"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

jueves, 12 de mayo de 2011

Concepción (2). Lota: El Chiflón del Diablo.



Baldomero Lillo nació en 1867 en Lota, un asentamiento minero cercano a Concepción, donde su padre trabajaba como capataz de una de las minas. Trabajó muchos años como empleado de una pulpería (tienda-almacén en la que se abastecían los mineros) y, sin duda, desde pequeño descendió más de una vez a los túneles. Hoy en día se le considera el mayor exponente del realismo social en la literatura chilena, y su libro de cuentos Sub Terra (1904), sobre la vida cotidiana de los mineros de Lota y sus familias, es lectura obligatoria en todos los liceos de enseñanza secundaria del país.

En el autobús que me trajo a Concepción terminé de leer el último cuento. Con el estilo naturalista propio de la época (son claras las influencias de Zola, Dostoievski o Turgueniev) y a pesar del esfuerzo de contención que se le advierte, Sub Terra sigue adoleciendo para un  lector moderno de una adjetivación demasiado abundante y retórica, así como de excesivo énfasis en las escenas melodramáticas. Aunque demuestra capacidad para la composición de la estructura del relato y la creación de suspense, Baldomero Lillo no es ningún genio de la Literatura, y no es extraño que su escasa producción posterior a Sub Terra apenas alcanzara relevancia. Pero la literatura no es sólo técnica, son también sentimientos, emociones, experiencias y, sobre todo, comunicación. Lillo conoce de lo que habla, le duele de lo que habla, y nos sabe transmitir ese conocimiento y ese dolor. La publicación de Sub Terra fue en su momento una bofetada de realidad para la sociedad chilena y, con todas sus limitaciones de estilo, lo cierto es que lo sigue siendo hoy día.  No creo que nadie que lea este libro, y sepa que Lota se encuentra en su camino, pueda resistirse a la tentación de descender a “El Chiflón del Diablo”     



  "La galería del Chiflón del Diablo tenía una siniestra fama. Abierta para dar salida al mineral de un filón recién descubierto, se habían en un principio ejecutado los trabajos con el esmero requerido. Pero a medida que se ahondaba en la roca, ésta se tornaba porosa e inconsistente. Las filtraciones un tanto escasas al empezar habían ido en aumento, haciendo muy precaria la estabilidad de la techumbre que sólo se sostenía mediante sólidos revestimientos. Una vez terminada la obra, como la inmensa cantidad de maderas que había que emplear en los apuntalamientos aumentaba el costo del mineral de un modo considerable, se fue descuidando poco a poco esta parte esencialísima del trabajo. Se revestía siempre, sí, pero con flojedad, economizando todo lo que se podía.
Los resultados de este sistema no se dejaron esperar. Continuamente había que extraer de allí a un contuso, un herido y también a veces algún muerto aplastado por un brusco desprendimiento de aquel techo falto de apoyo, y que, minado traidoramente por el agua, era una amenaza constante para las vidas de los obreros" (B. Lillo. "El Chiflón del Diablo")

De las más de cien bocaminas que hubo en su momento en Lota, esta galería, que en su origen se adentraba cerca de dos kilómetros por debajo del mar, es la que fue elegida para permanecer como atracción turística cuando, en 1997, se cerró definitivamente la mina. Sus antiguos trabajadores ejercen ahora de guías.




"Una llama azulada recorrió velozmente el combado techo del túnel y la masa de aire contenida entre sus muros se inflamó, convirtiéndose en una inmensa llamarada. Los cabellos y los trajes ardieron, y una luz vivísima, de extraordinaria intensidad, iluminó hasta los rincones más ocultos de la inclinada galería.
Pero aquella pavorosa visión sólo duró el brevísimo espacio de un segundo: un terrible crujido conmovió las entrañas de la roca y los seis hombres envueltos en un torbellino de llamas, de trozos de madera y de piedras, fueron proyectados con espantosa violencia a lo largo del corredor.
Al sordo estallido de la formidable explosión, los habitantes del pequeño caserío se agolparon a las puertas y ventanas de sus viviendas y fijando sus azorados ojos en las construcciones de la mina, presenciaron llenos de espanto algo como la repentina erupción de un volcán.
Bajo el cielo azul, sereno y límpido, sin asomo de humo, ni de llamas, los maderos de la cabria, arrancados de sus sitios por una fuerza prodigiosa, fueron lanzados hacia arriba en todas direcciones: una de las jaulas de hierro, recorriendo el angosto tubo del pozo, como un proyectil el ánima de un cañón, subió recta hasta una inmensa altura. (B. Lillo "El grisú")

