"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

martes, 31 de mayo de 2011

Ushuaia. Patagonia y Tierra del Fuego.


El conductor del minibús que recorre los 204 kilómetros que separan Río Grande de Ushuaia, en Tierra del Fuego, pregunta al llegar dónde se queda cada pasajero, y los deja en la puerta de sus casas, o en la esquina más próxima. Cuando llega el día de mi partida, me entero de que es posible avisar por teléfono, y que el bus venga a recogerme también. En principio, me parece una comodidad superflua, y no lo hago. Pero cuando, a las cuatro de la madrugada, vestido de astronauta a pesar de que apenas está comenzando el otoño, salgo de mi hostel para recorrer las cinco cuadras que me separan de la parada del minibús, comprendo el porqué de tanta amabilidad. En invierno, con veinte grados bajo cero, dos metros de nieve y diecinueve horas de oscuridad, no debe ser nada agradable esperar el bus a la intemperie. De más está decir que fui el único que lo esperó en la calle esa madrugada.



En Ushuaia, y en toda la Patagonia argentina y chilena, prefieren las carreteras de tierra o gravilla, porque el asfalto, dicen, es peligrosísimo con las heladas. En invierno, para trasladarse de una localidad a otra (las distancias son inmensas, además) hay que llevar en el coche mantas, comida, mate y agua caliente en abundancia, algún libro, y garrafas de gasolina para que pueda seguir funcionando la calefacción. Lo más normal es verse embarrancado, y más de uno ha tenido que esperar hasta cuarenta y ocho horas a que amainara la tormenta, y llegaran los quitanieves. En las casas, las ventanas del primer piso a menudo sustituyen a las puertas, colapsadas por la nieve.


Lo más curioso es que todo el mundo te cuenta estas cosas con una sonrisa en la cara: todos hablan de lo inhóspito del clima como si te contaran las inocentes travesuras de un niño, un niño al que quisieran mucho además. En El Chaltén, poco más que un campamento base para los que se disponen a escalar el Fitz Roy (aunque también cuenta con preciosos senderos para recorrer por advenedizos o novatos como yo) asistí a un pequeño concierto de un cantautor. Llevaba quince años fuera de la Patagonia, había vivido en Salvador de Bahía, San Juan de Puerto Rico, Cancún y la costa de California, todos ellos sitios que se suelen considerar paradisíacos para vivir. Pues bien, la mayor parte de su repertorio era un canto de amor y de nostalgia a la Patagonia. Entre canción y canción no paraba de felicitarse por haber vuelto a su tierra, y recordaba, sus ojos brillantes de ilusión, cuando El Calafate no eran más que 12 casas, todas iguales, y él se refugiaba con sus amigos en un galpón donde dormían un caballo y una mula a beber vino y cantar acompañados de la guitarra, la tormenta azotando en el exterior. Las gentes de la Patagonia, además de abiertas, amables y sanas, demuestran un gran amor a su tierra. Una tierra que a menudo es elegida. Una tierra de adopción. A nadie que pase aquí algún tiempo le puede extrañar.




Y es que la Patagonia, y Tierra del Fuego, con su salvaje belleza, su inmutable inmensidad, sus irreductibles soledades, se diría inmune a la labor del ser humano. Aquí el hombre se siente empequeñecido, y apenas tolerado, por un mundo distante y hermoso. Un mundo que, ajeno a ti, sigue su curso de siglos. El clima extremo de estas latitudes se me antoja que hace el efecto de una amante consentida, fogosa y caprichosa. De una amante cubana. La mayor parte del tiempo te hará la vida imposible pero, cuando esté de buenas (cuando salga el sol, cuando no llueva o nieve, cuando no haga viento…) será maravilloso. Así, poco a poco, uno se va enganchando a sus veleidades y a sus golpes de mal humor y, sabedor de que nunca será tuya por completo, comprende que ya nunca podrá vivir sin ella. Supongo que esto sienten los alpinistas cuando hablan de su amor a las montañas. 






