"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

sábado, 17 de septiembre de 2011

Vivaldi en la selva




En su día (aquí) ya describí el extraordinario experimento económico-social y comunitario que la Compañía de Jesús había llevado a cabo en sus misiones americanas durante los siglos XVII y XVIII, y que tanta huella habían dejado en Argentina y, sobre todo, en Paraguay. En Bolivia, en la región llamada Chiquitanía, al norte del departamento de Santa Cruz, esta huella está más viva aún. Al contrario que las misiones cercanas a Iguazú, las de esta zona no quedaron desiertas tras la expulsión de los jesuitas, y hoy en día constituyen encantadores pueblos que conservan la organización original de la misión, con sus calles trazadas regularmente alrededor de unas hermosas iglesias que, tras la labor de restauración llevada a cabo en las últimas décadas del siglo XX por el suizo Hans Roth, lucen ahora en todo su esplendor. 







San José de Chiquitos, San Rafael de Velasco, Santa Ana, San Miguel, San Ignacio, Concepción, San Xavier. Para llegar a todas ellas hace falta pasar muchas horas tragando polvo en autobuses destartalados, a través del Chaco boliviano, pero probablemente eso mismo es lo que ha hecho que estas poblaciones conserven su tranquilo ritmo de vida y su orden económico en gran medida autárquico; su arquitectura tradicional y, en un alto porcentaje, su población originaria. 






Los llamados “indios chiquitos” constituyen una etnia que, como muchas otras, nació durante la colonia. Surgida de la fusión en las misiones de los distintos grupos seminómadas que habitaban esta zona del Chaco, su nombre no se debe a la escasa estatura de sus miembros que, por el contrario, es superior en general a la de los habitantes del altiplano, sino a la configuración de sus viviendas originarias, cuya puerta, para evitar el acceso de mosquitos y moscas, era tan baja que había que había que entrar en ellas a gatas. Paseando por las calles de los pueblos y aldeas de la Chiquitanía actual es fácil hacerse una idea de la vida que los indígenas, guiados por los jesuitas, llevaron en las misiones. Una vida ordenada y plácida, donde todos los trabajos comunitarios estaban reglados y donde todo el tiempo libre se dedicaba a la música, el canto, el baile y la representación teatral, con motivo, o con la excusa quizás, de las celebraciones religiosas:

“La Semana Santa era un verdadero festival de música, donde los músicos actuaban por varios días sin cesar, intercalando sus actuaciones con las de toda la comunidad (...) La mayor parte del repertorio en lengua vernácula fue destinada para ser cantada por toda la comunidad y no tan solo por un selecto grupo de músicos. (...)
Vísperas y misas solemnes, sermón, ópera, procesión a cuatro altares elevados en cada esquina de la plaza, donde los músicos y bailarines presentaban sus danzas, eran los montos principales de la fiesta. Los preparativos para la fiesta del Corpus incluían el recorrido de los indios a los campos y al monte para cazar animales silvestres, pájaros de varios colores, loros y aves; y con estos elementos de su alrededor selvático, decoraban la iglesia y la plaza.
Los arcos construidos a ambos lados de la calle, eran adornados con loros y pájaros de varios colores y otros varios pájaros y aves que añaden a trechos monos y venados y otros animales bien amarrados. Los cuatro altares se adornaban con los frontales y alhajas de la iglesia.
Concluida la misa solemne, salía una vistosa procesión, acompañada del sonoro y devoto estruendo de cuantos instrumentos hay en el pueblo –europeos y autóctonos- a los cuatro altares. En cada estación, mientras el sacerdote incensaba el Santísimo Sacramento, el coro entonaba un motete. Luego venían las danzas”
(Nawrot, Piotr. “La música barroca: gloria de Chiquitos”, en Baptista Gumucio, Mariano. Las misiones jesuíticas de Moxos y Chiquitos. LewyLibros, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, 2011.)

Los jesuitas, en su labor de evangelización, se abstuvieron de explicaciones teológicas, y cautivaron a los indígenas por el arte y sobre todo, por la música. Por eso no es extraño que el catolicismo haya adoptado en estas tierras formas sincréticas (“el catolicismo acá es una gran colcha que todo lo tapa, pero debajo de la colcha hay muchas cosas”, recuerdo que nos decía con cierto tono despectivo la monja austríaca que nos acogió en Urubichá). Por eso tampoco es extraño que a través de las ventanas de las casas de los pueblos chiquitanos se deslice hacia la calle música sacra, en lugar de cumbia o reggaeton. En todos estos pueblos sigue funcionando una escuela de música cuyos profesores, siguiendo la tradición jesuítica, son los antiguos alumnos más aventajados, y en las aceras y las plazas de San José de Chiquitos, por ejemplo, es más fácil encontrar niños leyendo música que leyendo una revista o un libro.


Las más de cinco mil partituras originales que Hans Roth, durante su labor de restauración, encontró en las iglesias de estos pueblos, y que hoy se guardan en el Archivo Musical de Chiquitos, no ha hecho sino dar más impulso a una tradición que seguía estando viva. Desde 1996 el Festival Internacional de Música Renacentista y Barroca Americana “Misiones de Chiquitos”, que se celebra cada dos años, pone en valor este patrimonio; pero también, cada año, el más modesto Festival de Temporada de Música Misional da la oportunidad a los jóvenes indígenas de todo el departamento de Santa Cruz de mostrar su virtuosismo, pero sobre todo su amor, por la música barroca mestiza y europea (la joven guaraní de la foto de cabecera, por ejemplo, con sólo dos años de estudios de violín en la Escuela de Música de Palmarito, nos supo deleitar con un solo del  Violin Concerto in A, RV341, de Antonio Vivaldi).





