"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Irma en el río



En la lancha que nos lleva a Iquitos (en la Amazonía, a los barcos de carga con uno o dos puentes para que los pasajeros cuelguen sus hamacas les llaman lanchas) encuentro un buen puñado de extranjeros, más de los que esperaría en esta época del año. Magdalena es de Cádiz como yo, profesora de instituto, como yo, y ha pedido una excedencia para viajar, igual que yo. Compartimos con ilusión experiencias, rutas, destinos y, por supuesto, recuerdos de nuestra tierra. Mateo, el joven francés con el que estuve en Pacaya-Samiria, juega a las cartas sentado en el suelo con una pareja de compatriotas. Cinco o seis estadounidenses de mediana edad, que son los únicos que han contratado algunos de los pocos camarotes que tiene la lancha, pasan el día ensimismados en sus macbooks. Un italiano con aspecto de windsurfero intenta convencernos a Alex y a mí de que nos unamos en Iquitos a una sesión de ingesta de ayahuasca, con un “auténtico chamán” que conoció en una ocasión anterior. Me interesa más hablar con Irma.

Irma, mi vecina de hamaca, tiene cuarenta y cinco años y es natural de Iquitos, donde siempre ha vivido. Su rostro, de pómulos marcados, ojos rasgados y boca carnosa, sigue siendo bello, aunque sin duda tuvo que ser arrebatador, y sus movimientos desprenden todavía cierta sensualidad, a pesar de su generoso sobrepeso. Irma tiene esa necesidad de comunicación propia de las personas que pasan mucho tiempo con niños, y poco a poco termina por narrarme de cabo a rabo toda su vida. A los dieciséis ya era una mujer casada, pero su marido no le salió bueno. Le pegaba, la engañaba (hasta tres veces llegó a descubrirlo con otras mujeres en su propia cama), bebía y se gastaba en fiestas el dinero que obtenía comerciando con madera. Irma crió a sus cuatro hijos mayores, dos varones y dos hembras, en las lanchas del Amazonas, vendiendo en las pequeñas comunidades la ropa que compraba en la calle Gamarra de Lima. Fue sin duda una época dura, pero ella dice que la echa de menos. Más tarde, para que los hijos pudieran estudiar, montó una tienda de abarrotes en su casa de Iquitos. Su marido, al fin, la abandonó hace tres años. Se fue a vivir con una chica de dieciséis, que pronto lo dejó también por un chico más joven. Ahora vive amancebado con otra niña de dieciséis. “Me dan pena esas chiquillas” me dice Irma “son pobres, y sus propias madres las arrastran a irse con algún hombre mayor que las pueda mantener”. Su marido, al parecer, no está tampoco muy contento con su nueva novia. Dice que sólo piensa en irse de fiesta, que se pasa el día escuchando reaggeton, y que no atiende a las labores de la casa. Quiere volver, pero Irma tiene muy claro que, ahora que se ha librado de él, no piensa aceptar que vuelva.

Irma vive ahora de lo que le dan sus hijos. Los dos varones tienen buenos trabajos, y las chicas han hecho muy buenos matrimonios. Todavía tiene a su cargo a sus dos hijos menores, de doce y de seis años, y a un nieto de cinco. Es producto del efímero noviazgo que su hija mayor, Evelyn, tuvo con un músico colombiano, y ahora que Evelyn se ha ido a vivir a Suiza con su actual marido, un médico de esa nacionalidad que conoció en la discoteca Noa, el chiquillo se ha quedado con la abuela. A Irma Evelyn y su marido le mandan fotos de las visitas turísticas que hacen, y ella queda fascinada. “¿Tú sabes dónde está Cuba? Hay unas playas maravillosas, allá” “También he visto una ciudad que tiene las calles inundadas de agua, Como Belén en invierno, pero con unos edificios y unos puentes preciosos, ¿tú sabes cuál es?”

Irma viene de pasar un mes con su otra hija, que se ha casado con un ingeniero italiano que también conoció en el Noa, y que vive de momento en un yacimiento petrolífero en el Alto Huallaga, donde su marido está destinado. El Alto Huallaga, por otra parte, es una zona famosa por su alto nivel de narcotráfico, la actividad  a la que se dedican ahora los pocos militantes que quedan del grupo terrorista “Sendero Luminoso”. Irma ha visto los paquetes de coca expuestos en los mostradores de las tiendas como si fueran queso fresco (es lo que ella, al principio, pensó que eran) y ha visto dos cadáveres flotando en el río a su paso en el autobús. En los pueblos del Alto Huallaga, le dijeron, y yo lo sé, la vida no vale nada.

Sólo al final, Irma me expone su verdadera preocupación. Su hija menor ha sido madre, hace veinte días, pero no quiere a su hijo. Fue intervenida prematuramente, con cesárea, porque no aguantaba más la gravidez, y ahora no quiere coger al niño, ni mucho menos darle de mamar, porque dice que le va a estropear la figura. Su marido le consiente todo, y le han propuesto a Irma que se lleve al niño también para Iquitos. “Pero yo no puedo con un niño de 20 días. En fin… ya se acostumbrará a ser madre”.

Por lo demás, todo me resulta familiar. Las largas horas tumbado en la hamaca, leyendo o conversando. La cola, con un cuenco de plástico y un tenedor en la mano, para recibir la comida. El sopor del mediodía. La ducha a las cuatro de la tarde con agua del río, tibia, que te desprende del pegajoso sudor, aunque también haya que hacer cola. Y después, el milagro. El prodigio cotidiano. El sol que dora las copas de los árboles. Las comunidades de chozas de madera y techos de palma bañadas por una luz de oro. Las canoas llenas de pescado. Los hombres que acarrean sacos o enormes racimos de plátanos, bañados por una luz de oro. Las adolescentes, de piernas morenas y torneadas, de larga melena negra, con bandejas de juanes (o de piña, o de pescado ahumado) sobre sus rectas cabezas, y bañadas por una luz de oro. Y siempre, flotando en la luz, ese colorido, fluyente, cambiante, omnipresente revuelo de niños. Han improvisado una portería frente al acantilado, y a cada gol sigue un chapuzón para recuperar el balón, y un niño moreno y ágil que sube luego los escalones de barro como un gato, su cuerpo brillante bañado en una luz de oro. No cabe imaginar una infancia más feliz.


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