Una noche de 1869, en Bristol, un joven de 26 años llamado Thomas Bridges le contó a una muchacha su vida y sus proyectos de futuro. Le dijo que a la edad de trece años había viajado con el reverendo Despard, su padre adoptivo, a las islas Malvinas. Que desde allí, como representantes de la Sociedad Misionera Patagónica, habían intentado repetidas veces establecerse en la isla llamada Tierra del Fuego. Le contó de cómo Allen Gardiner y sus hombres, hostigados sin tregua por los indígenas, habían muerto por hambre y congelación en las costas de esta isla. Le describió cómo habían encontrado en Wulaia, enloquecido y con el cuerpo lleno de forúnculos, a Alfred Cole, único superviviente de la matanza que los indígenas infligieron a la segunda expedición. Le contó también de cómo su padre adoptivo se había dado por vencido y había vuelto a Inglaterra, y de cómo él, que por aquel entonces tenía 18 años, había decidió permanecer en las Malvinas. Le habló de sus esfuerzos por aprender la lengua de los yaganes, y de cómo el conocimiento de ese idioma le había abierto la posibilidad de comunicarse con ellos y fundar una pequeña misión en la bahía que llamaban Ushuaia, que significaba “puerto interior hacia el poniente”. Ahora Ushuaia era un minúsculo asentamiento en el que un pastor protestante y varias familias de yaganes convivían en una paz relativa con el resto de indígenas. Él había venido a Inglaterra para ordenarse también, definitivamente, pastor.
Thomas le habló largamente a la muchacha de ojos asombrados de lo inhóspito del clima, de las eternas y melancólicas noches, de la soledad. Le dijo que la localidad más cercana de Ushuaia era el penal chileno de Punta Arenas, al otro lado del estrecho de Magallanes, pero que era como si no existiera, porque en barco era muy arriesgado llegar hasta allí, y por tierra era completamente imposible. Le dijo que aunque nominalmente ese territorio pertenecía a Argentina, en la práctica estaba totalmente inexplorado. Allí no había médicos, ni gobernador, ni policía, sólo tribus salvajes que escasamente se cubrían con pieles de nutria, navegaban en canoas, se calentaban con hogueras que ardían noche y día, hablaban un idioma extraño para ella, y tenían reacciones impredecibles y a veces violentas. Le dijo, por último, que si de verdad lo amaba, y si aceptaba la propuesta de matrimonio que le acababa de hacer, era allí donde deberían fundar su hogar.
Dos días después de la boda tomaron un barco y, cuando Mary Bridges puso pie por primera vez en Ushuaia, ya llevaba una hija de nueve meses en los brazos.
Allí tendría cinco hijos más, tres niños y dos niñas. Allí atendió a los supervivientes de los numerosos naufragios que se producían en la zona, curó heridas de los yaganes y asistió a muchos partos de sus mujeres, preparó comida para expediciones científicas que se dirigían a la Antártida y, cuando Ushuaia ya era una pequeña colonia en la que ondeaba la bandera argentina, con un gobernador enviado desde Buenos Aires, recogió los bártulos y acompañó a su marido, que había renunciado al cargo de pastor, a otra bahía situada ochenta y cinco kilómetros al este, donde la familia Bridges, auxiliado por un buen puñado de yaganes convertidos, fundó la estancia ovejera de Harberton, que aún está en funcionamiento.
Sus hijos, que hablaban yagan con tanta naturalidad como hablaban inglés, habían crecido ayudando al padre en trabajos y expediciones, y ahora eran jóvenes estancieros. De todos ellos, E. Lucas resultó ser el más inquieto. Soñaba con atravesar las montañas que hasta los propios yaganes consideraban infranqueables, y en contactar con los legendarios onas, los feroces guerreros cazadores de guanacos que vivían en el interior. En invierno, cuando es posible caminar sobre el hielo sin que éste se rompa, intentó hasta tres veces acceder al otro lado sin éxito, pero al fin encontró un paso. Contactó con los onas y tuvo que usar de toda su astucia y su diplomacia para no ser aniquilado por ellos, participó en sus amistosas competiciones de lucha, aprendió su idioma, pasó muchos días cazando guanacos con ellos y durmiendo a la intemperie. Abrió un camino imposible desde el que después se llamaría lago Fagnano hasta Harberton, a través de las montañas, y otro hasta la costa noreste, donde se encontraba el asentamiento argentino de Río Grande. Con la ayuda de sus ahora amigos los onas, levantó empalizadas y galpones, y fundó en territorio ona una nueva estancia, a la que llamó Viamonte. Se convirtió después en una autoridad entre los onas, intercediendo en sus guerras internas, y los defendió por igual ante los cazadores de indios que, pagados por estancieros de Río Grande, pretendían exterminarlos, como ante los misioneros salesianos que, recluyéndolos, pretendían domesticarlos. Por último, asistió impotente a las dos epidemias de sarampión que acabaron prácticamente con la etnia ona, como poco antes habían acabado en la costa con la etnia yagan.