Manejando por las estepas de la Patagonia distingue uno con facilidad quiénes estamos fuera de lugar, y quiénes son sus verdaderos habitantes. Águilas, halcones, zorros y liebres se asoman sin pudor a la carretera, así como los guanacos y los ñandúes, especies protegidas, que pasean libremente por los pastos donde ya apenas quedan ovejas. En el cielo, cerca de las montañas, sobrevuelan los cóndores, y en el Muelle Antiguo de Punta Arenas, en el estrecho de Magallanes, no hay que esforzarse mucho para ver un cormorán.  




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Ushuaia









En su momento (aquí) di cuenta de mi llegada a Ushuaia. Abierta a una bahía que no lleva a ninguna parte, rodeada de montañas con nieves eternas, recóndita, fría y expuesta a los vientos, Ushuaia es digna de ser considerada el fin del mundo. Apenas hay que caminar cinco minutos para encontrarse en plena naturaleza, y un par de horas para llegar al glaciar Martial. A diez kilómetros se encuentra el Parque Nacional Tierra del Fuego, de donde ya publiqué (aquí) algunas fotos, y donde es fácil sentir lo que sin duda sintió (muy pronto hablaré de él) el padre de E. Lucas Bridges. 







sábado, 28 de mayo de 2011

El Perito Moreno




Marzo de 1711. Una pequeña tribu tehuelche culmina sus rituales en el territorio sagrado que hoy conocemos como Campo de Hielo Patagónico Sur, en las Torres del Paine (“paine” significa “azul” en lengua tehuelche, por el color del hielo). Cae la nieve sobre las escasas pieles de guanaco con las que cubren su piel. Tal vez han escuchado, estos tehuelches, que unos dos mil kilómetros al norte, en la frontera con el río Bíobío, sus hermanos mapuches luchan encarnizadamente contra unos bárbaros y barbudos extranjeros, pero ellos aún no han sentido ninguna amenaza, ni esperan que pueda llegar. Se equivocan. Pronto los mapuches, ante la embestida blanca, se verán obligados a emigrar al sur, atravesarán los Andes, y convivirán y se mezclarán con los tehuelches en la inmensa estepa patagónica.



Allí resistirán hasta 1879, año en el que el general Julio Argentino Roca, futuro presidente de la República Argentina, emprenderá con éxito la llamada “Conquista del desierto”, con el declarado objetivo de exterminar los salvajes de toda esa tierra, y abrirle las puertas al progreso.


Dos años antes, el explorador y naturalista Francisco Pascasio Moreno, “el perito Moreno”, había sido el primer hombre blanco en llegar hasta los campos de hielo, y el primero en extasiarse ante el monumental glaciar que hoy lleva su nombre. Tan agradecido estaba a la ayuda que en sus expediciones le habían brindado los tehuelches, que reclamó varias docenas de prisioneros que conocía, caciques principales con sus familias completas, para que pasaran a integrar la “colección viviente” de su Museo de la Plata. Allí el público asistente podía comprobar, día a día, cómo iban muriendo de pena y de asco. Después, admiraron en las vitrinas sus esqueletos.

En 1905 desapareció el último tehuelche reconocido.



La estepa se llenó de estancias ovejeras de capital británico. Inmensos latifundios que rendían cuenta a sociedades anónimas ubicadas en Londres, y que eran administradas sobre el terreno por militares ingleses retirados. Durante la primera gran guerra en Europa el precio de la lana alcanzó límites estratosféricos, pero no por eso mejoraron las condiciones de semiesclavitud y precariedad en que se trabajaba en la Patagonia. Las huelgas de esquiladores, arrieros y obreros de las estancias, la mayoría emigrantes chilotes que habían cambiado el mar de agua por el mar de pasto, se resuelven con el fusilamiento de más de mil quinientas personas por parte del ejército argentino en 1921.

