar por ellas,  sin rumbo, por el mero placer de pasear. Las avenidas se inundarían de bicicletas, patines y skates, y en las calles aledañas abuelos y nietos jugarían a la pelota. En medio de la calzada los niños correrían jugando al coger, al esconder, y las niñas saltarían a la comba. En alguna esquina podría contemplarse un partido más organizado de fútbol o de vóley. Los adolescentes se harían fotos ante los murales de los túneles subterráneos, los mismos murales que hasta entonces sólo habían visto desde las ventanillas del autobús. Mimos y músicos ambulantes encontrarían espacio de sobra para montar sus espectáculos, y la gente se arrebullaría a su alrededor. Los puestos callejeros (muchos menos de lo habitual, porque los comerciantes de El Alto no tendrían movilidad para bajar hasta el centro) agotarían sus existencias de helados y golosinas. La ciudad se llenaría de música, proveniente de los bares, sin verse solapada por los cláxones y los frenazos, y los camareros tendrían que trabajar mucho más, acudiendo a las mesas que ellos mismos habrían situado en pleno asfalto. La gente luciría sonriente y feliz, y hasta se diría que se respira con más facilidad. La Paz, sin árboles, se convertiría en un inmenso parque.

Sí. Estoy seguro de que, mientras yo aprovechaba para corregirles las tildes del tiempo condicional (“pasarííía”), esto es lo que mis alumnos escribirían.

El domingo 4 de septiembre fue el Día del Peatón en La Paz. La verdad, no estoy seguro de que estas fechas simbólicas contribuyan mucho a eliminar los problemas de tráfico o contaminación de una ciudad. Pero nadie puede quitarnos el placer de, al menos durante un día, haber vivido dentro de un cuento hecho realidad.



sábado, 29 de octubre de 2011

Urkupiña (Danzas de Bolivia).


Leire, una cooperante vasca, pudo verlo en Torotoro. El tinku es una lucha ceremonial que se celebra en comunidades quechuas de las regiones de Oruro y Potosí. A veces los enfrentamientos son grupales, pero más a menudo las peleas se realizan de uno en uno, tras un reto que se lanzan individuos que normalmente arrastran una larga historia de agravios entre ellos. No hay reglas, salvo la prohibición de usar piedras u otras armas, y la duración del combate es ilimitada. Si la tierra se ve abundantemente regada de sangre, supone un buen augurio para la próxima cosecha, y mucho más si se produce alguna muerte. La cosecha, el año en que Leire entrevió un tinku (según me cuenta, no fue capaz de terminar de verlo) debió ser excelente porque, tras pasar unos días en coma en un hospital de Cochabamba, murió uno de los combatientes.



El tinku que yo he visto, en Potosí, en Cochabamba y en Quillacollo, es muy distinto. Se trata de una danza colectiva que sublima esta bárbara práctica ancestral, y la convierte en arte. Hombres y mujeres, por separado, imitan los gestos del enfrentamiento físico al son de la música, y el tinku se convierte entonces en un baile pleno de fuerza y misterio. Leo sorprendido en la wikipedia que el tinku sólo aparece como baile en los años ochenta del siglo XX. En sólo treinta años el pueblo quechua ha asumido con pasión este espectáculo en todo el país, y cualquiera pensaría que es una danza con siglos de antigüedad. En poco tiempo, quiero pensar, esta recreación simbólica y artística habrá sustituido por completo al sangriento rito original.






El tinku es, para mi gusto, el más impresionante, pero es sólo uno más de los numerosos bailes que se pueden admirar en Bolivia, quizás el país sudamericano donde el folklore está más vivo. No es exagerado decir que hay al menos una danza característica de cada región, cada etnia y cada clase social, y que a través de ellas es fácil componer la sufrida historia de este múltiple y abigarrado país.

