"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

domingo, 16 de enero de 2011

Pantoja

Fotos: René Roesler

En Pantoja encontramos a René, un alemán estudiante de Ciencias Políticas que llevaba ya cuatro días en el pueblo esperando la llegada del barco de carga que nos llevaría a Iquitos. René es simpático y abierto y cuando llegamos conocía ya prácticamente a todos los habitantes de Pantoja, así que nos adaptamos muy rápido a la forma de vida del lugar. Pantoja es un cúmulo de viviendas que ha crecido alrededor de la guarnición militar que custodia la frontera. Según nos dijeron, consta de 520 habitantes “incluido niños” (la precisión no es baladí, porque es posible que más de la mitad de la población tenga menos de 10 años). En Pantoja las mujeres trabajan en las múltiples faenas domésticas; los niños se bañan en el río, se suben a los árboles a coger fruta y juegan a las chapas; y la mayoría de los hombres básicamente bebe cerveza. Según nos dijeron, una empresa extractora de petróleo ha obtenido hace poco la concesión de la zona y lleva algún tiempo realizando tareas de exploración. El pueblo está subvencionado desde entonces por la empresa, así que pocos motivos de preocupación tienen en Pantoja, de momento (cuando comiencen las labores extractivas, por desgracia, será otra cosa). Una tarde, por hacer algo, René, Alex y yo quedamos con Nicolás, un señor de allí, para dar un paseo por la selva a cambio de unos cuantos soles, pero cuando llegamos al día siguiente a las ocho de la mañana Nicolás ya había bebido demasiada cerveza, y no estaba en condiciones de hacer de guía. Fuimos por nuestra cuenta hasta donde pudimos. Al regreso, Nicolás y sus amigos, ya bastante contentos, nos invitaron a una cerveza, y nos dijeron que la ruta que habíamos hecho era la misma por la que él nos pensaba llevar.


La permanente fiesta que se vive en Pantoja se anima especialmente los jueves, cuando el pueblo se llena de indígenas y colonos que llegan en sus canoas para vender sus productos agrícolas y comprar enseres manufacturados en las tiendas del lugar, y también a los vendedores que vienen desde Nuevo Rocafuerte y montan sus puestecitos a lo largo de la calle principal. Entonces las mujeres se dedican a regatear y sus maridos, que han venido manejando la canoa, beben cerveza con los lugareños. Hay que decir que en Pantoja la gente tiene un carácter muy afable, y las borracheras que cogen son chispeantes y graciosas, propensas al baile, el cante y a divertidas e incoherentes conversaciones. Han sido unos días muy agradables, en Pantoja.



Alex, Charlotte, René y yo, sin embargo, preferíamos la mayoría de las veces esperar a la noche para empezar a beber cerveza. Durante el día holgazaneábamos en la hamaca y leíamos. Comíamos la comida que preparaban en una de las casas para los trabajadores de la empresa petrolera y, a las cinco de la tarde, cuando el calor menguaba, jugábamos al fútbol. En Pantoja tienen la costumbre de poner dos soles cada jugador, el equipo que gana se lleva todo el dinero y lo destina, cómo no, a beber cerveza. Alguna ronda gratis se ganó la selección europea que formábamos. Una tarde entramos en el destacamento militar a jugar con los soldados. Cuando llegó la hora de arriar la bandera, el partido se interrumpió bruscamente, y todos nos cuadramos mientras la bandera descendía. El contraluz del soldado que tocaba la corneta y el que arriaba la bandera, con sus figuras recortadas sobre un hermosísimo crepúsculo, era digno de una película de Clint Eastwood.



Al fin, al quinto día llegó el barco que esperábamos, el “San Martín”, y esa noche dejamos nuestras habitaciones en el único hotel que había en el pueblo, colgamos nuestras hamacas en el barco y dormimos allí mientras los cargadores aprovechaban el fresco de la noche para ir llenando la bodega. De madrugada, alguien que nos apuntaba con su linterna nos despertó. “Hola, soy la cocinera colombiana. Mucho gusto”. La cocinera colombiana del barco, que en realidad era un travesti, llegaba de beber cerveza y tenía ganas de departir con los forasteros. Por desgracia, no se le entendía nada de lo que farfullaba, y nosotros estábamos demasiado dormidos como para hacer amistad. A la quinta o sexta vez que nos dio la mano para presentarse tuvimos que ponernos un poquito serios para que se fuera y nos dejara dormir. Bajó las escaleras enojada, gritando: “soy la cocinera colombiana, soy la cocinera colombiana”. Días después, en Iquitos, todavía nos reíamos recordando esta anécdota, junto a muchas otras que nos iban suceder durante el viaje. No sabíamos lo que nos esperaba por pasar, a bordo del “San Martín”.



