"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

jueves, 15 de diciembre de 2011

Iquitos



Las tres veces que he llegado en mi vida a Iquitos lo he hecho proveniente de la selva o de pequeñas comunidades, y después de viajar varios días en lancha. Iquitos, de este modo, ha cumplido siempre para mí la función que desde siempre ha tenido: ser una isla de civilización (entendiendo por civilización una cama, un cuarto de baño, internet y corriente eléctrica las 24 horas, una amplia carta de comidas y una cerveza fría) en medio del Amazonas. Pronto, sin embargo, el ruido, el humo y el calor hacen que la alegría inicial comience a alternarse con una cierta sensación de claustrofobia y opresión. Todas estas impresiones cambiarán si se lleva a cabo el proyecto de carretera Yurimaguas-Iquitos, que de paso devastará de nuevo una buena cantidad de selva. Para bien y para mal Iquitos, la ciudad más grande del mundo que no es accesible por tierra, es todavía uno de los lugares más singulares en los que uno puede estar.




Fundada como reducción jesuítica en el siglo XVIII, Iquitos ya tenía desde 1864 cierta importancia como factoría naval y puerto fluvial, pero fue a partir de 1880, con la llamada “fiebre del caucho”, cuando se convirtió en lo que todavía hoy se puede entrever. El caucho o látex, que era posible extraer del árbol amazónico llamado “hevea”, era conocido desde siempre, pero cuando Goodyear inventó el neumático y Henry Ford comenzó a producir coches en serie, la demanda de caucho se disparó. En la cuenca amazónica se produjo una verdadera fiebre que encumbró a hombres como Fitzcarrald o Julio Cesar Arana, multimillonarios a costa de cometer las mayores atrocidades sobre la población indígena. Estos y otros “señores del caucho” tenían en la época verdaderos ejércitos privados que se dedicaban a cazar nativos para hacerlos trabajar en las caucherías. Compraban a las tribus más belicosas con alcohol y baratijas para que capturaran a miembros de otras etnias con el mismo fin. Desplazaron a miles de indígenas a caucherías muy alejadas de sus lugares originales para que les fuera más difícil escapar. En estos campamentos los indígenas debían caminar kilómetros todos los días para “sangrar” las heveas, y cumplir con una cuota establecida de látex recogido al mes si no querían exponerse a latigazos, torturas públicas en el potro, o ejemplares mutilaciones. Los capataces y vigilantes blancos o mestizos (era conocida la crueldad de “los muchachos”, jóvenes nativos o mestizos criados por los patrones y destinados a labores de vigilancia) cometieron todo tipo de abusos a la hora de hacerse con sirvientas y concubinas, que a menudo eran enviadas a Iquitos a ejercer forzadamente de empleadas domésticas o de prostitutas. Fue en esta época cuando la cuenca amazónica, que hasta entonces había estado prácticamente intocada por el hombre occidental, adquirió su actual fisonomía de casi absoluto mestizaje, con la escasa presencia indígena fuertemente aculturizada y deslocalizada. De auténtico genocidio se puede calificar la labor, por ejemplo, de Julio Cesar Arana, el más importante señor del caucho de Iquitos, si tenemos en cuenta que en la cuenca del Putumayo, donde él actuaba, desaparecieron en esos años 40.000 indígenas de los 50.000 que se calcula que habitaban allí.

Muy al contrario Arana, como el pionero Fitzcarrald, son considerados todavía auténticos próceres en la ciudad de Iquitos. En esa época Iquitos se convirtió, junto con Manaos en Brasil, en el centro del negocio del caucho y, como es imaginable, experimentó un extraordinario desarrollo. Fue de las primeras ciudades peruanas en contar con alumbrado eléctrico y ferrocarril urbano, operaban en ella hasta nueve consulados, y disfrutaba de la ostentación, el lujo y la disipación de costumbres que cabe esperar de un lugar que recibe dinero a espuertas y sin apenas esfuerzo. Todo ello acabó bruscamente en 1814, cuando las heveas que Inglaterra había plantado, con semillas robadas y sacadas de contrabando de la Amazonía, en sus colonias de África y Malasia comenzaron a producir látex a un coste mucho menor, y el caucho amazónico dejó de valer el dinero que, a pesar de todos los abusos, costaba extraerlo.

