Se diría que en Paraguay es más fácil entrar o salir de forma ilegal que legal. El autobús que en su día nos llevó desde Puerto Iguazú a Ciudad del Este, puerto franco con Argentina y Brasil, no se detiene hasta la terminal de buses, de modo que si uno quiere sellar el pasaporte tiene que pedirle expresamente al conductor que pare en la aduana, y luego abrirse paso entre un mar de personas y puestos callejeros hasta encontrar la oficina de migración, donde te ponen el sello sin ocultar su desgana. No pude, como era mi intención, llegar a Bolivia remontando el río Paraguay, a través de territorio brasileño, porque allí no existe aduana ni paraguaya ni brasileña, y es imposible hacerse con los sellos de salida y entrada de cada país. Ahora, en el Chaco, he tenido que viajar desde Filadelfia hasta Mariscal Estigarribia, que es el único lugar donde hay una aduana, para poder sellar el pasaporte antes de agarrar el bus que, proveniente de Asunción, me llevará a Santa Cruz, en Bolivia.
-¿Dónde está la aduana?
-Atrás, atrás…
¿Atrás? El autobús me ha dejado, se diría, en un cruce de caminos, pero no dudo de que esto es Mariscal Estigarribia. En el Chaco, más en la zona del Chaco seco donde estoy, las ciudades no son más que un serie de casas, almacenes, talleres y otros edificios diseminados sobre calles de tierra en forma cuadrangular, con grandes extensiones vacías entre uno y otro. En Filadelfia, de donde vengo, es dificilísimo incluso encontrar un sitio donde comer. Ahora son las ocho y media de la noche, está completamente oscuro y lo único que veo a mi alrededor es una inmensa estepa de matorral bajo espinoso, y algunas construcciones, casas, almacenes, quizá una escuela, aquí y allá. Todas, menos una, sumidas en la oscuridad. Campo a través, las dos mochilas a cuestas, me dirijo hacia la luz.
Es una casa, parece. En su porche, sobre una gran mesa de madera, dos hombres beben cerveza. Hay dos o tres botellas vacías a un lado de los vasos. Dudando todavía de si estoy en un bar o en una casa particular, doy las buenas noches y pregunto si saben dónde está la oficina de migración.
-Yo puedo llevarle en la moto- me dice, muy serio, uno de los hombres. El otro, decididamente el dueño del bar, ha entrado a buscar otra botella.
-Pero… ¿está muy lejos?
-Está a veinte kilómetros.
-¿A veinte kilómetros?- Yo sigo de pie, cerca de la cancela, sin despojarme de ninguna de las dos mochilas. El hombre ha salido ya del interior de la casa de tablas de madera. Nos contempla parado, mientras pasa mecánicamente un trapo por la botella de cerveza que acaba de traer.
-Sí. Yo le llevo en la moto. Por 20.000 guaraníes.
Me quedo mirándole fijamente, yo de pie y él sentado, y el hombre me mantiene la mirada sin alterar el gesto. Con el rabillo del ojo busco, o intento intuir, el rostro del dueño del bar, saber qué pasa por su mente. Ambos permanecen impasibles, estatuarios, inescrutables. En casi cualquier país de Latinoamérica, aceptar una oferta así en unas condiciones como éstas, sería una insensatez condenada sin remedio a un final trágico.
-Es igual, no importa. Buenas noches.
Vuelvo a atravesar la estepa hasta la carretera, en el punto donde me ha dejado el autobús. Intento mirar a lo lejos, pero no se ve absolutamente nada. Más o menos pueden adivinarse dos o tres casas, un recinto vallado con tractores y otra maquinaria de labor, un gran bulto oscuro que podría ser un almacén de grano. Pero ni una luz, ni una persona. Estoy convencido de que este hombre me ha mentido, y que la aduana está mucho más cerca, a uno o dos kilómetros, tres como mucho, pero es imposible saberlo. Si en verdad fueran veinte kilómetros apenas me daría tiempo a llegar caminando. El autobús debe pasar por allí a la una de la madrugada, y ya son casi las nueve de la noche. Además, hasta que efectúe el próximo envío postal, cargo entre las dos mochilas con catorce libros, y bien sé que cuando lleve treinta minutos andando me van a pesar como catorce piedras. Es una ilusión confiar en que pase algún vehículo que me lleve. La densidad de población en este paraje semidesértico de Paraguay es de 0,2 habitantes por kilómetro cuadrado. Lo más normal es que, hasta que no llegue el bus de Asunción, no pase ningún vehículo por aquí en ninguno de los dos sentidos. Pero no puedo parar el bus y montarme sin haber sellado el pasaporte.
