"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

martes, 24 de mayo de 2011

Chiloé


Dicen que fue en 1598, cuando el llamado “Desastre de Curalaba” hizo retroceder la frontera entre mapuches y españoles hasta los márgenes del río Bíobío, que la isla grande de Chiloé (a la que todavía sólo puede accederse a través del transbordador que aparece en la foto) quedó aislada del virreinato, rodeada de territorio mapuche. Dicen que los colonos españoles que quedaron allí comenzaron a convivir con chonos y huilliches, los grupos mapuche de la isla, y que de esa mezcla surgió una cultura original que todavía perdura, intensamente volcada al mar y a la pesca artesanal.



Allí, al margen de guerras y malones, en las largas y frías noches de Chiloé, protegidos bajo techos de paja de la perenne lluvia, los huilliches le hablaron a los españoles de sus dioses mayores: Caicai-vilu, la serpiente marina, y  Tenten-vilu, la serpiente terrestre, y de cómo de las ancestrales luchas que ambos dioses entablaron había surgido el archipiélago de Chiloé, desgajado a pedazos del continente.

Los españoles, por su parte, contaban a los huichilles de tritones y sirenas. A ellos les pareció muy normal que existieran esas criaturas, ya que sin duda eran fruto de la unión entre los primeros hombres y los lobos marinos. Así, imaginaron a Millalobo, a su mujer Huenchula, y a los tres hijos de ambos: Pincoy, Pincoya y la Sirena Chilota.

A Pincoy, mitad hombre, mitad lobo marino, le agradan las mujeres que se adentran solas en los arrecifes a mariscar. Gusta de seducirlas y, como es un gran amante, logra arrancarles la promesa de que jamás hablarán en público de ese encuentro. Pero, claro, cuando alguna mujer soltera da a luz un crío con carita arrugada, como la de un lobo marino, todo el mundo sabe que la paternidad (¿A quién, si no?) pertenece a Pincoy. Sospecho que Pincoy, la más feliz excusa para el mestizaje clandestino, se tuvo que mostrar muy activo aquellos esforzados e inaugurales años.

Pincoya, sin embargo, ha salido enteramente a la madre, y es totalmente humana. Dicen que en las noches de luna llena sale a la playa ataviada con un traje de algas y, su figura recortada sobre la redonda luz de plata, baila. Dicen que quienes han visto esta danza aseguran que es imposible imaginar nada más bello y yo, cuando cierro los ojos, lo creo.

La Sirena Chilota es más europea. Mantiene su cola de pez y sigue en las rocas, alisando su rubia cabellera (porque las sirenas, como las princesas, siempre han sido nórdicas) con su peine de oro. Como es sabido, no hay que acercarse demasiado. Es peligroso escuchar su canto.

Dicen que, aunque no es tan agresiva sexualmente como su hermano Pincoy, la Sirena también se pirra por los hombres y, cuando ve algún marinero guapo, favorece su pesca acercando los bancos de peces a las redes de su favorito.

Los tres hermanos tienen una función común: acompañar a los espíritus de los ahogados a Caleuche, el barco fantasma donde pasarán de fiesta toda la eternidad. A los huichilles, claro, no les extrañó en absoluto la existencia de este velero (el navío holandés que dio origen a la leyenda europea se llamaba "Calenche"), gobernado por los espíritus de los brujos. Lo habían visto, amenazante, pasar ya más de una vez en el horizonte.

Porque los brujos existen, aseguran los españoles. Tienen el don de volar y practican siniestros aquelarres en lo más intrincado del bosque. Ahora entienden los huichilles qué es lo que hace Invunche, el malforme y repulsivo ser característico de la mitología mapuche, en el bosque. Invunche vigila las cuevas donde habitan los brujos. Para que te permita pasar, hay que darle un beso en el culo, pero nadie tiene mucho interés en hacerlo.