En 1938 el escritor y viajero A. F. Tschiffely escuchó hablar en Argentina de un viejo colono al que los pocos indios supervivientes llamaban “el gran jefe blanco” y que era considerado algo así como el rey sin corona de la Patagonia, y se propuso encontrarlo. Al fin lo halló, en una estancia perdida de los Andes chilenos, y lo convenció para que escribiera sus memorias. De ahí surgió El último confín de la tierra, el monumental libro autobiográfico de E. Lucas Bridges, en el que se cuenta todo lo que yo acabo de contar, y muchas otras cosas más.
El último confín de la tierra es un libro de aventuras tan apasionante o más que cualquier obra de Jack London o Joseph Conrad y, desde luego, un hermoso canto a la vida natural y al esfuerzo y la superación personal. A lo largo de la obra E. Lucas Bridges, aparte de como un aventurero infatigable y casi sobrehumano, se nos presenta con el carácter propio de un inglés hijo de un pastor protestante. Sus mayores valores son la austeridad, la disciplina, el trabajo y el progreso, y esos son los valores, no exentos de un cierto paternalismo, que pretende inculcar a yaganes y onas. Pero no por ello deja de mostrar en todo momento un profundo respeto a la cultura de estas etnias, y una gran admiración por sus cualidades y su forma de vida. De hecho, si Bridges no hubiera escrito este libro casi nada se sabría de yaganes y de onas, por lo que El último confín de la tierra está considerado también como un documento antropológico de primer orden. El colono y estanciero angloargentino dedica muchísimas páginas a describir las costumbres, las leyendas y los ritos de ambas etnias, y esas páginas no resultan menos apasionantes que las increíbles y aventureras proezas personales que relata. Especialmente interesante me resulta el capítulo en el que describe cómo los onas lo inician en los secretos de su logia, mediante un rito de iniciación que era el mismo al que se sometían todos los jóvenes onas. Bridges descubre entonces que las apariciones de seres legendarios como Hachai, el hombre con cuernos, o las feroces hermanas Halpen y Tanu, de las que mujeres y niños hablaban a menudo con temor, eran, hasta cierto punto, reales. Algunas noches los hombres adultos se reunían en el Hain o choza comunal, se pintaban el cuerpo y se disfrazaban, y acudían a pasearse cerca de las chozas de las mujeres para aterrorizarlas. Era un secreto que sólo se le descubría a los onas varones cuando pasaban la pubertad, y ahora él también era un iniciado.
“No advertí que muy en breve estos ritos debían terminar para siempre. El avance de la civilización puso en descubierto el secreto de la logia, tan celosamente guardado por innumerables generaciones. Las mujeres se enteraron del engaño y los indios fueron inducidos, mediante algún dinero, a representar sus comedias ante auditorios de científicos. He visto fotografías en que los actores aparecen con pelo corto y pintados como nunca lo estuvieron en mis tiempos. Otras fotografías, que pretendían ser de primitivos onas salvajes, probaban que muchos de los indios de las nuevas generaciones habían olvidado, si alguna vez lo supieron, la forma correcta de usar una piel de guanaco.”
(En esta postal que compré en Ushuaia, por cierto, y que representa una fotografía de 1929, se aprecian, ahora me doy cuenta, pinturas faciales que según E. Lucas Bridges los onas nunca usaron; el hombre, además, lleva el pelo corto, está más obeso de lo que debería, y en lugar de a modo de capa, luce la piel de guanaco como si fuera una toalla de baño.)