Pronto, la competencia de los tejidos sintéticos y la sobreexplotación de los pastos acabaron con el negocio. Los ingleses, un poco más ricos que cuando habían llegado, se fueron por donde habían venido, y la tierra, ahora baldía, volvió a quedar desolada.

Hoy muchas estancias están abandonadas, y otras se han convertido en hoteles de lujo. La ganadería es escasa y sólo para consumo interno. La mayor fuente de ingresos es el turismo, y es más fácil ver en la Patagonia un restaurante que una tienda de forraje y artículos de labor. Aún así, un pueblo de más de diez mil habitantes como El Calafate sigue siendo una gran urbe de crecimiento desmesurado en esta tierra de infinitas distancias y deslumbrantes soledades.


Han pasado muchas cosas en trescientos años, pero la nieve que cayó sobre las montañas aquel marzo de 1711 todavía está aquí. Apenas se ha movido treinta kilómetros recorriendo, en forma de hielo, la lengua del glaciar. Por fin, hoy, ante mis ojos, se desprende y cae desde una altura de más de sesenta metros, con estrépito de trueno, sobre las aguas del brazo Rico del lago Argentino. Este invierno, después de evaporarse del lago, la misma nieve que cayó trescientos años atrás sobre los tehuelches volverá a caer sobre los habitantes, los tejados y las calles de la localidad de El Calafate y, en el Campo de Hielo Patagónico Sur, el viejo ciclo, ajeno a los avatares de lo humano, recomenzará.




“El mundo comenzó sin el hombre y terminará sin él”, pronosticó Levi-Strauss. Ojalá sea así.  


Bibliografía:
Chatwin, Bruce. En la Patagonia.
Borrero, José María. Patagonia trágica.
Bayer, Osvaldo. La Patagonia rebelde.
Baez, Christian; Mason, Peter. Zoológicos humanos.

viernes, 27 de mayo de 2011

Caminos




No quiero riquezas, ni esperanzas, ni amor, ni un amigo que me comprenda. Lo único que quiero es el cielo sobre mí, y un camino bajo mis pies.

Robert Louis Stevenson.




Escrito en la pared de un bar de Bariloche.




Fotos: Parque Nacional Tierra del Fuego. Ushuaia (Argentina).









jueves, 26 de mayo de 2011

Bariloche



En Sevilla, mi entidad bancaria tuvo la idea de cambiar todas las tarjetas de sus clientes por otras más seguras, con un chip o no sé qué, y desactivar las antiguas. Habían avisado por mensajes de móvil y enviado las tarjetas nuevas por correo postal pero, claro, yo no me había enterado de nada. De modo que, durante tres días, me encontré con que todos los cajeros automáticos de Bariloche se negaban a darme dinero, y yo no sabía qué ocurría. Por suerte cuento en Sevilla con mi particular “señor Lobo”, el solucionador de problemas, que se mostró (un abrazo desde aquí) tan eficiente como siempre. Acudió a mi entidad a informarse, me envió un giro por Western Union, encargó las tarjetas nuevas, las recogió y me las envió por mensajería. Ello no impidió que, entre una cosa y otra, tuviera que permanecer en Bariloche más de veinte días. No podría imaginar un sitio mejor para quedar varado un tiempo. En Bariloche descubrí unos paisajes hermosísimos, una gran tranquilidad de espíritu y, sobre todo, unas gentes felices y sanas, amables y hospitalarias. Bariloche, la Región de los Lagos, la Patagonia en general, es todavía para muchos una tierra de oportunidades y de esperanza.



