El conductor del minibús que recorre los 204 kilómetros que separan Río Grande de Ushuaia, en Tierra del Fuego, pregunta al llegar dónde se queda cada pasajero, y los deja en la puerta de sus casas, o en la esquina más próxima. Cuando llega el día de mi partida, me entero de que es posible avisar por teléfono, y que el bus venga a recogerme también. En principio, me parece una comodidad superflua, y no lo hago. Pero cuando, a las cuatro de la madrugada, vestido de astronauta a pesar de que apenas está comenzando el otoño, salgo de mi hostel para recorrer las cinco cuadras que me separan de la parada del minibús, comprendo el porqué de tanta amabilidad. En invierno, con veinte grados bajo cero, dos metros de nieve y diecinueve horas de oscuridad, no debe ser nada agradable esperar el bus a la intemperie. De más está decir que fui el único que lo esperó en la calle esa madrugada.
En Ushuaia, y en toda la Patagonia argentina y chilena, prefieren las carreteras de tierra o gravilla, porque el asfalto, dicen, es peligrosísimo con las heladas. En invierno, para trasladarse de una localidad a otra (las distancias son inmensas, además) hay que llevar en el coche mantas, comida, mate y agua caliente en abundancia, algún libro, y garrafas de gasolina para que pueda seguir funcionando la calefacción. Lo más normal es verse embarrancado, y más de uno ha tenido que esperar hasta cuarenta y ocho horas a que amainara la tormenta, y llegaran los quitanieves. En las casas, las ventanas del primer piso a menudo sustituyen a las puertas, colapsadas por la nieve.
Lo más curioso es que todo el mundo te cuenta estas cosas con una sonrisa en la cara: todos hablan de lo inhóspito del clima como si te contaran las inocentes travesuras de un niño, un niño al que quisieran mucho además. En El Chaltén, poco más que un campamento base para los que se disponen a escalar el Fitz Roy (aunque también cuenta con preciosos senderos para recorrer por advenedizos o novatos como yo) asistí a un pequeño concierto de un cantautor. Llevaba quince años fuera de la Patagonia, había vivido en Salvador de Bahía, San Juan de Puerto Rico, Cancún y la costa de California, todos ellos sitios que se suelen considerar paradisíacos para vivir. Pues bien, la mayor parte de su repertorio era un canto de amor y de nostalgia a la Patagonia. Entre canción y canción no paraba de felicitarse por haber vuelto a su tierra, y recordaba, sus ojos brillantes de ilusión, cuando El Calafate no eran más que 12 casas, todas iguales, y él se refugiaba con sus amigos en un galpón donde dormían un caballo y una mula a beber vino y cantar acompañados de la guitarra, la tormenta azotando en el exterior. Las gentes de la Patagonia, además de abiertas, amables y sanas, demuestran un gran amor a su tierra. Una tierra que a menudo es elegida. Una tierra de adopción. A nadie que pase aquí algún tiempo le puede extrañar.
Y es que la Patagonia, y Tierra del Fuego, con su salvaje belleza, su inmutable inmensidad, sus irreductibles soledades, se diría inmune a la labor del ser humano. Aquí el hombre se siente empequeñecido, y apenas tolerado, por un mundo distante y hermoso. Un mundo que, ajeno a ti, sigue su curso de siglos. El clima extremo de estas latitudes se me antoja que hace el efecto de una amante consentida, fogosa y caprichosa. De una amante cubana. La mayor parte del tiempo te hará la vida imposible pero, cuando esté de buenas (cuando salga el sol, cuando no llueva o nieve, cuando no haga viento…) será maravilloso. Así, poco a poco, uno se va enganchando a sus veleidades y a sus golpes de mal humor y, sabedor de que nunca será tuya por completo, comprende que ya nunca podrá vivir sin ella. Supongo que esto sienten los alpinistas cuando hablan de su amor a las montañas.
Manejando por las estepas de la Patagonia distingue uno con facilidad quiénes estamos fuera de lugar, y quiénes son sus verdaderos habitantes. Águilas, halcones, zorros y liebres se asoman sin pudor a la carretera, así como los guanacos y los ñandúes, especies protegidas, que pasean libremente por los pastos donde ya apenas quedan ovejas. En el cielo, cerca de las montañas, sobrevuelan los cóndores, y en el Muelle Antiguo de Punta Arenas, en el estrecho de Magallanes, no hay que esforzarse mucho para ver un cormorán.
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Ushuaia
En su momento (aquí) di cuenta de mi llegada a Ushuaia. Abierta a una bahía que no lleva a ninguna parte, rodeada de montañas con nieves eternas, recóndita, fría y expuesta a los vientos, Ushuaia es digna de ser considerada el fin del mundo. Apenas hay que caminar cinco minutos para encontrarse en plena naturaleza, y un par de horas para llegar al glaciar Martial. A diez kilómetros se encuentra el Parque Nacional Tierra del Fuego, de donde ya publiqué (aquí) algunas fotos, y donde es fácil sentir lo que sin duda sintió (muy pronto hablaré de él) el padre de E. Lucas Bridges.
Increible...¿quién necesita libertad política teniendo libertad auténtica?. Hipnotizante Edu, fantástico reportaje; me he quedado cool fridged. P.D: -el amor a las montañas...¿y cómo vivir sin ellas?- abrazoss
ResponderEliminarPor dios Edu, te envido y también te odio amigo, has paseado por mi sueño de paraíso; Ushuaia, el fin del mundo y la puerta al continente helado... Ahora más que nunca se que algún día podré disfrutar de esas increíbles vistas, conocer el Lago Fagnano, llegar a Río Grande y terminar en Río Gallegos. Disfruta tío.
ResponderEliminarUn abrazo
Iñaki
Pues no lo sabía, iñaki, que ese era tu sueño. Desde luego, si algún día lo haces te va a encantar. Los mejores meses son diciembre y, sobre todo, marzo. El verano es en enero y febrero pero hace mucho viento, y hay mucha gente también. En otra época es casi imposible, ya te puedes imaginar...
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