"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Potosí



Ninguna montaña ha sido más importante para la Historia Contemporánea. El Cerro Rico de Potosí, que fue el más abundante filón de plata que pueda imaginarse, durante siglos repartió a partes iguales riqueza y dolor. Potosí (P’otoqsi, “explosión”, en quechua) nació en 1545 como un pequeño asentamiento minero a la sombra del cerro. En 1620 sus 160.000 habitantes superaban ya la población de Sevilla, Londres o París, y era con diferencia la ciudad más grande y más ostentosa de América.  En Potosí había tantas iglesias y monasterios como casas de juego, y hasta ciento veinte prostitutas célebres atendían a sus clientes en lujosos salones de citas. En los palacios de los españoles las bacinicas que se guardaban debajo de las camas eran de plata, en sus establos las herraduras de los caballos eran de plata y, cuando llegaba la fecha de la procesión, las calles que iban a ser recorridas por el Cristo de la Vera Cruz se asfaltaban con plata. Mientras tanto, los indígenas, que eran reclutados por el sistema de la mita (una especie de servicio cívico obligatorio habitual entre los incas, pero que los españoles intensificaron hasta límites inhumanos), trabajaban 16 horas al día durante diez meses al año en las entrañas del cerro. Ocho millones de muertos se calcula que costó la plata de Potosí.

En 1660 la cantidad de plata llegada desde América (el 77% de ella provenía de Potosí) triplicaba ya las reservas que hasta entonces había tenido toda Europa. Está demostrado que fue esa inmensa acumulación de capital, que terminó en manos de banqueros y comerciantes ingleses, flamencos y alemanes, lo que posibilitó el advenimiento en el Viejo Mundo de la Revolución Industrial. Gracias al Cerro Rico hoy Europa es lo que es, y en Potosí sólo quedan el frío, el viento y la sombra de los muros de arquitectura colonial. 



Aunque en muchísima menor proporción, el Cerro Rico ya había sido explotado por los incas; y antes de los incas, por los señoríos aymaras de la cultura Tiwuanaku. Mil setecientos años de explotación, y todavía queda algo que rascar. Plata casi no queda, pero hay estaño, hay plomo, y hay cinc. En 1985 COMIBOL, la empresa minera estatal, cerró sus puertas ante la falta de rentabilidad, pero los trabajadores se agruparon en cooperativas, y hasta el día de hoy siguen sacando, por su cuenta y riesgo, lo que pueden. Quince mil mineros, agrupados en treinta y cinco cooperativas, recorren más de ochocientas galerías todos los días, todas las noches, en el Cerro Rico. La mitad de Potosí sigue viviendo del trabajo en las minas. La otra mitad vive de enseñárselo a los turistas.





El día que visitamos las minas casi nadie trabajaba. Era uno de agosto, día del culto a la Pachamama, y la noche anterior todos los mineros habían realizado k’oas en las bocaminas: ofrendas a la Madre Tierra en las que se suele sacrificar una llama y regar la tierra con su sangre. La celebración se realiza alrededor de una mesa ofertoria en la que asimismo se quema un feto de llama desecado junto con muestras de hojas de coca, hierbas aromáticas y una amplia variedad de amuletos. Durante toda la noche se consume mucho alcohol. Alcohol. Alcohol potable de 96°, mezclado con agua.





En el caso de los mineros, la k’oa también va dirigida al Tío.   




El Tío (voz quechua-aymara proveniente del castellano “dios”) es Supay, el dios de las profundidades y del inframundo. Los indígenas andinos nunca le han tenido miedo a Supay, siempre han sabido que formaba parte de la complementariedad esencial del universo, y que les sería propicio si ellos practicaban con él, en forma de ofrenda, la reciprocidad. Pero con la llegada de los españoles la figura de Supay se mezcló con la del diablo cristiano, y ahora nada está claro. No se sabe si es bueno o es malo. No se sabe si hay que alabarlo o hay que calmar su furia. Se sabe que tiene cuernos como el diablo, barba como los españoles, y que si los mineros comparten con él su coca, su tabaco y su alcohol, el Tío fertilizará con su inmenso pene las vetas de mineral, y les protegerá de los accidentes.