Mónica y Maro son dos profesores de Rosario que rondarán los cincuenta y cinco o casi sesenta años. Hace más de veinte, cuando se conocieron en Rosario, decidieron cambiar de vida y venirse aquí. Compraron un terrenito en Villa Los Coihues, al pie de la laguna Gutiérrez (en la foto) y Maro, que es tecnólogo, construyó poco a poco una preciosa casa de troncos de árbol (“me salió un poco doblada” me dice Maro, y es cierto, pero es preciosa), en la que todavía viven. Con ellos, y con su gata y su enorme y bonachón perro, me alojé cinco días, y compartí agradabilísimas cenas regadas con vino de Mendoza. Mientras Mónica practica las variaciones Goldberg al piano, y Maro construye una gran mesa de madera en el jardín para cuando sus hijos y nietos vengan a comer con ellos, yo leo a Roberto Bolaño tumbado en la cama, con la gatita arrebullada contra mi pecho, y me dejo arrastrar por este delicioso calor de hogar. Los hijos de ambos, de anteriores matrimonios, no debieron verlos muy mal aquí, porque poco a poco todos se han ido mudando, y viven ahora con sus familias en cabañas cercanas. Mónica y Maro me cuentan anécdotas de cuando en Villa Los Cohiues no había tendido eléctrico ni gas, y había que cocinar y calentarse con leña. Se quejan de que en los últimos años ha venido a vivir aquí ya demasiada gente, pero lo cierto es que yo, cuando atravieso la cancela, sólo veo montañas y bosque.

Maro es director de una escuela de educación de adultos patrocinada por una fundación, y Mónica es profesora de Sociales allí también. La escuela está en los altos de Bariloche, una zona esteparia que sin duda los numerosos turistas que invaden el centro de la ciudad ni siquiera sospechan que existe. Se trata de un cúmulo de infraviviendas de madera habitadas por emigrantes de rasgos chilotes o mapuches, otra cara de la emigración al sur. En invierno, con 10 grados bajo cero o más, debe ser realmente duro vivir aquí. El día anterior a mi visita una de estas viviendas se había quemado (ellos siguen sin gas, y las cocinas de leña propician a veces estos accidentes) y yo acompañé a Maro y a unas alumnas a llevar a una casa unas bolsas de ropa y otros artículos de primera necesidad para los damnificados. Me recibieron con naturalidad, cariño y total afabilidad. “En Latinoamérica” había leído el día anterior en Bolaño “nadie, salvo quizás los chilenos, se avergüenza de su pobreza”.

Maro y Mónica pasean por los pasillos de su pequeña escuela dando besos a todos los alumnos, la mayoría muchachas jóvenes que tuvieron que interrumpir sus estudios por embarazos prematuros, y ahora toman apuntes con sus críos en el regazo. Para los más pequeños o los más nerviosos, hay un minúsculo jardín de infancia al cuidado de dos antiguas alumnas. El ambiente en la escuela es encantador, y a mí me da reparo proponerle a Maro que me permita hacer alguna actividad en clase. Echo de menos la profesión.

Por no abusar de la hospitalidad de Mónica y Maro, me traslado al centro de Bariloche, al Hostel 1004, situado en el décimo piso del Bariloche Center, el único edificio alto de la ciudad, y en cuyo espléndido salón, con la vista que puede apreciarse en la foto de cabecera, escribí varios artículos. Allí conocí a Ani, una mochilera sueca que llevaba ya más de un año recorriendo Sudamérica cuando arribó a Bariloche. Aquí se quedó, trabajando en el hostel. Me cuenta que no le gusta la vida en Europa, que allí todo está muy codificado (“trabajar, casarse, tener niños y después morirse, me dice). Le comento que, de todo Sudamérica, Argentina es lo más parecido a Europa, en realidad. “Sí”, me responde, “esto es como Europa, pero mejor. La gente es más abierta y más amable”. El viajero, decía Paul Bowles, es aquel que cuando llega a un sitio no sabe si acaso permanecerá allí el resto de su vida. Ani, con los ocho años que lleva sin salir de Bariloche, sigue siendo una viajera.