Dicen que, además, los huichilles mostraron a los españoles su estructura jerárquica, dominada por los “machis” o chamanes, y les iniciaron en la práctica de la “minga”, el trabajo comunitario. Dicen que, por su parte, los españoles enseñaron a los huichilles a trabajar la madera, y que éstos se convirtieron en excelentes carpinteros. Juntos hicieron navíos y palafitos, que siguen siendo característicos de la arquitectura de la isla, y juntos aprendieron a forrar sus casas con tejuelas de madera de alerce, para protegerlas de la humedad.


Dicen que cuando los jesuitas llegaron a finales del siglo XVII, en barco, a la isla, ya no había huichilles ni españoles. Todos eran chilotes. Los admirables jesuitas, como han hecho en todos los sitios donde han estado, respetaron la fusión de culturas y fortalecieron el trabajo cooperativo. Sin clavos, porque no había hierro, construyeron iglesias de madera a imitación de las de Baviera, la patria de muchos de estos misioneros. Dicen que algunas de las ciento cincuenta iglesias que siguen salpicando la isla son los edificios de madera mas antiguos del mundo. 


Dicen, también, que a mediados del siglo XIX, a pesar de que gozaban en la isla de una pesca artesanal y una incipiente ganadería de subsistencia, o precisamente por ello, porque no tenían nada más, los chilotes iniciaron un masivo proceso de emigración a las tierras de la Patagonia chilena y argentina, que duró hasta la pasada década de los ochenta. Ovejeros y esquiladores en las estancias patagónicas, mineros en Río Turbio, obreros en la obras públicas de Comodoro, Ushuaia o Río Gallegos, empleadas domésticas en Punta Arenas... los chilotes y las chilotas poblaron estas desoladas tierras, poco antes arrebatadas a tehuelches, mapuches, onas y yaganes. Dicen que hoy en día, en cualquier parte de la Patagonia, es posible reconocer los ojillos achinados, el rostro redondeado, la nariz fina y el hermoso cabello negro de los emigrantes chilotes. Esto último puedo garantizar que es cierto.



Todo lo demás supongo que también, aunque lo de la "minga", que es voz quechua, me da a mí que lo introdujeron los jesuitas. Y, la verdad, me cuesta admitir que gente que se sabe de memoria la alineación titular del Fútbol Club Barcelona siga creyendo en sirenas y buques fantasma. En todo caso, la isla grande de Chiloé es un lugar encantador donde parece que no pasa el tiempo, donde la vida sigue siendo deliciosamente elemental, se respira olor a mar por todos lados, y se disfruta de unos exquisitos platos que te preparan sin la menor pretensión culinaria (atención a la cazuela de mariscos y al ceviche de salmón). En Chiloé, en su clima eternamente lluvioso, en sus paisajes, en la sonriente mirada de sus gentes, se impregna uno de la más dulce melancolía: la serena aceptación del ciclo de la vida.

 


He conocido a una persona que quiere comprarse una casa y quedarse a vivir en Chiloé. No le critico el gusto.




Chiloé significa en lengua mapuche "Tierra de Chelles" (las chelles son un tipo de gaviotas, blancas y de cabeza negra). Los primeros españoles que llegaron a esta isla la llamaron, sin embargo, "Nueva Galicia". El clima y el paisaje se asemejan al de Galicia, desde luego, pero los españoles no podían saber que, además, en Chiloé se iban a desarrollar las mismas aldeítas de pescadores, los mismos minifundios de pequeños ganaderos de ovejas y vacas. No sabían que, alrededor de las chimeneas, se iban a contar leyendas de brujos. No sabían que iba también a ser tierra de emigrantes, ni que iban a hablar con un parecido acento dulce y cantarín. No sabían que los chilotes iban a ofrecer la misma hospitalidad, cortés y un poco tímida, que ofrecen los gallegos, ni que las mujeres iban a gobernar las casas y los negocios ante la marinera ausencia de sus maridos. No, no podían saberlo. Será cosa de las meigas.


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