"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

jueves, 26 de mayo de 2011

Bariloche



En Sevilla, mi entidad bancaria tuvo la idea de cambiar todas las tarjetas de sus clientes por otras más seguras, con un chip o no sé qué, y desactivar las antiguas. Habían avisado por mensajes de móvil y enviado las tarjetas nuevas por correo postal pero, claro, yo no me había enterado de nada. De modo que, durante tres días, me encontré con que todos los cajeros automáticos de Bariloche se negaban a darme dinero, y yo no sabía qué ocurría. Por suerte cuento en Sevilla con mi particular “señor Lobo”, el solucionador de problemas, que se mostró (un abrazo desde aquí) tan eficiente como siempre. Acudió a mi entidad a informarse, me envió un giro por Western Union, encargó las tarjetas nuevas, las recogió y me las envió por mensajería. Ello no impidió que, entre una cosa y otra, tuviera que permanecer en Bariloche más de veinte días. No podría imaginar un sitio mejor para quedar varado un tiempo. En Bariloche descubrí unos paisajes hermosísimos, una gran tranquilidad de espíritu y, sobre todo, unas gentes felices y sanas, amables y hospitalarias. Bariloche, la Región de los Lagos, la Patagonia en general, es todavía para muchos una tierra de oportunidades y de esperanza.



Mónica y Maro son dos profesores de Rosario que rondarán los cincuenta y cinco o casi sesenta años. Hace más de veinte, cuando se conocieron en Rosario, decidieron cambiar de vida y venirse aquí. Compraron un terrenito en Villa Los Coihues, al pie de la laguna Gutiérrez (en la foto) y Maro, que es tecnólogo, construyó poco a poco una preciosa casa de troncos de árbol (“me salió un poco doblada” me dice Maro, y es cierto, pero es preciosa), en la que todavía viven. Con ellos, y con su gata y su enorme y bonachón perro, me alojé cinco días, y compartí agradabilísimas cenas regadas con vino de Mendoza. Mientras Mónica practica las variaciones Goldberg al piano, y Maro construye una gran mesa de madera en el jardín para cuando sus hijos y nietos vengan a comer con ellos, yo leo a Roberto Bolaño tumbado en la cama, con la gatita arrebullada contra mi pecho, y me dejo arrastrar por este delicioso calor de hogar. Los hijos de ambos, de anteriores matrimonios, no debieron verlos muy mal aquí, porque poco a poco todos se han ido mudando, y viven ahora con sus familias en cabañas cercanas. Mónica y Maro me cuentan anécdotas de cuando en Villa Los Cohiues no había tendido eléctrico ni gas, y había que cocinar y calentarse con leña. Se quejan de que en los últimos años ha venido a vivir aquí ya demasiada gente, pero lo cierto es que yo, cuando atravieso la cancela, sólo veo montañas y bosque.

Maro es director de una escuela de educación de adultos patrocinada por una fundación, y Mónica es profesora de Sociales allí también. La escuela está en los altos de Bariloche, una zona esteparia que sin duda los numerosos turistas que invaden el centro de la ciudad ni siquiera sospechan que existe. Se trata de un cúmulo de infraviviendas de madera habitadas por emigrantes de rasgos chilotes o mapuches, otra cara de la emigración al sur. En invierno, con 10 grados bajo cero o más, debe ser realmente duro vivir aquí. El día anterior a mi visita una de estas viviendas se había quemado (ellos siguen sin gas, y las cocinas de leña propician a veces estos accidentes) y yo acompañé a Maro y a unas alumnas a llevar a una casa unas bolsas de ropa y otros artículos de primera necesidad para los damnificados. Me recibieron con naturalidad, cariño y total afabilidad. “En Latinoamérica” había leído el día anterior en Bolaño “nadie, salvo quizás los chilenos, se avergüenza de su pobreza”.

Maro y Mónica pasean por los pasillos de su pequeña escuela dando besos a todos los alumnos, la mayoría muchachas jóvenes que tuvieron que interrumpir sus estudios por embarazos prematuros, y ahora toman apuntes con sus críos en el regazo. Para los más pequeños o los más nerviosos, hay un minúsculo jardín de infancia al cuidado de dos antiguas alumnas. El ambiente en la escuela es encantador, y a mí me da reparo proponerle a Maro que me permita hacer alguna actividad en clase. Echo de menos la profesión.

Por no abusar de la hospitalidad de Mónica y Maro, me traslado al centro de Bariloche, al Hostel 1004, situado en el décimo piso del Bariloche Center, el único edificio alto de la ciudad, y en cuyo espléndido salón, con la vista que puede apreciarse en la foto de cabecera, escribí varios artículos. Allí conocí a Ani, una mochilera sueca que llevaba ya más de un año recorriendo Sudamérica cuando arribó a Bariloche. Aquí se quedó, trabajando en el hostel. Me cuenta que no le gusta la vida en Europa, que allí todo está muy codificado (“trabajar, casarse, tener niños y después morirse, me dice). Le comento que, de todo Sudamérica, Argentina es lo más parecido a Europa, en realidad. “Sí”, me responde, “esto es como Europa, pero mejor. La gente es más abierta y más amable”. El viajero, decía Paul Bowles, es aquel que cuando llega a un sitio no sabe si acaso permanecerá allí el resto de su vida. Ani, con los ocho años que lleva sin salir de Bariloche, sigue siendo una viajera.