Desde entonces Iquitos, que en la actualidad tiene medio millón de habitantes, sobrevive del nutrido destacamento militar aquí ubicado (estamos muy cerca de la triple frontera); de la tala legal e ilegal de madera; de ser, al fin y al cabo, el mayor centro de servicios de la cuenca amazónica hispanohablante y, desde hace unos treinta años, del turismo. Como huellas de su antiguo esplendor sólo quedan la Casa de Hierro que algún excéntrico cauchero encargó diseñar a Gustave Eiffel (y que hasta hace poco era un destartalado restaurante que a mí me gustaba mucho, y hoy ya ni eso), algunas casas-palacio decoradas con azulejos que se caen de puro viejas, y un cierto carácter festivo en sus habitantes, impregnado de una sensualidad cada vez más decrépita.



Las zonas turísticas se limitan exclusivamente al Bulevar, situado en el malecón sobre el río Itaya, y a la Plaza de Armas. Sentarse en una terraza en cualquiera de estos dos sitios es contemplar un río de indígenas y mestizos, niños, ancianos y ancianas, hombres y mujeres de mediana edad, ofreciéndote pulseras y collares elaborados con semillas y dientes de caimán; tarántulas, mariposas e insectos gigantes disecados; camisetas, chicles, o simplemente mendigando. Más disimuladamente te pueden ofrecer animales vivos.  La primera vez que estuve aquí, a Alexis y a mí nos ofrecieron una pareja de “monitos de bolsillo”, y el Centro de Rescate de Fauna y Custodia Temporal Pilpintuawasi, en la ribera del río Nanay, es el hogar de muchos animales que han sido salvados. Muchísimos monos de distintos tipos, una pareja de guacamayos que le fueron decomisados a un turista en el aeropuerto, un tigrillo que estaban intentando vender en el Bulevar, un perezoso, un capibara, e incluso un enorme jaguar que fue llevado allí por su propio captor cuando tenía dos meses, porque no lograba venderlo y estaba ya creciendo demasiado. Por otra parte, es triste fama que en Iquitos también abunda la explotación sexual infantil, y por todos lados hay carteles alertando de las penas. Algunos comentarios sobre determinados locales de Belén Bajo que me hizo Manuel (pronto hablaré de él) me hacen pensar que entre los aficionados a esta deleznable práctica hay tantos, o probablemente más, naturales que extranjeros.



Los turistas vienen mayoritariamente a Iquitos buscando estancias en lujosos lodges en la selva, excursiones por la reserva Pacaya-Samiria, o experiencias con el consumo de ayahuasca. Los iquiteños y las iquiteñas vienen mayoritariamente al centro buscando a los turistas. A partir de las diez de la noche se pasean por la plaza las prostitutas, tanto mujeres como hombres travestidos (la homosexualidad afeminada es muy común en la selva, y mucho más aceptada que en el resto de Perú. Hombres de cejas depiladas y ondulantes andares trabajan sin rubor en peluquerías, restaurantes y centros de estética y, en todas las lanchas del Amazonas, donde la tripulación es siempre exclusivamente masculina, son también ellos -como la cocinera colombiana de la que hablé aquí- los dueños de las cocinas). Los fines de semana, en la discoteca Noa, las jóvenes “bricheras” (del inglés bridge, “puente”) sueñan y compiten por algún príncipe azul venido del norte que las haga sucumbir al amor (bricheras y bricheros, bajo distintos nombres, hay en todos lados donde haya turistas y un desigual nivel de vida; pero en una ciudad de la que sólo se puede salir en avión o tras varios días en lancha, la necesidad de crearse algún puente sentimental se hace más perentoria). Cerca del Noa, en el Yellow Rose of Texas, un bar de mucha personalidad que está abierto las 24 horas, se reúnen al atardecer los dueños de los lodges y de las agencias de viajes a beber whisky. Son todos extranjeros curtidos, de cincuenta o sesenta años, que conversan a carcajadas en inglés, y siempre hay una mujer de piel morena entre ellos.



A diez minutos caminando desde la Plaza de Armas se encuentra el distrito de Belén, en el que subsisten, gran parte de ellos en condiciones muy precarias, más de cien mil personas. Belén Alto se podría decir que es una zona muy popular, Belén Bajo es francamente sórdido. Las principales calles de Belén Alto están copadas desde la mañana a la noche por un interesantísimo y muy concurrido mercado, en el que se encuentra con facilidad tabaco sin procesar o envuelto en “mapochos”; todo tipo de raíces y plantas medicinales, licores amazónicos; ayahuasca, San Pedro y otros alucinógenos naturales y, por supuesto, todo aquello que produzca la selva y sea comestible, incluyendo tortugas vivas y enormes caimanes troceados.