jueves, 13 de enero de 2011

Historias

En Nuevo Rocafuerte me informan de que el barco de carga que pensaba tomar hasta Iquitos no partirá hasta enero: han asesinado a su capitán. Al parecer andaba metido en asuntos de narcotráfico y, una semana antes de mi llegada, unos colombianos lo asesinaron a bordo junto a parte de su tripulación. La lancha es municipal, así que el cabildo tiene que reunirse para nombrar un nuevo capitán, y hasta enero no se tomará una resolución. Como siempre, me cuentan esta historia con una impasible naturalidad. Hace una semana que han asesinado a un vecino del pueblo, y la gente sigue su vida normal, se diría que hasta con alegría. Ya no me extraña. La violencia en muchas de estos lugares está tan naturalizada, tan imbricada en la vida cotidiana, que la mayoría de las veces las historias que te cuentan se ven impregnadas de irrealidad. Es, sin duda, verdad, pero es como si fuera mentira. Todo esto me ha hecho recordar la historia del joven shuar.

Ocurrió en Coca, la noche antes de mi partida. Me encontraba en una terraza de una calle muy concurrida (era noche de sábado), tomando una hamburguesa y una cerveza, cuando un joven indígena de no más de 20 o 21 años, muy borracho, se me acercó y se sentó a mi lado. Me dijo que era vicepresidente de una comunidad shuar, y me ofreció alojamiento allí, y el acostumbrado tour por la selva. Cuando le dije que no me interesaba, comenzó a contarme una historia según la cual una familia shuar originaria de su comunidad se dedicaba a asesinar gente para vender cabezas reducidas a millonarios extranjeros, y que él, como vicepresidente, no podía consentir ese crimen, y que si encontraba a esa familia que deshonraba el nombre de los Shuar los mataría a todos con sus propias manos. Hasta cierto punto no me extrañó, los shuar son los antiguamente llamados “jíbaros”, famosos por su técnica de reducción de cabezas, y yo he visto varias de ellas en el museo de Cuenca (Ecuador). En la actualidad, por supuesto, está prohibida esa actividad, aunque los shuar la siguen practicando con los monos en determinados ritos de iniciación. También había escuchado que se habían dado casos de turistas excéntricos que compraban auténticas cabezas humanas reducidas clandestinamente, pero en esta ocasión pensé que mi inesperado compañero de mesa sólo pretendía impresionarme. En todo caso, el alcohol estimulaba en él una vehemente insistencia. Comenzaba a regodearse con la perspectiva de asesinar con sus propias manos a la familia que ofrecía cabezas a los turistas. Su voz, su mirada y sus gestos cada vez desprendían más violencia, y decidí no llevarle la contraria, desconectar mentalmente, e irme en cuanto terminara de comer.

Llevaba un rato absorto en mis pensamientos cuando algo en la voz del shuar me hizo volver a prestarle atención. Había cambiado de tema.

-Es una vieja que no la conoce nadie, no tiene a nadie, vive a la orilla del río, a dos kilómetros. 40.000 dólares.

-¿Cómo?

-No la conoce nadie, no tiene a nadie. A nadie le importa esa vieja. Su cabeza por 40.000 dólares.

-Pero… ¿tú la ibas a matar?

-Yo no. La matan unos amigos y yo reduzco su cabeza. 40.000 dólares.-Los ojos del shuar brillaban de excitación.