La chacarera, por ejemplo, muy popular también en el norte de Argentina, es propia del Chaco (esto es, en Bolivia, Tarija y Santa Cruz). Se trata de un baile en pareja, alegre y elegante, que nació entre los hacendados y pequeños propietarios de los llanos y que, aunque en su percusión desvela la influencia de los esclavos negros que en su momento poseían, mantiene un indudable sabor criollo.

foto: Maricarmen Espejo

De Los Yungas, la zona tropical también llamada “selva alta” o “ceja de selva”, donde proliferaron, y aún proliferan, las plantaciones cocaleras y de cítricos, provienen los caporales. El caporal (capataz) realiza acrobacias, en la mano el látigo destinado a fustigar a los trabajadores, para impresionar a las bellas señoritas que menean sus pequeñísimas faldas. Los caporales, en realidad, son una escisión urbana de la saya, el baile afroamericano que recrea la situación de los esclavos en las plantaciones. De allí tomaron los caporales las sonajas de los tobillos, que imitaban las antiguas cadenas y que, en sus botas, más bien parecen espuelas. Por su vistosidad y el lucimiento personal al que invita, esta danza es la más practicada entre los jóvenes de clase media y alta de Bolivia.





Mucho más antigua y popular es la morenada, una de las reinas del Carnaval de Oruro, y cuyos orígenes se remontan a la colonia. Al parecer se inició como una sátira del pueblo aymara hacia los esclavos negros de las minas, pero siglos de evolución la han convertido en un multifacético espectáculo de color y fantasía.










Pero el mayor símbolo del Carnaval de Oruro es, sin duda, la diablada, un baile que, aunque tiene su germen en rituales ancestrales de más de 2000 años de antigüedad, nació propiamente entre los mineros de Potosí y de Oruro para glorificar a Supay, el Tío que domina las profundidades de la tierra. Los sacerdotes católicos terminarían por convertirlo en un desfile sacramental que representa la lucha entre el Diablo y los arcángeles. En la actualidad, como corresponde a los tiempos, han aparecido también “Chinas Supay”, mujeres diablesas que aportan al baile mayor misterio y sensualidad. También el oso andino hace, al final, su aparición.








Toros, toreros y damas de mantilla hacen su aparición en el waka toqoris, el baile mediante el que los pueblos indígenas parodiaban, o quizás simbólicamente se apropiaban, de las formas y costumbres de sus opresores españoles.






La canción por excelencia del mundo andino es el huayno, que presenta versiones en quechua, aymara y castellano. Normalmente el huayno (huayño, en aymara) es una canción triste y de ritmo lento, pero también existen variedades bailables, que no podían faltar en los desfiles de Bolivia.






Por último, cabe mencionar el pujllay, que aunque es un baile quechua típico de la región de Chuquisaca, está teniendo al parecer una derivación urbana que glorifica el pasado del imperio incaico, dentro de la creciente mentalidad de indigenismo "purista" que hace décadas se está implantando en amplios sectores mestizos tanto de Bolivia como de Perú.




Quien baila su mal espanta. En Bolivia hay desfiles folklóricos de colegiales, de universitarios, de gremios profesionales, además de las clásicas "fraternidades" que son las que participan en los actos oficiales. El sincretismo y la fusión de estas manifestaciones se evidencia en el hecho de que los mismos bailes sirven igual para el carnaval como para las celebraciones religiosas. Yo tuve la oportunidad de verlos en Quillacollo, en la llamada "Entrada de Urkupiña", el desfile que se organiza todos los 14 de agosto en honor a la Virgen del mismo nombre. Al día siguiente acudí a la ermita, y el espectáculo que pude contemplar no fue menos fascinante. Miles de personas celebraban k'oas en pequeñas parcelas de tierra alquiladas, como símbolo de sus propios hogares. Con martillos partían piedras del cerro para conservarlas como amuleto. Además de todo tipo de comida y abundante cerveza, en los puestecillos se vendían casitas en miniatura, locutorios, tiendas de abarrotes; falsos fajos de dólares, euros y soles; pasaportes y billetes de avión; certificados de indulto para los familiares que estuvieran presos; licencias matrimoniales y títulos universitarios... todo según el deseo que cada cual quisiera pedirle a la Virgen de Urkupiña. Según me contaron, deben guardar estos objetos durante un año en un altarcito doméstico, junto con trozos de piedra del cerro, y devolverlos al año siguiente si quieren que la Virgen atienda sus peticiones. En medio de un ambiente de feria, con parque de atracciones para los niños incluido, uno podía hacerse leer su destino en las cartas o en las hilachas del hierro fundido, o bien adquirir pequeñas piedritas de colores, bendecidas por la Virgen, como protección para la buena salud, para el amor, para el dinero, para los viajes. De más está decir, si no es por fe o superstición al menos que sea por precaución, que una pequeña piedrita de color verde me acompaña desde entonces.