En una pizzería conocí a Marina, una espléndida mujer rubia de cincuenta años con unas piernas que hacen honor a su pasado de tenista semiprofesional. Marina es de Buenos Aires, se vino a Bariloche cuando se separó de su marido, y aquí vive con su hija de quince años, administrando su pequeña pizzería y dando algunas horas de clase de Educación Física en un colegio por las mañanas. Como cuando yo estuve en su pizzería no había más clientes, se sentó con toda naturalidad en mi mesa y comenzamos a charlar. Terminamos yendo de acampada a la ribera de un río que ella conocía, cerca de una comunidad mapuche, y charlando y mateando con los lugareños.  

Por variar un poco me fui a El Bolsón, un pequeño pueblo acurrucado entre dos cordilleras. En el albergue donde me alojé viven provisoriamente Leonardo y Sonia, dos jovencísimos profesores que, hartos de Buenos Aires, han decidió hace poco venir a probar fortuna aquí. Mientras encuentran trabajo de lo suyo (Sonia, que es profesora de inglés, ya ha conseguido unas cuantas horas en un colegio) hacen tartas de zapallo y las venden en la plaza del pueblo. No es una idea original. La plaza de El Bolsón está plagada de pequeños artesanos (“hippies”, diríamos en España) que venden mermeladas caseras, licor de cerezas, bizcochos, huevos y tomates ecológicos, y toda clase de artesanías de cuero. No creo que ninguno haya nacido aquí. Es un placer pasear entre el mercadillo con una tarta de zapallo en una mano y una cerveza artesanal en la otra, como lo es caminar por los senderos de los alrededores, preciosas montañas boscosas salpicadas de casitas como las de Mónica y Maro. Como la que algún día Leonardo y Sonia tendrán.

 En la terminal, a la vuelta del Bolsón, me aborda un “jalador”. El hostel que me propone es bastante más barato que el 1004, y allí me voy. Por la noche me ve en el hostel y se sienta conmigo en el jardín a tomar una cerveza. Se llama Luca, es venezolano y lleva tres años buscándose la vida por aquí. Como la mayoría de los caribeños, es hiperactivo, le encanta hablar de mujeres, y a veces se pasa de gracioso y resulta un poco cansino. En el autobús que me llevaba a El Chaltén, cuando ya había resuelto el tema de mis tarjetas, me lo volví a encontrar y se sentó conmigo. Iba a Perito Moreno (una localidad que no tiene nada que ver con el famoso glaciar) a encontrarse con su novia. Se iban a casar, y el padre de ella les estaba montando unas cabañas turísticas que él se iba a encargar de administrar. Durante todo el viaje no paró de levantarse, ir a hablar con el conductor y pedirle que pusiera sus CDs de música de salsa, ni de intentar ligar con cualquiera de las cuatro chicas españolas que iban en el autobús a El Calafate. Llevaba una petaca de ron, le pidió permiso al conductor para fumar y, sorprendentemente, lo obtuvo. Me contó una historia de una turista francesa que lo estaba esperando en El Calafate, y que tenía que pensar cómo se escapaba de su novia un par de noches para verla. Luca me disuena un poco en la Patagonia, la verdad, pero lo cierto es que para él ésta también ha sido una tierra de oportunidades.

Releo lo escrito, y me alegra comprobar que he hablado de personas más que de paisajes. Aunque, en Bariloche, las personas están inevitablemente insertas en el paisaje. Repaso con la mente todas las fotos que no he hecho (en Bariloche, no sé por qué, apenas me he preocupado de usar la cámara) y en todas está presente la naturaleza. Mónica y Maro en su arbolado jardín, con el cerro Catedral al fondo. Ani en la terraza del hostel, su rubio cabello enmarcado por el intenso azul del lago Nahuel Huapi. Marina con su carpa en la ribera del río. Leonardo y Sonia sonrientes al pie del cerro Piltriquitrón, y Luca… bueno, ya digo que Luca me disuena un poco. He caminado muchísimo por hermosísimos parajes: el cerro Otto, los alrededores de la laguna Gutiérrez, la Colonia Suiza, la Cabeza del Indio, Lago Puelo… Yo, que siempre me he considerado urbano y nunca he sabido ni montar una carpa, he estado a punto de alquilar una para perderme varios días por los bosques. Lo hubiera hecho si Jay, la chica inglesa con la que iba a realizar la excursión, no hubiera tenido que partir antes de que yo recibiera mi tarjeta. Solo no me animé, pero estaré atento a una nueva oportunidad.