En efecto, cuando las lamparillas de aceite que los mineros llevaban en su cabeza provocaban una explosión de grisú (el mortífero gas que se desprende del carbón), una inmensa bola de fuego recorría en segundos las galerías buscando el exterior, arrasando todo lo que encontraba a su paso. Antes de que se comenzara a usar la luz eléctrica, nos cuenta nuestro guía, esto ocurría un día sí y otro no. Lo único que podía avisar a los obreros era el pajarito que, encerrado en su jaula, los acompañaba durante el trabajo. Si el pajarito moría significaba que la presencia de grisú era demasiado alta, y el minero debía rápidamente apagar su lamparilla y retroceder a oscuras.


Para atenuar el efecto destructivo de las explosiones de grisú, se colocaban en todas las galerías compuertas que impedían que la gran bola de fuego avanzase. Al pie de cada una de estas compuertas se situaba un niño de a partir de ocho años, que era el encargado de abrirla y cerrarla cuando pasaban las carretillas de carbón. Esta era la primera labor que llevaba a cabo cualquier futuro minero. Mientras el niño no se acostumbrara a la oscuridad y el encierro, para que el pánico no le obligara a huir, permanecía atado por una cuerda a la compuerta. Todo ello está recogido por Lillo.

"Con resuelto ademán el viejo desenrolló de su cintura una cuerda delgada y fuerte y a pesar de la resistencia y súplicas del niño lo ató con ella por mitad del cuerpo y aseguró, en seguida, la otra extremidad en un grueso perno incrustado en la roca. Trozos de cordel adheridos a aquel hierro indicaban que no era la primera vez que prestaba un servicio semejante.
La criatura medio muerta de terror lanzaba gritos penetrantes de pavorosa angustia, y hubo que emplear la violencia para arrancarla de entre las piernas del padre, a las que se había asido con todas sus fuerzas. Sus ruegos y clamores llenaban la galería, sin que la tierna víctima, más desdichada que el bíblico Isaac, oyese una voz amiga que detuviera el brazo paternal armado contra su propia carne, por el crimen y la iniquidad de los hombres.
Sus voces llamando al viejo que se alejaba tenían acentos tan desgarradores, tan hondos y vibrantes, que el infeliz padre sintió de nuevo flaquear su resolución. Mas, aquel desfallecimiento sólo duró un instante, y tapándose los oídos para no escuchar aquellos gritos que le atenaceaban las entrañas, apresuró la marcha apartándose de aquel sitio. 
(...)La mina no soltaba nunca al que había cogido, y como eslabones nuevos que se sustituyen a los viejos y gastados de una cadena sin fin, allí abajo los hijos sucedían a los padres, y en el hondo pozo el subir y bajar de aquella marca viviente no se interrumpiría jamás." (B.Lillo. "La compuerta número 12") 



Mientras nuestro guía relata estos hechos, remarca a menudo que así era “como trabajaban nuestros abuelos”. No es una figura literaria. Los niños que estuvieron atados a estas compuertas son sin duda los abuelos carnales, si no los padres, de nuestros actuales guías. Hay muchas diferencias entre las condiciones de trabajo de unos y otros, claro, pero algunas cosas siguen siendo igual: nuestro guía, como todos sus compañeros, también llevaba doble ración de empanada para tener alimento en caso de quedarse encerrados en un derrumbe y, aunque ya no llevaban jaula con pájaro, sí estaban muy atentos a los movimientos de la gran cantidad de ratones que recorren las galerías. “En la mina los ratoncitos son nuestros amigos”: si los veían dar vueltas en redondo, como si hubieran enloquecido, ya podían saber que el nivel de grisú estaba empezando a no ser tolerable.