En cierto modo es una suerte que hoy casi nadie trabaje. Así hay menos posibilidad de accidentes. En el Cerro Rico hay demasiadas galerías, no están demasiado bien conservadas, y las explosiones de dinamita demasiado a menudo provocan el derrumbamiento de otras galerías cercanas. La guía turística del monasterio de San Francisco, días después, me comentaría que ella también trabajó enseñando las minas, pero que un día, cuando llegó por la mañana con su grupo de turistas, se encontró con que la galería que acostumbraba recorrer se había derrumbado por completo. “Ese día”, me cuenta mientras contemplamos la ciudad desde el tejado de San Francisco, “decidí buscarme otro trabajo más seguro”. Si los mineros sobreviven a los derrumbes, a lo que seguro que no sobrevivirán es  a las enfermedades pulmonares. Un minero que haya trabajado ininterrumpidamente en la mina desde adolescente, difícilmente llegará a los cuarenta y cinco o cincuenta años de vida. Una máscara cuesta ochenta dólares, por lo que evidentemente nadie la usa. 


La visita a las minas del Cerro Rico de Potosí deja un regusto muy amargo. No sólo por contemplar la situación en que trabajan y viven los mineros, que en la mina soportan un infierno de más de 40° (en el exterior se llega fácilmente a los 10 grados bajo cero por las noches) y se alimentan durante su trabajo exclusivamente de coca y alcohol; sino, sobre todo, por la sensación de ser partícipe de lo que se ha venido a llamar la “espectacularización de la pobreza”. El guía que nos tocó (primero por la izquierda en la foto), exminero como la mayoría, era un hombre prepotente y brutal, que hacía constantemente comentarios de mal gusto, y que claramente estaba demasiado orgulloso de haber logrado salir de la mina, y disfrutar ahora de un cierto nivel de vida. Hablaba de los mineros con desprecio, y a los pocos que nos encontramos los trataba con bastante despotismo. La impresión es la de que ellos se sometían a ser exhibidos por ingenuidad, y porque probablemente muchos meses ganen más por las comisiones que les den las agencias de turismo que por lo poco que puedan escarbar en las agotadas vetas. Con sus modos autoritarios, apenas nos dejó conversar tranquilamente con los dos hombres que nos encontramos haciendo agujeros para colocar la dinamita. Sí pude enterarme de que uno se llama José, que tiene 35 años, viene del campo y lleva sólo una semana y media en la mina. Se ha dado con el martillo en un dedo y tiene una uña inflamada y completamente negra. Su compañero Eusebio, de su misma edad, lleva ya seis años aquí, y le sirve de mentor.

Al salir, nuestro guía nos cuenta que el Cerro Rico ya no puede más, que ya sólo es rico en agujeros, que se han producido muchos desprendimientos en la cumbre y que, si no se hace algo, el Cerro Rico se hundirá. La municipalidad, nos dice, ha solicitado ayuda al gobierno para poder conservarlo. Por motivos turísticos, más que nada. “¿Tú qué te crees, que los turistas vienen a verte a ti?, les digo yo a los mineros”, nos cuenta con el desagradable tono de superioridad que ha empleado toda la mañana, “Vienen a ver el cerro, vienen a verte trabajar en las minas”.

Claro que sí. Los turistas vienen, venimos, a ver cómo los pulmones de estos hombres se pudren en las minas, y a que tú nos los muestres como si fueran animales en un zoo. El Cerro Rico, que ha provocado más de ocho millones de muertos en los últimos quinientos años, que ha hecho que tanta gente se enriquezca con el sufrimiento ajeno, se hunde. Tal vez ya vaya siendo hora.




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