Aceptar una oferta como la que me acaban de hacer sería una insensatez condenada sin remedio a un final trágico, en casi cualquier país de Latinoamérica, pero estoy seguro de que no es así en Paraguay. La pobreza no genera violencia ni delincuencia. La pobreza genera solidaridad. Lo que genera violencia es la obscena confrontación de la pobreza con la riqueza, sea ésta turística o criolla. Paraguay es un país muy modesto, oficialmente el segundo país más pobre de Sudamérica, pero no me parece que aquí se den diferencias sociales abismales y, desde luego, el turismo es casi inexistente. Los menonitas alemanes que pueblan Filadelfia, aunque con un nivel de ingresos sin duda superior al del campesinado autóctono, llevan una vida austera y tradicional, acorde con sus radicales creencias religiosas. Paseando por el centro de Asunción uno creería estar en una apacible ciudad de provincias, más que en la capital de una nación. Tampoco he detectado bolsas de marginación o pobreza extrema, si siquiera en Asunción. Paraguay es simplemente un país muy modesto, donde la gente vive muy encerrada en sí misma, dedicada fundamentalmente a la agricultura extensiva y, sobre todo, a la ganadería vacuna. Recuerdo Concepción, en el Chaco húmedo, algo más habitado que el seco. Calles de tierra donde las vacas y los caballos se pasean aparentemente en libertad. Barbacoas en la calle. Hombres rudos, todos con botas de montar, apostados en las esquinas mirando pasar el tiempo, y piropeando groseramente a las muchachas que pasan por la calle. Ocho horas sentado, por no haber más lugar, en la barra de un bus, a través de una infame carretera de tierra (la Trans-Chaco, a mi pies, que une Asunción con Bolivia, es la única asfaltada en esta zona), rodeado de hombres con sombreros de ala ancha que cargan sillas de montar, enormes bolsas de grano, cuerdas, cajas, maquinaria. Ni una sola mujer en todo el bus. Ni una sola mujer en los polvorientos cruces de caminos. Por todos lados caballos, vacas, carretas, camionetas destartaladas. Hombres que escupen en el suelo y se tocan los genitales mientras conversan, que hablan guaraní con mucha más soltura que castellano. Hombres de pocas palabras, a los que la timidez y la falta de costumbre les hace ser ariscos con los forasteros. Pero ni la más mínima sensación de peligro en los veinte días que llevo en Paraguay.
Como este hombre monte en su moto y se vaya a su casa me voy a quedar en el arcén de la Trans-Chaco sin saber qué hacer. Doy la vuelta y enfilo, de nuevo, hacia el bar.
Allí siguen los dos, bebiendo cerveza y conversando en guaraní. El hombre parece alegrarse cuando me ve. Le muestro la cartera y le digo que sólo tengo veinte mil guaraníes, pero que me gustaría comer algo (llevo ciento cincuenta dólares en una riñonera interior, pegada a la piel, pero esto no se lo voy a decir). El hombre suelta una carcajada y me dice que si le invito a una cerveza me lleva a un sitio donde podré comer algo, y después a la oficina de migración. Al parecer todo era una broma. Lo de cobrarme por el desplazamiento, y supongo que lo de los veinte kilómetros también. Le doy diez mil guaraníes al dueño del bar y éste saca del interior otra cerveza de litro. El hombre se llama Leocadio, al parecer trabaja de celador en un hospital cercano. Intenta crear complicidad y me llama “profesor” (me ha preguntado a qué me dedico), pero parece que su castellano es limitado, y no sabe muy bien por donde encauzar la conversación. Me cuenta que la carne es muy cara por aquí, porque está destinada a la exportación, pero que en su ciudad natal, más al oriente, comen asado todos los días. Me dice varias veces que no tenga miedo, mientras vuelve a llenar los vasos. Yo no tengo miedo, pero estoy cansado y aburrido, y tengo ganas de quedarme solo. El dueño del bar continúa impasible, sin decir una palabra. Cuando terminamos la cerveza, nos ponemos en marcha.