lunes, 17 de octubre de 2011

Guido, y los niños de la clefa.



Cuando tenía quince o dieciséis años, a Guido le gustaba mucho la música rock. También le gustaba el alcohol, la marihuana y la cocaína. Estaba a punto de dejar los estudios y la relación con sus padres, y yo apostaría a que con todas las personas, era distante. “Yo era muy frío. Me consideraba una persona muy fría”, me dice. Entonces llegó su hermanita. Llegó ya con año y medio porque, aunque Guido la llama así, en realidad es su sobrina. La madre, la hermana mayor de Guido, la abandonó, simplemente desapareció, y la pequeña pasó a vivir en la casa familiar. Eso fue en 2001, y en 2001 fue cuando Guido, él me lo cuenta y también lo ha escrito en su libro, sintió la llamada del cariño y de la responsabilidad. Se dio cuenta de lo importante que sería para su hermanita el ejemplo que él le pudiera, en un futuro, suponer. Abandonó, no sé si por completo ni me importa, las drogas, y mientras trabajaba en una imprenta, se sacó el título de Técnico Superior en Trabajo Social. Su primer trabajo fue en el Chapare, impartiendo talleres a los trabajadores de una empresa que se dedica a la exportación de frutas. Según me cuenta, Guido se quedó impresionado al ver la explotación a la que sometían a estos hombres. Mientras practicaba con ellos dinámicas conducentes a fortalecer los buenos hábitos alimentarios o de salud, pensaba en las cosas que realmente deberían saber, y que alguien les debería enseñar. Se sentía cómplice, y renunció. De nuevo en Cochabamba, ingresó en la Universidad de San Simón para obtener la licenciatura en Trabajo Social, y comenzó a colaborar como voluntario en la Fundación “Estrellas en la calle”, que pronto le haría un contrato. Allí ("al principio me daban miedo") conoció a los niños de la clefa.



Las tres fotos: Guido R. Huanacu.

Yo los he visto. Te apuntan con la mirada vacía desde el césped de los parques. Deambulan cerca de los puestos callejeros y te piden algo de comer con expresión ausente. Rebuscan en las papeleras y en los tachos de basura. Los niños y adolescentes de la clefa son los niños sin hogar, y la clefa es el pegamento, la cola de pegar madera, que inhalan. Un p’uti (“pequeño” en quechua), esto es, un botecito de plástico lleno de pegamento, cuesta catorce bolivianos. Un euro y medio. Puede durar, dependiendo del consumo, de un día a una semana. En Cochabamba tres proveedores se reparten las zonas de venta. Compran la cola de pegar al por mayor, la mezclan con gasolina, y se la venden a los chiquillos en los parques. Los niños de la clefa comenzaron a verse en Cochabamba a principios de los 80, una de las consecuencias de la emigración de los cerros a la ciudad, y desde entonces su número no ha dejado de crecer. Por los datos que me da Guido, calculo que en la actualidad habrá en la ciudad un niño sin hogar por cada 700 habitantes. Entre los ocho y los doce años comienzan a llegar a la calle. La mayoría huyen de sus hogares por problemas de violencia doméstica o desestructuración, son huérfanos o han sido abandonados. Otros proceden del trabajo infantil: comienzan a recorrer las calles, por mandato de sus padres, vendiendo caramelos o pañuelitos de papel, y terminan por no volver más a sus casas. Guido trabajó tres años con los niños de la clefa. Y no quedó muy satisfecho.