A mi alrededor atronaba la música de los disco-pubs que me circundaban. La calle bullía de gente que paseaba con helados o cervezas en las manos, y en una terraza de Coca un joven shuar borracho me estaba ofreciendo la cabeza reducida de una vieja por 40.000 dólares. De nuevo la sensación de irrealidad. Me excusé lo más amablemente que pude, para no desairarle, y entonces me pidió un par de dólares, y me dijo que no tenía dónde dormir. Tampoco se los di y, tras asegurarme de que no me seguía, volví a mi hotel. Aún ahora no sé si se trataba de una fantasía de borracho, una exageración o una estafa (habría que ver lo que me hacían pasar por una cabeza reducida real), pero sí sé que la agresividad contenida del joven era palpablemente real, que alguien que en Coca no tiene dónde dormir y que se conformaría con dos dólares que le diera podría ser capaz de hacer muchas cosas a cambio de cuarenta mil, y que yo también estoy empezando a contar historias escabrosas con impasible naturalidad.

Al capitán de mi barco de carga lo han asesinado. Andaba en asuntos de narcotráfico y unos colombianos hace una semana subieron al barco y lo asesinaron junto con parte de su tripulación. Con Alex y Charlotte, la pareja de biólogos franceses con los que he hecho amistad, fletaremos una canoa particular y seguiremos río Napo abajo, hasta Pantoja, la primera localidad de Perú.

Rumbo a la frontera (Yasuní-ITT)

El muelle de Coca no es muy grande ni está muy transitado. Aparte de canoas privadas y algunas lanchas de agencias que llevan a los turistas a albergues en la selva, de aquí sólo parte una lancha pública, que desciende durante ocho horas el río Napo hasta llegar a Nuevo Rocafuerte, pequeña población donde se ubica el puesto fronterizo de Ecuador con Perú. Es por eso que en la mañana del domingo cinco de diciembre, entre una densa niebla que aún invade el ambiente, sólo dos o tres vendedores de comida y gaseosas contemplan con resignada somnolencia a la cincuentena de pasajeros que nos disponemos a embarcar en esa dirección. Salvo yo y una pareja de franceses que pronto serán mis amigos, da la impresión de que todo el mundo se conoce, y los que no se conocen en seguida empiezan a intimar.

-Yo tengo cincuenta y tantos nietos. Biznietos… De todo tengo.

-Lo mejor son los nietos. Los biznietos… pertenecen a otro rango.

-Sí. Pero son de la generación.

-Sí, claro, son de la generación.

Cada persona que se instala en la lancha intercambia amables saludos con todos los pasajeros. Inician perezosas conversaciones con voz dulce y pausada. Se ofrecen galletas, se prestan el periódico… Los hombres llevan pesadas cajas y herramientas de labor, las mujeres jóvenes, la mayoría con algún niño, llevan libros de texto de secundaria y aprovecharán el viaje para hacer tareas de Lengua o Matemáticas. Sin duda vienen de la escuela semipresencial de adultos, donde estudian para sacarse el graduado. Las abuelas portan adornos de Navidad. Observo que todos los varones, hombres y niños, llevan el cabello perfectamente recortado. Caigo entonces en la cuenta de que yo mismo fui a la peluquería el día anterior, en previsión de que no volviera a encontrar una en bastante tiempo. Me hace gracia imaginarnos. La lancha de los pelados.

Hace tiempo que hemos zarpado y no cesa la animación. La gente se cambia de asiento para comentar algo a algún vecino, los niños, los periódicos y las golosinas pasan de mano en mano. Todo el mundo es apacible y sonriente. Más que un puñado de vecinos que, tras efectuar alguna gestión en la ciudad, se disponen a soportar ocho horas de viaje para regresar a sus casas, se diría una excursión de viejos amigos. Qué fácil parece, a veces, vivir.

Navegamos entre una inmensidad de espuma de un color de serrín sucio que me intriga. Le pregunto a mi compañero de asiento y me dice, sin darle mayor importancia, que no sabe qué es. Al tiempo llego a la conclusión de que es producto de la fermentación de los troncos de árboles que arrastra el río en su crecida. Por momentos se diría que navegamos entre bloques de hielo sucio, en la Antártida, si no fuera por el verde saturado que brilla en ambas costas. Por lo demás nadie, salvo yo, mira el paisaje. A la izquierda, selva, interrumpida a menudo por chacras de plátanos, haciendas de vacas, chozas aisladas de campesinos, y minúsculas comunidades. A la derecha, selva. Selva virgen. Es el Parque Nacional Yasuní.