Cada vez estoy más convencido de que el ser humano no está hecho para vivir en grandes urbes. La falta de espacio vital vuelve a la gente esquiva y recelosa de su intimidad. En Bariloche, donde todo el mundo tiene un pequeño terreno, mascotas, realiza alguna actividad  con sus manos, y sus aficiones de fin de semana son perderse en los bosques para esquiar, escalar, caminar y acampar, todo el mundo parece estar siempre de buen humor, cualquiera te saca conversación en cualquier sitio con la mayor naturalidad, y las adolescentes y las señoras mayores saludan con un beso a la mitad de los pasajeros del autobús de línea, incluyendo al conductor. Por una decisión que comentaré en su momento, me quedé sin conocer la costa patagónica argentina, pero un viajero chileno que conocí en Puerto Natales me la describió: “las ciudades (Comodoro, Trelew, Viedma, Río Gallegos…) no tienen nada, son todas iguales, pero la gente es maravillosa”. ¿La gente de la Patagonia y Los Lagos, la gente del sur, es maravillosa? Pero si es la misma que la del centro o el norte… El 75% de los habitantes de Río Gallegos, por ejemplo, no ha nacido allí. Han emigrado por su cuenta o han sido destinados por sus empresas. Quizás, simplemente, sean más felices.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Cruce de Lagos



Aunque los huichilles, e incluso los jesuitas de Chiloé, ya lo habían utilizado, no fue hasta 1876 que los habitantes de Puerto Montt descubrieron el paso que, a través de los Andes, les permitía llegar hasta Argentina, aprovechando la conocida como “Región de los Lagos”. Era necesario hacer muchos kilómetros a pie, o con carretas y animales de carga, y tomar varios transbordadores para atravesar los majestuosos lagos que adornan la ruta, pero era posible hacerlo. En 1895 un inmigrante chileno de origen alemán, Carlos Wiederhold, estableció un almacén de Ramos Generales en el lado argentino, y el paso de los lagos se convirtió en una ruta comercial habitual. Diez años después Bariloche (en lengua mapuche “gente del otro lado de la montaña”) contaba ya con unos mil doscientos habitantes, y un error en una carta que le enviaron al señor Wiederhold (alguien, en lugar de “Don Carlos, de Bariloche” escribió “San Carlos de Bariloche”) terminó de bautizar la nueva ciudad.

En 1907 el argentino de padres suizos Ricardo Roth se ofreció a acompañar a siete viajeros ocasionales por esta ruta. No sería la única vez. Tan satisfecho se quedó de la experiencia, y tales posibilidades le vio, que en 1913 fundó la compañía “Andina del Sud”. Había nacido el “Cruce de Lagos”, una de las excursiones organizadas con más solera, y más hermosa, de las pueden contratarse en América del sur (la otra opción, hoy en día, para llegar a Bariloche desde Puerto Montt es tomar un autobús de línea que rodea la zona de los lagos pero, una vez llegado hasta aquí, bien vale la pena darse este capricho).


Tras bordear en autobús el lago Llanquihue, la excursión comienza con un pequeño paseo a pie por el Parque Nacional Vicente Pérez Rosales, siempre con el volcán Osorno en el horizonte, antes de tomar el primer catamarán  para atravesar el lago Todos los Santos, en Petrohué. Hace un día magnífico, y hay que felicitarse por ello, porque la mayor característica de la región de los lagos es la lluvia fina y constante, que es la que alimenta y da verdor a estos magníficos bosques, completamente cubiertos de nieve durante el invierno.



