"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

martes, 8 de marzo de 2011

Cañón del Colca


En Arequipa coincidí con Carlo (en la foto). Carlo es un italiano de 30 años que ha trabajado muchos años como productor de grupos de música independiente. Ha recorrido casi toda Europa y Estados Unidos en gira con sus grupos, y también es un buen conocedor del sudeste asiático. Cundo yo lo conocí, venía de recorrer Argentina y Bolivia, y su próximo destino era Nazca, donde quería ver las líneas (por supuesto, le di el teléfono de Violeta). Fue una pena que viajáramos en sentidos opuestos porque, durante los cuatro días que compartimos, Carlo se mostró como un excelente compañero de viaje. Juntos fuimos al cañón del Colca.

Aunque hasta hace poco se consideraba que el cercano cañón de Cotahuasi (3.532 metros) era el más profundo del mundo, recientes mediciones han desplazado este honor al cañón del río Colca, situado en el valle del mismo nombre, y que en su parte más profunda alcanza los 4.160 metros de profundidad. El cañón del Colca es bastante más accesible que Cotahuasi, y además en Colca se encuentra el mirador de la Cruz del Cóndor, un lugar desde el que es, a primera hora de la mañana y última de la tarde, casi seguro que se pueden ver pasar los cóndores a una distancia mínima del observador. Por todo ello el cañón del Colca es desde hace tiempo un destino turístico de primer orden, y todos los días salen de Arequipa excursiones organizadas para practicar senderismo descendiendo el cañón, o simplemente para acudir al mirador a ver los cóndores. No obstante, como el único impedimento para desplazarse hasta allí en autobús público es que tienes que pasar varias horas de pie y apretujado entre canastas de choclo, gallinas y pequeñas crías de llama, y eso es algo a lo que tanto Carlo como yo estamos acostumbrados, decidimos ir por nuestra cuenta.


Ya anocheciendo llegamos a Cabanaconde, una pequeña y coqueta aldea de casas de adobe, aunque en su centro algunos edificios de ladrillo le dan un aire más vulgar. Cabanaconde está habitada por miembros de la etnia Cabana dedicados a la agricultura, sobre todo del maiz, y al pastoreo de ovejas, llamas y alpacas. La cantidad de hospedajes y comedores delatan que, aunque ahora vacía, Cabanaconde debe estar en temporada alta llena de mochileros, y la amabilidad y cercanía de sus habitantes con los extranjeros, con nosotros, nos confirmaron que están acostumbrados a recibir visitas. En Cabanaconde no parece que se preocupen mucho por el paso del tiempo, ni les molesta la gente que viene y que va. Nos alojamos en casa de esta encantadora señora, y cenamos una excelente carne de alpaca a la plancha.
 
 
A la mañana siguiente dejamos la habitación y nos encaminamos al mirador de San Nicolás, a una media hora andando del pueblo. Nuestra intención era echarle un vistazo al cañón en este punto y al mediodía seguir camino hasta Chivay, desde donde al día siguiente, tras una hora caminando por el valle, llegaríamos al mirador de la Cruz del Cóndor a tiempo de ver a estos animales sobrevolar el cañón.

Mientras admirábamos el panorama en San Nicolás, vimos cómo llegaba un minibús turístico con un pequeño grupo de excursionistas. Iban muy preparados, con bastones de trekking, gafas de sol con cristales de espejo, gorras y bebidas energéticas. Un guía les explicó, en español y en inglés, algunas generalidades sobre el cañón y la forma de vida de la población autóctona y, a continuación, les animó enfáticamente a emprender “la gran aventura”, “descender el cañón más profundo del mundo”. A continuación enfilaron por un pequeño sendero en el que apenas habíamos reparado. Nos asomamos al borde y los vimos empequeñecerse poco a poco, diluidos en el abismal paisaje, hasta desaparecer por completo. Esta situación se repitió varias veces en pocos minutos. Llegaba un grupo en un minibús turístico, el guía los arengaba y, acto seguido, eran engullidos por la pendiente. Carlo y yo, que para la pequeña excursión que nos habíamos planteado no llevábamos ni un sombrero, ni una botella de agua, nos miramos sabiendo ambos lo que estábamos pensando. ¿Bajamos? Bajamos.