Sólo un relativamente pequeño tramo del Chiflón del Diablo está habilitado para la visita, de modo que me quedé con las ganas de internarme en las galerías que se adentran bajo el mar, y escuchar así el atronar de las olas sobre mí. El hecho de que hubiera bastantes visitantes también le quita un poco de encanto a la experiencia. Pero lo cierto es que la oscuridad, la humedad y la angostura de algunos tramos van despertando paulatinamente en el visitante cierta sensación de claustrofobia, y quien más quien menos agradece ver la luz al final de las escaleras.




En el exterior es posible contemplar una reproducción de una pulpería de la época de Lillo, así como de las casas en las que vivían los mineros. Son reconstrucciones que se efectuaron para la película que Marcelo Ferrari rodó en 2003 sobre los cuentos de Lillo, y que hoy sirven como complemento a la visita del chiflón.





El sistema de retribución de los mineros, al igual que en las minas de salitre del “Norte Grande”, se efectuaba mediante fichas canjeables por productos en las pulperías de las compañías. Para tener dinero en efectivo recurrían a vender las fichas en el mercado negro, pero aún así tenían prohibido adquirir productos fuera de los establecimientos de la compañía. Al igual que en las minas de salitre, los trabajadores y sus familias tenían limitada la salida, y eran vigilados por un cuerpo privado de celadores.




"—Si no fuera usted una pobre vieja ahora mismo la hacía desocupar el cuarto, arrojándola a la calle. Y esto, en conciencia, sería lo justo, pues usted lo sabe muy bien, abuela, que comprar algo fuera del despacho es un robo que se hace a la Compañía. Por ahora y por ser la primera vez la perdono, pero para otra ocasión cumpliré estrictamente con mi deber. Quédese con Dios y pídale que le perdone este pecado tan deshonroso para sus canas.
La abuela quedó sola. Su pecho desbordaba henchido de gratitud por la bondad del patrón y hubiera caído de rodillas a sus plantas si la sorpresa y el temor no la hubiesen paralizado. Sin levantarse del asiento se volvió hacia la chimenea e inclinó la cabeza pesadamente." (B. Lillo. "El registro")



Aunque dentro de la mina se les ve a sus anchas, y no se desempeñan nada mal como guías turísticos, en el exterior los mineros son hombres de pocas palabras. Salta a la vista que están orgullosos de su oficio, y que profesan un hondo amor a estas galerías, que ellos mismos han excavado. Dicen que lo que más les gusta de mantener abierta la mina al público es que pueden seguir trabajando de mineros (los túneles exigen un constante mantenimiento, y este año en concreto han tenido que trabajar duro para reparar los desperfectos causados por el terremoto de febrero de 2010). Cuando les pregunto a qué se dedica  ahora la mayoría de la población en Lota me responden: “A nada. Aquí todos son exmineros”. “Pero, ¿de qué vive la gente?” “De nada. No hay trabajo aquí”. Imagino que la mayoría de las familias de Lota siguen cobrando alguna pensión de prejubilación o desempleo, y quiero pensar que los jóvenes pueden acudir en autobús a las cercanas poblaciones de Concepción o Talcahuano a buscar alguna ocupación, pero es difícil imaginar que este batiburrillo de casas de madera y tejados de cinc que es Lota no se convierta, en un futuro, en una bolsa de marginación, o, acaso, en un nuevo pueblo fantasma.  




3 comentarios:

  1. buena info pero muy rasca susu fotos tienen k ser de a mina chiflon del diablo pero por fuera para k se note x k es mas bonita por fuera

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  2. pero en este momento esta habilitado?

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  3. Como digo en el artículo, está habilitado un tramo para visita turística.

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