En una pizzería conocí a Marina, una espléndida mujer rubia de cincuenta años con unas piernas que hacen honor a su pasado de tenista semiprofesional. Marina es de Buenos Aires, se vino a Bariloche cuando se separó de su marido, y aquí vive con su hija de quince años, administrando su pequeña pizzería y dando algunas horas de clase de Educación Física en un colegio por las mañanas. Como cuando yo estuve en su pizzería no había más clientes, se sentó con toda naturalidad en mi mesa y comenzamos a charlar. Terminamos yendo de acampada a la ribera de un río que ella conocía, cerca de una comunidad mapuche, y charlando y mateando con los lugareños.  

Por variar un poco me fui a El Bolsón, un pequeño pueblo acurrucado entre dos cordilleras. En el albergue donde me alojé viven provisoriamente Leonardo y Sonia, dos jovencísimos profesores que, hartos de Buenos Aires, han decidió hace poco venir a probar fortuna aquí. Mientras encuentran trabajo de lo suyo (Sonia, que es profesora de inglés, ya ha conseguido unas cuantas horas en un colegio) hacen tartas de zapallo y las venden en la plaza del pueblo. No es una idea original. La plaza de El Bolsón está plagada de pequeños artesanos (“hippies”, diríamos en España) que venden mermeladas caseras, licor de cerezas, bizcochos, huevos y tomates ecológicos, y toda clase de artesanías de cuero. No creo que ninguno haya nacido aquí. Es un placer pasear entre el mercadillo con una tarta de zapallo en una mano y una cerveza artesanal en la otra, como lo es caminar por los senderos de los alrededores, preciosas montañas boscosas salpicadas de casitas como las de Mónica y Maro. Como la que algún día Leonardo y Sonia tendrán.

 En la terminal, a la vuelta del Bolsón, me aborda un “jalador”. El hostel que me propone es bastante más barato que el 1004, y allí me voy. Por la noche me ve en el hostel y se sienta conmigo en el jardín a tomar una cerveza. Se llama Luca, es venezolano y lleva tres años buscándose la vida por aquí. Como la mayoría de los caribeños, es hiperactivo, le encanta hablar de mujeres, y a veces se pasa de gracioso y resulta un poco cansino. En el autobús que me llevaba a El Chaltén, cuando ya había resuelto el tema de mis tarjetas, me lo volví a encontrar y se sentó conmigo. Iba a Perito Moreno (una localidad que no tiene nada que ver con el famoso glaciar) a encontrarse con su novia. Se iban a casar, y el padre de ella les estaba montando unas cabañas turísticas que él se iba a encargar de administrar. Durante todo el viaje no paró de levantarse, ir a hablar con el conductor y pedirle que pusiera sus CDs de música de salsa, ni de intentar ligar con cualquiera de las cuatro chicas españolas que iban en el autobús a El Calafate. Llevaba una petaca de ron, le pidió permiso al conductor para fumar y, sorprendentemente, lo obtuvo. Me contó una historia de una turista francesa que lo estaba esperando en El Calafate, y que tenía que pensar cómo se escapaba de su novia un par de noches para verla. Luca me disuena un poco en la Patagonia, la verdad, pero lo cierto es que para él ésta también ha sido una tierra de oportunidades.

Releo lo escrito, y me alegra comprobar que he hablado de personas más que de paisajes. Aunque, en Bariloche, las personas están inevitablemente insertas en el paisaje. Repaso con la mente todas las fotos que no he hecho (en Bariloche, no sé por qué, apenas me he preocupado de usar la cámara) y en todas está presente la naturaleza. Mónica y Maro en su arbolado jardín, con el cerro Catedral al fondo. Ani en la terraza del hostel, su rubio cabello enmarcado por el intenso azul del lago Nahuel Huapi. Marina con su carpa en la ribera del río. Leonardo y Sonia sonrientes al pie del cerro Piltriquitrón, y Luca… bueno, ya digo que Luca me disuena un poco. He caminado muchísimo por hermosísimos parajes: el cerro Otto, los alrededores de la laguna Gutiérrez, la Colonia Suiza, la Cabeza del Indio, Lago Puelo… Yo, que siempre me he considerado urbano y nunca he sabido ni montar una carpa, he estado a punto de alquilar una para perderme varios días por los bosques. Lo hubiera hecho si Jay, la chica inglesa con la que iba a realizar la excursión, no hubiera tenido que partir antes de que yo recibiera mi tarjeta. Solo no me animé, pero estaré atento a una nueva oportunidad.

Cada vez estoy más convencido de que el ser humano no está hecho para vivir en grandes urbes. La falta de espacio vital vuelve a la gente esquiva y recelosa de su intimidad. En Bariloche, donde todo el mundo tiene un pequeño terreno, mascotas, realiza alguna actividad  con sus manos, y sus aficiones de fin de semana son perderse en los bosques para esquiar, escalar, caminar y acampar, todo el mundo parece estar siempre de buen humor, cualquiera te saca conversación en cualquier sitio con la mayor naturalidad, y las adolescentes y las señoras mayores saludan con un beso a la mitad de los pasajeros del autobús de línea, incluyendo al conductor. Por una decisión que comentaré en su momento, me quedé sin conocer la costa patagónica argentina, pero un viajero chileno que conocí en Puerto Natales me la describió: “las ciudades (Comodoro, Trelew, Viedma, Río Gallegos…) no tienen nada, son todas iguales, pero la gente es maravillosa”. ¿La gente de la Patagonia y Los Lagos, la gente del sur, es maravillosa? Pero si es la misma que la del centro o el norte… El 75% de los habitantes de Río Gallegos, por ejemplo, no ha nacido allí. Han emigrado por su cuenta o han sido destinados por sus empresas. Quizás, simplemente, sean más felices.

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