En la moto me lleva, en dirección contraria a la de la oficina de migración, hasta una gasolinera, donde él se queda saludando a unos amigos en la puerta mientras yo entro, compro un sándwich de milanesa a cambio de los diez mil guaraníes que me quedan y lo guardo en la mochila pequeña. A la salida él me recibe casi a gritos, muy contento, y entre risas se despide de sus amigos. Por el camino, poco después de salir de la gasolinera, estalla su euforia y se echa a reír a carcajadas a la vez que levanta la rueda delantera de la moto con la intención de hacer un “caballito”. Entonces la mochila que llevo a mi espalda me echa para atrás, y me agarro como puedo a Leocadio para no caer. Leocadio al sentir mi contacto se tira bruscamente hacia delante, la rueda delantera cae pesadamente sobre el asfalto, y la moto da dos o tres camballadas tremendas antes de que Leocadio, milagrosamente, logre dominarla. Por un momento veo mis sesos, o al menos mis dientes, desperdigados por la Trans-Chaco. “Ja, ja, ja. Te asustaste, te asustaste” se ríe Leocadio. A gritos, para que me escuche, e intentando dar a mi voz la máxima autoridad que puedo, le explico que la mochila nos desequilibra, y que no lo vuelva a hacer. “Ja, ja, ja. Te asustaste, te asustaste” insiste, pero no lo vuelve a hacer.
A tres o cuatro kilómetros del punto donde lo encontré, Leocadio me deja ante una pequeña casa silenciosa y oscura, y nos despedimos cordialmente. Golpeo varias veces en la puerta hasta que me abre un hombre pequeño, de mediana edad, con el pelo revuelto y aspecto de haberse acabado de despertar. Me dice que no puedo sellar el pasaporte, que tengo que hacerlo cuando llegue el autobús de Asunción. Que no llega a la una, como yo creía, sino a las tres y media. Que espere por ahí. “¿Dónde, aquí? pregunto señalando un ajado banco de madera que hay a un lado de la puerta. “Sí, o por ahí…” me responde, señalando vagamente a la estepa. Luego cierra la puerta.
Saco el sándwich de milanesa y de inmediato aparecen de la oscuridad tres perros famélicos, uno de ellos con sólo una pata delantera, y se me echan encima desesperados. Dan más pena que miedo, y en cuanto doy un par de gritos, y una patada en el suelo, se alejan a unos veinte metros y se tumban a observarme mientras como. Después se lanzarán sobre la papelera, pero sólo conseguirán destrozar a dentelladas el plástico y el papel que acabo de tirar.
En el Chaco por la noche descienden mucho las temperaturas. Saco de la mochila los pantalones térmicos, el forro del polar, el gorro de lana de alpaca. Me lo pongo todo y me siento en el banco a leer el Diario de Bolivia, de Ernesto Che Guevara. Leo hasta su última anotación, del 7 de octubre de 1967. Leo los capítulos del editor dedicados a explicar su detención y su muerte, acontecimientos sobre los que evidentemente el Che no pudo escribir. Leo los comunicados de la guerrilla al pueblo boliviano y otros documentos que figuran en anexo. Leo la bibliografía comentada. Leo el sello de la editorial con la fecha de impresión y el número de ejemplares de la edición y, cuando miro el reloj, son todavía las doce y diez. Va a ser imposible esperar despierto.
Despliego el saco de dormir sobre el banco de madera y, con todo y las botas puestas, me meto dentro. Cuando abro los ojos, unas veinte personas hacen fila, con sus documentos en la mano, a dos centímetros de mí. Todos me están mirando.
Cada paso es una aventura...
ResponderEliminarBueno, tío. Esto sí es una jodida aventura. Que se vayan a la mierda los monumentos. Esto es viajar.
ResponderEliminarA seguir navegando.
Tu señor lobo.