La calle principal de Belén Bajo, adonde no es recomendable adentrarse sin ir acompañado de alguien de confianza, se llama, con triste ironía, calle Venecia. Tanto la calle Venecia como el resto de Belén Bajo se inundan por completo cuando el río Itaya llega a su máximo nivel, desde enero hasta abril. Entonces los pisos bajos quedan inutilizados y sólo se puede transitar en canoa. En el pequeño y escondido mercado de Belén Bajo, que en esas fechas se convierte en mercado flotante, pueden verse los animales exóticos que alguien comprará para intentar revenderlos a los turistas en el Bulevar.



Belén Bajo se extiende cada vez más a ambos lados del río Itaya mediante chozas flotantes (construidas sobre troncos de balsa) o bien edificadas sobre altos pilotes. Aquí se asientan los emigrantes, provenientes de las pequeñas comunidades amazónicas, que no cesan de venir a la capital. Muchos conservan sus chacras en sus lugares de origen, y van y vienen para vender aquí sus productos, pero la mayoría sobrevive en la ciudad de lo que pueden. Belén Bajo es el más populoso, pero a lo largo de todo el malecón pueden verse asentamientos de chabolas que pronto (estamos en diciembre) estarán flotando sobre el río. Son las favelas de la selva.














Iquitos, ciudad-isla. Iquitos, ciudad-prisión. Iquitos, ciudad de timadores, desocupados y buscavidas. Iquitos resiste. No todos, por cierto, son locales. En diciembre de 2010 pasé también unos días acá, después de haber recorrido el río Napo desde Ecuador (lo he contado aquí y aquí). Recuerdo que en la plaza me abordó un anglosajón de unos 35 años, muy delgado y con una patilla de las gafas cogida con esparadrapo. Me dijo, en un correcto castellano, que le habían robado todo al desembarcar de la lancha que lo traía de Leticia. Que no podía pedir dinero por Western Union porque le habían quitado la documentación. Que los asaltantes le habían roto un dedo y tenía que ir al hospital a curárselo. Que, en fin, lo ayudara con algún dinero. Tenía el dedo meñique roto y mal soldado, en efecto, pero la soldadura parecía antigua y, en general, el hombre no me inspiró confianza y no lo ayudé. Los días posteriores lo estuve viendo dar vueltas por la plaza, contando su historia a quien se parara a escucharlo, con una actitud que me hizo reafirmar mis sospechas. Al cabo de un año, cuando regresé, el tipo todavía estaba allí.



Sobre Iquitos y "la fiebre del caucho":

-Reverte, Javier. El río de la desolación.

-Vargas Llosa, Mario. El sueño del celta.

-Rivera, José Eustasio. La vorágine.



viernes, 2 de diciembre de 2011

Irma en el río



En la lancha que nos lleva a Iquitos (en la Amazonía, a los barcos de carga con uno o dos puentes para que los pasajeros cuelguen sus hamacas les llaman lanchas) encuentro un buen puñado de extranjeros, más de los que esperaría en esta época del año. Magdalena es de Cádiz como yo, profesora de instituto, como yo, y ha pedido una excedencia para viajar, igual que yo. Compartimos con ilusión experiencias, rutas, destinos y, por supuesto, recuerdos de nuestra tierra. Mateo, el joven francés con el que estuve en Pacaya-Samiria, juega a las cartas sentado en el suelo con una pareja de compatriotas. Cinco o seis estadounidenses de mediana edad, que son los únicos que han contratado algunos de los pocos camarotes que tiene la lancha, pasan el día ensimismados en sus macbooks. Un italiano con aspecto de windsurfero intenta convencernos a Alex y a mí de que nos unamos en Iquitos a una sesión de ingesta de ayahuasca, con un “auténtico chamán” que conoció en una ocasión anterior. Me interesa más hablar con Irma.