Este año el Festival de Temporada ha contado con un invitado especial: el Coro de Cámara de Sevilla, cuyo director actual, el argentino Santiago Lusardi, vivió y trabajó dos años en San José de Chiquitos. Con el coro vino mi amiga Elena Guerra, profesora del conservatorio, y gracias a ella pude conocer estos bonitos lugares, y aprender y disfrutar mucho de la música barroca mestiza y colonial. Después de todo lo que acabo de explicar hay que decir que fue entrañable, pero no sorprendente, comprobar que una buena parte del respetuoso público que asistió al festival, era infantil.






Urubichá




Bastante más al oeste, cerca ya de la pura cuenca amazónica, pero formando aún parte de la Gran Chiquitanía, está Urubichá. Excepcionalmente, esta idílica población no es una antigua misión jesuítica, sino franciscana, pero comparte en todo las características de las fundaciones de la Compañía (los franciscanos son los únicos que, tras la expulsión de los jesuitas, supieron proseguir en parte su legado). La iglesia, y el convento anexo donde nos alojamos, de construcción moderna, se inspira claramente en las construcciones jesuíticas. 



Los habitantes de Urubichá pertenecen a la etnia guaraya, conservan su lengua perfectamente viva, aunque casi ninguno tiene problemas con el castellano, y son dueños de un carácter hospitalario y afable, y de una permanente sonrisa. Lo cierto es que en esta remota aldea rodeada de selva tropical, que hasta hace pocos años no tenía luz eléctrica, y pese a los mosquitos y al dengue que al parecer proliferan en la temporada de lluvias, resulta difícil no imaginar una vida feliz. Hasta este lugar encantador vino mi amiga Elena con tres de sus compañeras a dar un pequeño taller intensivo a alumnos y profesores (a su vez, como dije, antiguos alumnos) de su Escuela de Música. Y yo tuve la suerte de venir con ellas.






El sistema de enseñanza en estas escuelas es el mismo sistema de las Orquestas Populares de Venezuela, según el cual el alumno trabaja en grupo con el instrumento desde el primer día, y aprende  a leer solfeo a la vez que aprende a tocar. De este modo, me explica mi amiga Elena, se ejercita el oído y la capacidad de improvisación, y no se depende tanto de la partitura. “El sistema tradicional de los conservatorios” me dice Elena, “es como el de una academia de idiomas que enseñara a leer pero no a hablar. Nuestros alumnos son como un alumno de inglés que supiera declamar perfectamente a Shakespeare, pero luego no fuera capaz de pedir un café en un bar”. “Nuestros alumnos” me confirma, aún más gráficamente, su compañera Noelia, “nosotros mismos, somos como los polvorones. Si nos quitan los papeles nos desmoronamos”. Ambas se muestran sorprendidas de la retentiva y la capacidad de progreso que muestran los chiquillos y los profesores de Urubichá.



Como ya expliqué en su momento, el sueño utópico de los jesuitas se vino abajo en 1767, cuando Carlos III decretó su expulsión. Los sacerdotes de otras hermandades que los sustituyeron en las misiones no supieron o no quisieron, en su inmensa mayoría, estar a la altura y, amparados por los gobernadores, cometieron durante décadas todo tipo de abusos. Una excepción fue el malagueño Lázaro de Rivera, gobernador de Moxos por un tiempo, que, en 1787, escribía a la Real Audiencia de Charcas:

“El rigor con que son tratados por sus curas estos indefensos indios es tan terrible que ninguna exageración basta al referirlo (…) Unos curas, cuyos amancebamientos, robos, contrabandos, crueldades y desafueros no conocen límites (…) Considere su piedad unos pueblos desmantelados, unos templos saqueados, unos indios oprimidos por la crueldad que espanta y atropellados hasta el extremo de no poder contar con la seguridad de sus mujeres, de sus hijos, víctimas infelices de las liviandades e impudicias de estos párrocos (…) Los curas aun sin el auxilio de las nuevas armas que les han dado ahora sus prelados, lo han arruinado todo, atreviéndose a cometer los mayores delitos e iniquidades” (apud Baptista Gumucio, Mariano. Op. cit.)

Rivera, como era previsible, pronto fue destituido, enjuiciado por una falsa acusación de desfalco. Los indígenas moxos, guarayos y chiquitos, al contrario que los guaraníes, que despoblaron las misiones para huir a las ciudades, aguantaron.



Hace poco, por un motivo que no viene al caso, me vino a la memoria la película de Ken Loach Pan y rosas, sobre las huelgas de los trabajadores latinoamericanos en California. Recuerdo que, en sus manifestaciones, los trabajadores gritaban: “Queremos pan, pero queremos rosas también”. Queremos una vida digna, pero también queremos una vida con belleza. A los habitantes de la Chiquitanía hace algún tiempo que parece que les está llegando, de nuevo, el pan. Las rosas, las que plantaron los jesuitas, han sabido conservarlas.



1 comentario:

  1. Curiosa la camiseta rosa de la niña del coro que reza "I have been naughty. So what". Quiero entender que no saben inglés ni les importa y lo celebro. salute* -Yorch

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