En Peulla se sella la salida de Chile. Aquí hay un hotelito que no está nada mal donde se quedan algunos pasajeros para disfrutar del entorno, y continuar viaje al día siguiente. En invierno (mayo, junio, julio y agosto), debido a la falta de luz, es obligatoria esta parada, y la ruta se realiza en dos días para todos los pasajeros. Sale bastante más caro el viaje, en dos días, pero desde luego tiene que ser una maravilla pasar una noche aquí, en buena compañía, con todo el alrededor cubierto de nieve, además. Conozco quien lo ha hecho.


Tras veinte minutos de autobús a través del bosque se llega hasta Puerto Frías, donde está la aduana argentina. Hay que decir que estas localidades (Petrohué, Peulla, Puerto Frías...) son apenas un hotelito o un restaurante, y tres o cuatro propiedades privadas, la mayoría habitadas sólo en periodos vacacionales. Las personas que tienen que desplazarse hasta aquí, lo hacen con el mismo servicio de Andina del Sud que usan los turistas, pues no existe otra manera de atravesar los lagos.


Puerto Frías se encuentra ya en el famoso Parque Nacional Nahuel Huapi, en cuyo límite oriental se encuentra Bariloche. En su día el gobierno argentino había cedido, en reconocimiento a sus servicios, estas tierras a Francisco Pascasio Moreno, "el perito Moreno", que había recorrido, estudiado y cartografiado todos los Andes patagónicos, contribuyendo decisivamente a la delimitación de fronteras con Chile. En 1903 el perito Moreno devolvió las tierras al gobierno con instrucciones precisas para que se convirtiera en parque nacional protegido, con el objetivo de "mantener su fisionomía natural y que las obras que se realicen sólo sean aquellas que faciliten comodidades para la vida del visitante". Para muchos esta propuesta fue vista como un excentricidad, pero el gobierno no sólo reservó las tierras, sino que aumentó considerablemente la extensión a proteger, y el Parque Nacional Nahuel Huapi (primeramente llamado "Parque Nacional del sur") tuvo el honor de ser el pionero en este país repleto de bellezas naturales. A través del lago Frías navegamos hasta Puerto Alegre.


Todos estos lagos, por cierto, no son lagos. Son, estrictamente hablando, lagunas. Es decir, ningún río desemboca en ellos. Hasta hace 10.000 años, fecha de finalización de la última era glacial, estos lagos eran inmensos glaciares, y todavía hoy se alimentan exclusivamente de las aguas provenientes del deshielo en las montañas. Su particular forma alargada es sintomática de su origen.


En Puerto Alegre, una hora para descansar en Puerto Blest, si se quiere ir en bus, o para caminar rodeado de bosque si se prefiere. Yo preferí caminar.


Y, por último, navegar a través del fastuoso lago Nahuel Huapi hasta llegar a Puerto Pañuelo, ya en el término municipal de San Carlos de Bariloche.



En febrero de 1952, un joven estudiante de 23 años, Ernesto Guevara (es la primera vez que aparece en este blog el nombre del Che, pero no será la última) en compañía de su amigo Alberto Granado, efectuó este mismo recorrido en sentido inverso, y así lo reseñó en el cuaderno que, muchos años más tarde, se publicaría con el título de Diarios de motocicleta. Fue la primera vez que dejaba Argentina. Me gusta pensar que lo hizo en este barco de la foto, el "Modesta Victoria", ya que está en servicio para Andina del Sud desde 1938, y sigue en funcionamiento.


En fin, una excursión francamente muy agradable, y sin duda la mejor opción para aquellos que quieran echarle un vistazo a estos parques nacionales, y no disponga de mucho tiempo. Poco me imaginaba yo, por cierto, que en Bariloche me iba a sobrar el tiempo para volver a recorrer la mayoría de estos parajes a pie.