 
Se trataba de un camino de herradura que, a pesar de que zigzagueaba constantemente, no podía evitar tener en algunos de sus tramos una considerable pendiente. Yo me animé y, como no llevaba mochila ni nada de peso, adelanté a todos los excursionistas, siempre mirando al suelo para no tropezar con el escabroso terreno. Tardé una hora y tres cuartos en llegar a la quebrada y, mientras esperaba que llegara Carlo, unos excursionistas argentinos me informaron de que ellos seguían andando por llano una hora más hasta llegar a un hotelito con unas termas naturales donde pasaban la noche, y al día siguiente subían a Cabanaconde por otra zona del cañón algo más amable. Nosotros no podíamos hacer eso. Teníamos todas nuestras cosas custodiadas por la señora de Cabanaconde, que ya debía estar preocupada, y no nos quedaba otro remedio que subir por donde habíamos bajado.

Comenzamos a explorar los senderos y las casitas que había diseminadas por la quebrada, hasta que en una de ellas vimos un cartel en el que ofrecían comidas. Allí nos recibió una especie de hada buena del bosque que se rio mucho de nuestra imprevisión. Nos contó que en temporada alta mucha gente hace el descenso por su cuenta, y luego se vuelven locos por alquilar una mula a lomos de la que subir. En esas fechas, los lugareños suspenden un poco sus actividades cotidianas y alquilan sus mulas de carga prácticamente al mejor postor, pero ahora no se espera que baje nadie, y todas las mulas estan ocupadas en tareas agrícolas. Nos dio de comer un exquisito arroz con verduras, nos vendió agua y una bolsa de hojas de coca, nos dio a cada uno un palo para que lo usáramos de bastón y, con un aire muy divertido, nos animó a subir. Y así, con un palo, un puñado de hojas de coca (cuyo efecto ciertamente notamos), una botella de agua y la amenaza de que se hiciera de noche, emprendimos el ascenso. Fue maravilloso.

 


 
Como ya se hacía tarde, el sol no apretaba y soplaba una brisa muy agradable. No había absolutamente nadie (Carlo y yo nos separamos casi nada más comenzar). Las vistas eran imponentes. De vez en cuando, me cruzaba con algún campesino, hombre o mujer, que regresaba a su casa en la quebrada, con su mula, y cruzábamos unas palabras. A menudo me paraba y me sentaba en alguna piedra, por supuesto para descansar, pero también para dejarme atrapar por una inefable sensación de inmensidad que me acompañó en todo momento. En una ocasión, cuando el sol estaba ya casi oculto por los cerros, pero todavía había bastante luz, sentí una extraña reverberación en el aire. Miré hacia el lado y pude ver un inmenso cóndor que volaba apenas a un metro de mí. Claro, el cóndor estaba volando a dos o tres mil metros de altura, pero yo me encontraba en el filo del cañón ddel Colca, y casi podría haberlo tocado si hubiera extendido la mano. Me quedé un buen rato absorto contemplando como su majestuosa figura se recortaba en medio del cañón. Cinco minutos depués otro cóndor, seguramente su pareja, pasaba sobrevolando unos cinco metros por encima de mí.

Tardé tres horas y media en completar la subida. Carlo había llegado cuarenta minutos antes, pero no había visto los cóndores (al día siguiente los veríamos de nuevo, en el mirador de la Cruz del Cóndor, rodeados de excursionistas con potentes equipos fotográficos, y de puestecillos de souvenirs. Para mí no fue lo mismo).



Llegamos a Cabanaconde ya de noche, felizmente cansados y con toda la cara quemada (esto lo advertimos al día siguiente), pero muy orgullosos de nuestra hazaña. Una hazaña que los habitantes del cañón del Colca, hombres, mujeres, ancianos y niños, realizan todos los días.



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