"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

lunes, 14 de marzo de 2011

Lago Titicaca


Cuando se quedaron sin tierra, tuvieron que inventarla. Hace más de 700 años que la presión quechua y aymara obligó a los uros a retirarse al medio del lago Titicaca, y a construir allí sus islas flotantes con una especie de junco llamado “totora”. Desde entonces este grupo étnico de origen incierto (unos dicen que arribaron a América directamente desde la Polinesia, otros que descienden de un pueblo amazónico que emigró hasta el Titicaca) encontró sobre estas gigantescas balsas su lugar en el mundo. Estas islas flotantes son construidas a base de bloques de raíces de totora atados con lianas. Estos bloques al entrar en descomposición producen gases, que al quedar atrapados en la maraña de raíces contribuyen a la flotación. Por encima de estos bloques se crea un mullido suelo con totora seca, que hay que ir renovando a medida que el anterior se va descomponiendo, y pasa así a formar parte de la base. Las casas en las que viven están hechas del mismo material. Las islas, que tienen unos dos o tres metros de espesor, están ancladas por medio de cuerdas y palos al fondo del lago. La alimentación de los uros se compone de la propia totora (que es comestible), pescado, huevos de pato y carne de aves silvestres. Las mujeres son grandes tejedoras.






Hace cincuenta años, sólo nueve familias pervivían en estas islas artificiales. Hoy son más de dos mil habitantes repartidos entre treinta islas, en las que cuentan con dos escuelas, una pública y otra adventista, y dos iglesias, una católica y otra adventista. Todo gracias al turismo comunitario. A las islas de totora sólo es posible llegar mediante un tour organizado por una agencia comunitaria (al menos las que yo conocí en Puno pertenecían a los uros o a los quechuas, y todas ofrecían la misma excursión combinada, que describo en este artículo). Los uros han construido miradores para los turistas, y unas coquetas canoas en las que nos pasean un ratito. En una hora nos explican su forma de vida y nos ofrecen sus artesanías. A pesar de la artritis que les aqueja desde joven, debido a la humedad, no parece que a los uros les apetezca en absoluto dejar de vivir en sus casas-balsa y, durante el breve tiempo que compartimos, hacen gala de una felicidad y un sentido del humor envidiablemente infantiles. No sé quién ha asesorado a los uros en sus proyectos de turismo comunitario (quizás los adventistas), pero alguien lo ha hecho, y lo ha hecho muy bien. "Nos han dicho que no pidamos dinero por dejar que nos hagan fotos", me dicen. Estupendo. Pues aquí estáis.






A continuación nos dirigimos a Amantani, una preciosa isla en la que viven ochocientas personas de etnia quechua repartidas en ocho comunidades, cuyas principales ocupaciones son la agricultura, la pesca, el pastoreo y un extraordinario arte textil, a cargo de las mujeres. En Amantani las distintas familias se van turnando para alojar a los turistas, y reparten así los beneficios entre todos los miembros de las comunidades. La de la derecha es la casa donde yo me alojé.








Dimos una buena caminata hasta la cima de la isla para admirar las ruinas de dos antiguos templos incas y, después de la cena de sopa y verduras, nos vistieron a los hombres con un poncho y un gorro, a las mujeres con polleras y camisas bordadas, y nos llevaron a la casa comunal a bailar. En un rincón habían puesto una mesa con refrescos, botellas de agua y cerveza a precio de oro (hay que tener en cuenta que el transporte hasta allí debe encarecer también estos productos). La gente se acercaba y cuando se enteraba de lo que costaba cualquier cosa, se abstenía de consumir. Después de que nos dieran dos o tres vueltas al son de la música, todo el mundo se lanzó  a la mesa sin reparar en el precio. El pequeño grupito de música tradicional también pasó la gorra al final de la sesión.


Taquile





Al día siguiente volvimos a embarcar y fuimos a Taquile, una isla de características similares, con una interesante arquitectura tradicional y unas vistas preciosas. Por Taquile dimos también una buena caminata y comimos trucha en el restaurante comunitario. En él las distintas familias se turnan para cocinar, y los beneficios quedan para toda la comunidad. Las trescientas cincuenta familias que viven en Taquile continúan perfectamente apegadas a sus tradiciones, algo distintas de las de Amantani. Aquí tejen tanto hombres como mujeres. Entre otras cosas, los hombres tejen sus propios gorros, de distinto color según sean casados o solteros (en este último caso, la resistencia y calidad del gorro, que las mujeres prueban echando agua en él, se convierten en una prueba de las capacidades del futuro marido). Las mujeres tejen una faja para su marido trenzadas con su propio cabello.

Después de observar y, en algunos casos, comprar su excelente artesanía, volvimos en la lancha a Puno. Por cierto, durante toda la excursión coincidí con estas cinco encantadoras chilenitas, que me hablaban de usted, y a las que prometí sacar en el blog. Josefina, Tania, Katherine, Paulina y Javiera, aquí estáis.



Fue una excursión muy agradable y que sobre todo me dejó muy buena sensación por la total impresión de sostenibilidad que aparenta tener la actividad turística en estas comunidades. En julio y agosto, sin duda, estas islas se abarrotan de turistas, y durante todo el año tienen un buen flujo de visitantes pero, amparados por su insularidad y su organización comunitaria, los habitantes de las islas del Titicaca han sabido beneficiarse de esta circunstancia sin crear desigualdades sociales, y sin que les afecte a su forma de vida ni a su tranquilidad. Ni en Taquile ni en Amantani hay ni un solo hotel, ni una edificación que disuene con el contexto, y nada hace pensar que la mentalidad y las formas de vida de esta gente, su particular forma de experimentar el paso del tiempo, se vean afectadas por la influencia exterior. En el lago Titicaca he descubierto algo así como el “turismo comunitario de masas”.

 







2 comentarios:

  1. Oye, qué guapo sales con el gorro y el poncho. Hacía tiempo que no te veíamos el pelo (bueno, con el gorro tampoco se te ve mucho pelo). Un abrazo desde La Spain

    ResponderEliminar
  2. No las iba a publicar (bastante pequeñitas las he puesto) pero, bueno... Todo sea en pro del documentalismo. Un abrazo.

    ResponderEliminar