Hace tiempo que quería tener una oportunidad para hablar del Parque Nacional Yasuní, 982.000 hectáreas de selva que albergan la mayor biodiversidad de todo el planeta. Baste decir que en una hectárea del Yasuní se encuentran más especies animales distintas que las que puede haber en toda Europa. Tanta es la biodiversidad en este Parque que en él se protege también la pervivencia de dos grupos humanos. Al sur, en la llamada “zona intangible” los Tagaeri y los Toromenane perviven en aislamiento voluntario, dedicados como desde hace siglos a la caza y la recolección, y sin el menor contacto con el mundo exterior. Al menos en teoría. Los Huaorani, que viven también dentro del parque, sí están contactados, y es un secreto a voces que a menudo realizan sangrientas incursiones en la zona intangible para ahuyentar a Tagaeri y Toromenane y abrir camino a las empresas clandestinas de tala de madera, que los recompensan con dinero, armas y alcohol. Guerras tribales, dicen que son.

Pero la verdadera amenaza del Parque Yasuní es, como siempre, el petróleo. El subsuelo de este parque es riquísimo en crudo, y para cualquier gobierno supondría una importante fuente de ingresos explotar aunque fuera una parte de él. Desde 2007, sin embargo, el gobierno de Rafael Correa ha asumido como propia una original iniciativa que surgió de los movimientos civiles y que podría marcar una nueva etapa en la lucha de los pueblos por la defensa y conservación de su patrimonio natural. Mediante la propuesta Yasuní-ITT el gobierno se compromete a dejar el petroleo de Yasuní debajo de la tierra a cambio de que la comunidad internacional le indemnice al menos con el 50% de las utilidades que podría obtener de su explotación, lo que asciende a 350 millones de dólares anuales. Este dinero sería administrado por un fideicomiso del PNUD (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo) y se dedicaría a la conservación de 19 áreas protegidas ecuatorianas, un programa de reforestación y un cambio de matriz energética que implementaría el uso de las energías renovables en el país. Aunque varios países, entre ellos España, han apoyado de boquilla esta iniciativa, hasta el momento sólo Chile ha aportado 100.000 dólares para la causa, así como diversas personas o entidades particulares. El presidente Correa ya ha advertido de que si en diciembre de 2011 no se ha recaudado el dinero previsto dará comienzo a la explotación de una parte del Yasuní. (Más información sobre Yasuní-ITT aquí)

Excepto en la zona intangible, es posible penetrar en el Yasuní, e incluso visitar a los Huaorani, pero son necesarios como mínimo ocho o nueve días de expedición, y sólo el guía cobraría 150 dólares al día, por lo que pensé que la aventura excedía mi presupuesto. Un mes después, mientras escribo estas líneas en el oasis de Huacachina, en Perú, no sé todavía si me arrepiento.

Hace horas que el calor y la monotonía del paisaje apagaron las últimas conversaciones. Ahora que el sol dora las enrevesadas copas de los árboles del Yasuní, ahora que se escuchan los pájaros y se los intuye entre la maleza, se hace presente también entre los pasajeros una inexpresable agitación. Miro al frente. Cuatro o cinco casas, a lo lejos. Llegamos a Nuevo Rocafuerte.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Río Napo

FOTOS: RENÉ ROESLER

Por la mañana, pasamos a vista y junto a un pueblo muy grande y muy vicioso, y tenía muchos barrios, y en cada barrio desembarcaderos al río, y en cada desembarcadero había muy gran copia de indios, y este pueblo duraba más de dos leguas y media.



Fuimos caminando siempre por muy gran poblado, que hubo día que pasamos más de veinte pueblos, y esto por la banda donde nosotros íbamos.


...y convenía conservar la vida de todos, porque no distaban un pueblo de otro distancia de media legua, y menos en toda aquella banda del río de la mano diestra, que es de la banda del sur; y más digo que la tierra adentro, a dos leguas, y a más, y a menos, parecían muy grandes ciudades que estaban blanqueando.


...que son tantos y tan sin número los indios, que si desde el aire dejaran caer una aguja, ha de dar en cabeza de indio y no en el suelo.