He tenido la suerte de que la editorial Sudamericana reeditara en diciembre de 2010 este magnífico libro, que yo creía agotado, así que cuando llegué a Ushuaia me encontré con que la mayoría de los dos mil ejemplares de la edición estaban allí. En las dos librerías de Ushuaia había cajas enteras llenas de ejemplares de El último confín de la tierra. No es extraña tanta demanda en Ushuaia de este libro, ya que pocas ciudades podrán contar con una epopeya fundacional escrita tan fascinante como ésta, a la altura de lo fascinante y único que es también este lugar. Desde luego, se disfruta más la lectura del libro habiendo conocido estos parajes, pero también se disfruta más Ushuaia, y Tierra del Fuego, después de haber leído este libro.
E. Lucas Bridges, que demuestra bastante talento literario, tiene el gusto de cerrar su narración como la comenzó. Si arrancó con el noviazgo de sus padres, la última página va dedicada a su madre. Anciana, viuda e impedida, está siendo transportada en litera por sus hijos y algunos onas desde Harberton a la estancia Viamonte, para pasar allí lo que seguramente serán sus últimos meses de vida. En una de las cimas, antes de que las montañas tapen su vista, la anciana desciende de la litera para admirar por última vez Ushuaia y la Bahía de Harberton.
“En esa tierra salvaje, tranquila, yerma, desolada, no exenta sin embargo de belleza, que teníamos ante nuestros ojos, mi madre había pasado la mayor parte de su existencia. Había organizado “Reuniones de Madres” con las mujeres yaganas, enseñado a cientos de ellas a tejer y ejecutar otras labores domésticas, confortado a indígenas moribundos y a niños doloridos, y educado a sus seis hijos, cinco de los cuales habían nacido allí, lejos de las comodidades y de la seguridad de los medios civilizados. Había cuidado y alentado a un hombre muy enfermo, y más tarde llorado su muerte como fiel esposa, y proseguido su obra, redoblando, si tal cosa fuera posible, sus esfuerzos por conseguir el bienestar de sus hijos.
Demasiado sabía ella que contemplaba por última vez esa tierra del sur que todos amábamos tanto; la cálida presión de su brazo sobre el mío me decía que añoraba ese otro brazo en el que se había apoyado con tanta confianza durante los felices y fecundos años del pasado”
Y es que E. Lucas Bridges no ignora que, además de todo lo dicho, su libro, como casi todos los buenos libros, esconde, también, una historia de amor.
gracias por este relato Eduardo, además de llevarme por un instante de vuelta a mi tierra, Argentina, me has recordado parte de su historia, he vuelto a caminar por los bosques de Tierra del Fuego, pisado los campos de turba, descubierto el lago escondido y contemplado el monte Olivia, GRACIAS!
ResponderEliminarJudith
jaja lo nesesitaba para la escuela "las gaviotas" esa es mi escuela
ResponderEliminarQue lindo tu comentario !! es como si lo estuviera viviendo. Me apasionanonia los libros que cuentes historias de la patagonia y sus primeros pobladores. Trataré de conseguir el libro para informarme mas. Gracias Eduardo!
ResponderEliminarGracias a ti, Leticia... nos conocemos?
EliminarUno de mis libros favoritos, de todos los tiempos... Si habré llorado y reído leyéndolo... y me lo devoré.
ResponderEliminarAhora, ya hace 9 años que vivo en México, y en uno de los viajes me traje ese libro, para volver a leerlo...
Me llena de nostalgia y emoción. Gracias por compartirlo y mantenerlo vigente!! :)
Hola, apasionante el relato, estuve en Ushuaia en la estancia y me quedé con muchas ganas de comprarlo, ahora al salir a buscarlo me encuentro con la versión de Editorial Sudamericana del año 2000 y otra versión de Editorial Marymar del año 1983 que pareciera de mejor calidad y de 520 pag. Cual me recomendarías?. Muchas gracias.
ResponderEliminarPablo
Gracias, Pablo. La verdad es que no tengo ni idea de cuál será la mejor edición, ni siquiera tengo ahora a mano la que yo leí. Sudamericana debería ser fiable, pero lo mejor es que hojees ambas y contrastes la calidad de las traducciones antes de decidirte.
EliminarMarymar sin dudas
EliminarMaravilloso relato. Trataré de conseguir el libro. Muy agradecido por tomarte la molestia de publicarlo!
ResponderEliminarComo admirador de Lucas tuve la satisfaccion de limpiar la lapida de su madre Mary Varder de Bridge y su tia Johana sepultadas en Shipbourne en la iglesia Giles muy cerca de Tonbridge en mi reciente viaje a Inglaterra y de regreso en Buenos Aires fui al cementerio britanico donde esta Thomas y Lucas.
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