Ninguno de los hostales en los que pensaba intentar alojarme en Concepción existe ya. Muchos, aún con los carteles anunciándose en el exterior, se encuentran en edificios de los que ahora sólo queda una fachada apuntalada, con las ventanas cubiertas con planchas de madera. En otras ocasiones, cuando localizo la dirección, lo único que encuentro es un solar lleno de escombros. Los pocos hoteles en funcionamiento que hallo son de cierta categoría y me resultan caros. Al final, cuando encuentro uno un poco más barato, resulta que lo es porque el inmueble se encuentra en plena restauración. Hay tramos de escalera al aire libre. Paredes enteras que dan a la calle echadas abajo, cuyos huecos se cubren con grandes plásticos. Las ventanas del cuarto de baño de mi habitación no tienen cristales, y las paredes están ostensiblemente agrietadas. Por todos lados se ven andamios y botes de pintura. En los pasillos, la moqueta está a medio poner. ¿Qué ha pasado en Concepción? ¿Ha habido una guerra? ¿Han bombardeado la ciudad? Demasiado tardo en darme cuenta: son las secuelas del gravísimo terremoto que afectó a esta región el 27 de febrero de 2010, hace ahora casi exactamente un año. No sé cómo me he sorprendido tanto cuando yo mismo, desde Santiago, me he estado informando de la situación antes de venir, porque había escuchado que todavía se estaban produciendo réplicas.
Por la noche, mientras veo la televisión, la cama en la que estoy tumbado comienza a bambolearse como si fuera una atracción de feria. Veinte o treinta segundos, calculo. Recuerdo la primera vez que asistí a un temblor, hace catorce años, en Macerata (Italia). Aquella vez, como ahora, me impresionó el absoluto silencio que acompaña al fuerte movimiento, lo que le añade un toque de irrealidad. Mejor, desde luego, que no haya ningún sonido. Señal de que nada se ha derrumbado. Me han contado que en Chile casi todo el mundo tiene un saco de dormir, una linterna, una radio, pilas de repuesto y alguna lata de comida en algún lugar seguro. En el hueco de la escalera, por ejemplo. Nadie sabe cuándo se va a producir un movimiento sísmico, ni con qué magnitud.
Por la noche, mientras veo la televisión, la cama en la que estoy tumbado comienza a bambolearse como si fuera una atracción de feria. Veinte o treinta segundos, calculo. Recuerdo la primera vez que asistí a un temblor, hace catorce años, en Macerata (Italia). Aquella vez, como ahora, me impresionó el absoluto silencio que acompaña al fuerte movimiento, lo que le añade un toque de irrealidad. Mejor, desde luego, que no haya ningún sonido. Señal de que nada se ha derrumbado. Me han contado que en Chile casi todo el mundo tiene un saco de dormir, una linterna, una radio, pilas de repuesto y alguna lata de comida en algún lugar seguro. En el hueco de la escalera, por ejemplo. Nadie sabe cuándo se va a producir un movimiento sísmico, ni con qué magnitud.
En la ciudad portuaria de Talcahuano, en el área metropolitana de Concepción, ya no cabe lugar a la duda. El maremoto que sucedió al movimiento sísmico arrasó por completo este lugar. Todavía se están pavimentando las calzadas y las aceras. Las casas de uno o dos pisos de que se compone la ciudad siguen, en su mayoría, a medio construir. Por todos lados hay vallas, solares, escombros, grupos de hombres trabajando, y carteles destinados a insuflar ánimo a los ciudadanos (“Talcahuano resiste” y cosas así). En la bahía, a la altura del muelle militar, el acorazado “Huáscar”, el de Miguel Grau, que le fue arrebatado a Perú durante la guerra del Pacífico, todavía está a flote. Las visitas a su interior han sido suspendidas porque siguen arreglando los fuertes daños que recibió durante el tsunami. Lo contemplo de lejos, desde el muelle pesquero artesanal, un lugar en el que es fácil abstraerse de toda esta destrucción. Aquí todos los puestecillos y demás construcciones son de madera, y supongo que hace tiempo que se reconstruyeron con facilidad. Hace un día espléndido, y cientos de gaviotas sobrevuelan muy cerca de nuestras cabezas. Es fácil verlas arrojarse sobre el mar, plagado de pequeños barcos pesqueros, y salir segundos después con un pez en su pico. El muelle rebosa de vendedores de pescado y de familias o parejas chilenas. Es un espectáculo la cantidad de pescado expuesto a la venta sobre tablas de madera recubiertas con hielo. Abadejo, congrio, corvina, sierra, sardina, reineta, merluza. Mejillones, calamares, ostras, cangrejos de diversos tipos, y muchas especies de molusco que no sé identificar. Pero la gran atracción son los lobos marinos.
“Son unos flojos. Como aquí tienen comida ya no se preocupan de salir a buscarla” me comenta un viejo marinero, casi un vagabundo más bien, que anda por el muelle. Los pescadores del muelle pesquero artesanal de Talcahuano hace tiempo que tienen adoptada una familia de lobos marinos. Son seis: padre, madre y cuatro hijos. El más pequeño no baja de los doscientos kilos. Mi improvisado guía me indica los nombres de todos ellos. Están ahí, subiendo y bajando del muelle al agua, o simplemente aletargados tomando el sol. Cuando algún vendedor agita un pescado cerca de sus hocicos, recuperan la consciencia, y comienzan a moverse con sorprendente velocidad, mientras abren la boca y emiten un gutural gruñido. Entonces el vendedor, antes de que el lobo marino lo alcance, arroja su presa al agua. El chapuzón del tremendo mamífero acuático no se hace esperar. Las familias de visitantes, sobre todo los niños, los miran con fascinada aprensión. Les sacan fotos con cierta prudencia. Nadie, ni yo, ni los niños, ni siquiera los pescadores o los vendedores, se atreve a tocarlos. Se sabe que estos animales no son del todo pacíficos.
Pienso en todos los tours por la costa para ver colonias de lobos marinos que no he querido contratar, porque son caros y la contemplación de la fauna no es una de mis prioridades. Ahora, quién me lo iba a decir, estoy sentado en el muelle de Talcahuano saboreando un exquisito ceviche de moluscos; a mi lado, un viejo marinero contando anécdotas y mirando con avidez mi comida (“¿No me dejaría usted un poquito de caldo? Es lo más rico…”); y un lobo marino de rojiza cabellera, y más de trescientos kilos de peso, tumbado a mis pies como si fuera un perrito. Es uno de esos momentos que uno nunca olvidará.
Pero no he venido a Concepción a contemplar lobos marinos, aunque haya sido una agradable sorpresa, ni a tentar mi suerte con los terremotos. He venido, siguiendo a Baldomero Lillo, para descender a El Chiflón del Diablo, la célebre mina de carbón de Lota.
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