Irma, mi vecina de hamaca, tiene cuarenta y cinco años y es natural de Iquitos, donde siempre ha vivido. Su rostro, de pómulos marcados, ojos rasgados y boca carnosa, sigue siendo bello, aunque sin duda tuvo que ser arrebatador, y sus movimientos desprenden todavía cierta sensualidad, a pesar de su generoso sobrepeso. Irma tiene esa necesidad de comunicación propia de las personas que pasan mucho tiempo con niños, y poco a poco termina por narrarme de cabo a rabo toda su vida. A los dieciséis ya era una mujer casada, pero su marido no le salió bueno. Le pegaba, la engañaba (hasta tres veces llegó a descubrirlo con otras mujeres en su propia cama), bebía y se gastaba en fiestas el dinero que obtenía comerciando con madera. Irma crió a sus cuatro hijos mayores, dos varones y dos hembras, en las lanchas del Amazonas, vendiendo en las pequeñas comunidades la ropa que compraba en la calle Gamarra de Lima. Fue sin duda una época dura, pero ella dice que la echa de menos. Más tarde, para que los hijos pudieran estudiar, montó una tienda de abarrotes en su casa de Iquitos. Su marido, al fin, la abandonó hace tres años. Se fue a vivir con una chica de dieciséis, que pronto lo dejó también por un chico más joven. Ahora vive amancebado con otra niña de dieciséis. “Me dan pena esas chiquillas” me dice Irma “son pobres, y sus propias madres las arrastran a irse con algún hombre mayor que las pueda mantener”. Su marido, al parecer, no está tampoco muy contento con su nueva novia. Dice que sólo piensa en irse de fiesta, que se pasa el día escuchando reaggeton, y que no atiende a las labores de la casa. Quiere volver, pero Irma tiene muy claro que, ahora que se ha librado de él, no piensa aceptar que vuelva.

Irma vive ahora de lo que le dan sus hijos. Los dos varones tienen buenos trabajos, y las chicas han hecho muy buenos matrimonios. Todavía tiene a su cargo a sus dos hijos menores, de doce y de seis años, y a un nieto de cinco. Es producto del efímero noviazgo que su hija mayor, Evelyn, tuvo con un músico colombiano, y ahora que Evelyn se ha ido a vivir a Suiza con su actual marido, un médico de esa nacionalidad que conoció en la discoteca Noa, el chiquillo se ha quedado con la abuela. A Irma Evelyn y su marido le mandan fotos de las visitas turísticas que hacen, y ella queda fascinada. “¿Tú sabes dónde está Cuba? Hay unas playas maravillosas, allá” “También he visto una ciudad que tiene las calles inundadas de agua, Como Belén en invierno, pero con unos edificios y unos puentes preciosos, ¿tú sabes cuál es?”

Irma viene de pasar un mes con su otra hija, que se ha casado con un ingeniero italiano que también conoció en el Noa, y que vive de momento en un yacimiento petrolífero en el Alto Huallaga, donde su marido está destinado. El Alto Huallaga, por otra parte, es una zona famosa por su alto nivel de narcotráfico, la actividad  a la que se dedican ahora los pocos militantes que quedan del grupo terrorista “Sendero Luminoso”. Irma ha visto los paquetes de coca expuestos en los mostradores de las tiendas como si fueran queso fresco (es lo que ella, al principio, pensó que eran) y ha visto dos cadáveres flotando en el río a su paso en el autobús. En los pueblos del Alto Huallaga, le dijeron, y yo lo sé, la vida no vale nada.

Sólo al final, Irma me expone su verdadera preocupación. Su hija menor ha sido madre, hace veinte días, pero no quiere a su hijo. Fue intervenida prematuramente, con cesárea, porque no aguantaba más la gravidez, y ahora no quiere coger al niño, ni mucho menos darle de mamar, porque dice que le va a estropear la figura. Su marido le consiente todo, y le han propuesto a Irma que se lleve al niño también para Iquitos. “Pero yo no puedo con un niño de 20 días. En fin… ya se acostumbrará a ser madre”.

Por lo demás, todo me resulta familiar. Las largas horas tumbado en la hamaca, leyendo o conversando. La cola, con un cuenco de plástico y un tenedor en la mano, para recibir la comida. El sopor del mediodía. La ducha a las cuatro de la tarde con agua del río, tibia, que te desprende del pegajoso sudor, aunque también haya que hacer cola. Y después, el milagro. El prodigio cotidiano. El sol que dora las copas de los árboles. Las comunidades de chozas de madera y techos de palma bañadas por una luz de oro. Las canoas llenas de pescado. Los hombres que acarrean sacos o enormes racimos de plátanos, bañados por una luz de oro. Las adolescentes, de piernas morenas y torneadas, de larga melena negra, con bandejas de juanes (o de piña, o de pescado ahumado) sobre sus rectas cabezas, y bañadas por una luz de oro. Y siempre, flotando en la luz, ese colorido, fluyente, cambiante, omnipresente revuelo de niños. Han improvisado una portería frente al acantilado, y a cada gol sigue un chapuzón para recuperar el balón, y un niño moreno y ágil que sube luego los escalones de barro como un gato, su cuerpo brillante bañado en una luz de oro. No cabe imaginar una infancia más feliz.