Según Guido, la labor que llevan a cabo las ONGs con estos niños, sobre todo las religiosas, es meramente asistencial. Les proporcionan comida, medicinas y mantas, y su principal objetivo es conseguir que ingresen en un Hogar de los que administran. Pero estos hogares son de régimen abierto y, en muchos casos, exclusivamente nocturnos, por lo que los niños no abandonan su adicción a la clefa, disponen de todo el día para vagabundear por las calles, y tarde o temprano no se molestan en volver. Yendo y viniendo, en palabras de Guido, “estos niños se han convertido en una fuente de ingresos para las ONGs”. Rehabilitarlos de su adicción es para Guido fundamental, porque la inhalación de clefa provoca atrofia y parálisis progresiva, y la esperanza de vida de un adicto a la clefa no pasa de los quince años de consumo. Para algunos, el ser internados en un Centro de Menores Infractores, o directamente en la cárcel si son mayores de edad, es una salvación. “La realidad hay que mirarla con ambos ojos", me dice Guido, "no se puede cerrar un ojo a la realidad”. Para ello, para mirar de frente a la realidad, Guido ha escrito un libro, y lo ha autoeditado con su propio dinero, y algunas donaciones voluntarias.


Niño-niña. Azares y vivencias de calle es un libro muy bien estructurado que no sólo aporta datos y propone un modelo razonado de intervención sino que, también, relata con mucha cercanía varias historias concretas de niños y niñas de la calle con los que Guido trabajó, y en el que el autor nos habla mucho de sí mismo, y de las circunstancias que le motivaron a escribir su obra. Es un libro escrito con rigor y sensibilidad, cuya lectura resulta fácil, esclarecedora y emotiva. Para Guido la rehabilitación de un niño de la clefa sólo tiene posibilidades de éxito cuando éste presenta lo que él denomina una “demanda de cambio”, que puede presentarse en dos fases: la “demanda latente”, cuando el niño comienza a presentar síntomas de insatisfacción (el consumo de clefa provoca una sensación placentera que hace que, sobre todo en los primeros años de permanencia en la calle, el niño no tenga deseos de cambiar), y la “demanda estructurada”, cuando el niño, ya adolescente por lo general, comienza a plantearse un posible proyecto alternativo de vida. La labor del trabajador social sería estar atento a estas demandas para atenderlas y encauzarlas. El siguiente paso sería el ingreso del niño o la niña en un centro cerrado de desintoxicación. Sólo cuando su adicción estuviera superada, podría pasar a un centro abierto, una casa tutelada o, cuando las circunstancias lo permitieran, volver al hogar familiar, y desde allí facilitar su inserción en la sociedad apoyándole en el proyecto de vida que se hubiera marcado. La excesiva labor asistencial, por muy bienintencionada que ésta sea, sólo contribuye a retrasar la aparición de esta necesidad de cambio.  Para querer cambiar, el niño necesita sentirse incómodo en la calle, y en este sentido Guido ha comprobado que un moderado acoso policial hace que aumente la necesidad de cambio. También, y las páginas que dedica a estos aspectos en su libro son conmovedoras, el amor, la formación de parejas estables y, en el caso de las mujeres, la maternidad, son factores que provocan fuertemente la necesidad y la demanda de cambio. Es la llamada del cariño y la responsabilidad.

Por supuesto, Guido también dedica un capítulo a la labor de prevención con familias en situación de riesgo. Yo añadiría, como factor de prevención, el desarrollo integral en las comunidades rurales, única forma de frenar la emigración incontrolada, fuente de marginalidad, a las ciudades.

No parece que los centros cerrados estén de momento en la agenda de las organizaciones públicas o privadas que trabajan con los niños de la clefa. Y me temo que las discrepancias sobre las estrategias a seguir con estos niños no fueron ajenas a que Guido Huanacu estuviera durante un tiempo desempleado. En la actualidad, sin embargo, y mientras termina su licenciatura, Guido tiene dos trabajos, uno en una imprenta como diseñador gráfico, y otro en una ONG que se dedica a la prevención de la drogadicción y el pandillismo juvenil. Tiene, además, una teoría fundamentada sobre el trabajo social con los niños de la clefa,  y ha sabido reproducirla de forma convincente en una publicación. Tiene una novia a la que, según expresa en su libro, debe querer mucho (eso es más importante que el hecho de que te quieran); y tiene una hermanita que, calculo, habrá cumplido ya los doce años. Caigo ahora en la cuenta de que no le he preguntado a Guido cómo está, su hermanita. Qué tal le va en el colegio y eso. Pero estoy seguro de que ya conozco la respuesta.


sábado, 15 de octubre de 2011

ASPA en Bolivia (2): río Tapacarí.






En las pequeñas comunidades que habitan la ribera del río Tapacarí, a cuarenta kilómetros al sudoeste de Cochabamba, el cambio climático también ha hecho estragos en las últimas décadas. Las lluvias torrenciales, unidas a la intensa deforestación causada por los frecuentes incendios y por la tala indiscriminada de los comunarios (una práctica que están empezando a regular) provocan aluviones que arrastran la capa de tierra fértil, de tal modo que hace décadas que en los cerros ya casi no se puede cultivar. El río, antes de un caudal bastante constante, sufre ahora fuertes crecidas en época de lluvias y, por el contrario, más de cuatro meses al año está tan seco que se convierte en la mejor carretera para acceder a las comunidades de la zona, a muchas de las cuales en época húmeda sólo se puede llegar en burro o a pie.   





En este caso, la solución, el restablecimiento del orden, se ha conseguido gracias a la implantación de once kilómetros de muros de contención a lo largo del río. Con estos muros se ganan unos terrenos al cauce del río que, tras ser abonados con tierra fértil, pasan a formar parte de las tierras de labor de los comunarios. La posición en ligera diagonal de los muros hace que, cuando el río viene crecido, sólo acceda a las chacras, mansamente, el agua, sin las  abundantes piedras y ramas que suele arrastrar con violencia.



Si a ello se le añade la instalación de canales de riego por aspersión, que permiten hasta seis horas de riego cada semana (antes apenas llegaban a los quince minutos al mes), los resultados, felizmente, saltan a la vista.








Aparte de otros proyectos complementarios, como la implantación de cocinas de leña mejoradas, que garantizan que el humo salga al exterior y no invada el interior de las casas (y de las que bien orgullosas se sienten las familias de la comunidad de Sicaya, en la foto), ASPA, dentro del programa DIRTA (Desarrollo Integral de la Ribera del Río Tapacarí) ha propiciado la construcción y el funcionamiento de un Centro de Salud para la zona, así como de un Centro de Recursos que presta apoyo psicopedagógico a los colegios de primaria y secundaria que funcionan en las comunidades. De lunes a viernes, Zulema y Johnny acuden a los colegios con su batería de computadoras portátiles y juegos de mesa a reforzar el aprendizaje de los alumnos, y por las tardes esperan en el Centro de Recursos a adultos y menores para iniciarlos asimismo en las nuevas tecnologías. Ambos pertenecen a ADIO (Asociación por la Dignidad y la Igualdad de Oportunidades), una de las contrapartes con las que trabaja ASPA en Bolivia. Johnny, por cierto, es uno de los primeros habitantes de Sapanani que ha obtenido un título universitario (véase artículo anterior), y en Sapanani lo esperan todos los viernes su mujer, su casa y su chacra. 





Con Zulema y Johnny estuvimos conviviendo diez encantadores días en el Centro de Recursos, con ellos visitamos los colegios, y con ellos participamos en juegos y actividades que pudieran interesar a los alumnos. Supo a poco pero, como siempre, fue muy lindo trabajar con estos niños y adolescentes. Y, también como siempre, fue una bonita oportunidad para hacer fotos.