"Relación que escribió Fray Gaspar de Carvajal, fraile de la orden de Santo Domingo de Guzmán, del nuevo descubrimiento del famoso río grande que descubrió por muy gran ventura el capitán Francisco de Orellana desde su nacimiento hasta salir a la mar, con cincuenta y siete hombres que trajo consigo y se echó a su ventura por el dicho río, y por el nombre del capitán que le descubrió se llamo el río de Orellana", "Relación del descubrimiento del río de las Amazonas, hoy San Francisco de Quito, y declaración del mapa donde está pintado (atribuida al jesuita Alonso de Rojas)" en Diaz Maderuelo, Rafael (ed.) La aventura del Amazonas. Madrid, Dastin, 2002.

domingo, 5 de diciembre de 2010

LA RUTA DE ORELLANA

Coca, situada en la confluencia del río del mismo nombre con el río Napo, es una de tantas localidades que se ha desarrollado en la cuenca amazónica los últimos años al engañoso calor de la industria petrolera. Con un urbanismo precipitado que ha olvidado la necesidad de parques y plazas públicas, Coca es una ciudad, como tantas, de desarraigados. “Aquí nadie es de aquí”, me comenta la peluquera colombiana que me ha cortado el cabello, “Todo el mundo viene a trabajar en las petroleras, pero poca gente se asienta”

Aunque nadie la llama así, desde hace poco el nombre oficial de Coca es “Francisco de Orellana”, en homenaje al personaje histórico que los ecuatorianos han adoptado como propio. Justamente aquí, en 1541, cuando esto era pura selva, Gonzalo Pizarro, al frente de una delirante expedición en busca del País de la Canela, decidió construir un barco y hacerlo descender por el río Napo a las órdenes de Francisco de Orellana, en busca de provisiones para sus escuálidos hombres. Orellana nunca regresó. Gonzalo Pizarro murió pensando que era un traidor, y deseando verlo en Perú para ajusticiarlo. Orellana se justificaba en España diciendo que había llegado a un inmenso río cuya fuerte corriente le impidió volver. Orellana y sus hombres fueron los primeros europeos, quizás las primeras personas, que descendieron el Amazonas en su totalidad, hasta desembocar en el Atlántico. Por aquel entonces el río de las Amazonas no se llamaba río de las Amazonas, ni los indígenas de pelo largo que arrojaban flechas desde la orilla, y que dejaron tuerto a Fray Gaspar de Carvajal, supieron nunca que, confundidos con mujeres guerreras, iban a provocar que unos extraños bautizaran su río para siempre.

Mañana embarco en una lancha para descender el río Napo. Hay que hacer varias escalas y parte del trayecto se hace en barcos de carga, pero es posible llegar a Iquitos, la ciudad peruana a la orilla del Amazonas donde ya estuve en 2007, y a la que me apetece mucho volver. Cuando llegue a Iquitos, pediré una cerveza en algún bar del malecón y, frente al señor de los ríos, leeré las últimas páginas de la crónica de Fray Gaspar de Carvajal sobre la ruta de Orellana, que mi trabajo me ha costado encontrar en las librerías de Quito. Excéntrico placer, dirán algunos. Yo sé que varios de los que me leéis lo compartís.

SIN IMÁGENES

Los dos últimos artículos los he redactado, como éste mismo, en un ciber, y he usado las fotos que ya tenía colgadas en la galería web. Tenía muchas más por colgar, de los alumnos de Sarayaku en las aulas, haciendo deporte o trabajando en las chacras, pero en un arrebato mandé los pen-drivers en un paquete postal para España, junto con algunos libros y la mochila de fotógrafo. Vacía. Me han vuelto a robar el equipo.

En estos cuatro meses, aparte de mi caso, ya he sido testigo de otros dos robos de portátiles a turistas en los autobuses, y tenía claro que yo no me iba a volver a descuidar. Pero esta vez ha sido más preocupante. Me alojaba en un hotel de la Avenida Amazonas de Quito, que es una zona muy céntrica, concurrida y turística, aunque también se ven algunos grupos de cubanos y colombianos desocupados por las esquinas, y por la noche hay que llevar un poco de cuidado. Llevaba varios días trabajando con el portátil en el vestíbulo del hotel y en la cafetería de enfrente para usar el wifi, con todas las precauciones necesarias. Tanto en el hotel como en la cafetería siempre había otras personas con portátil, pero eran ecuatorianos, y está claro que ser extranjero te hace mucho más vulnerable. No imaginaba hasta qué punto. Al parecer me han estado vigilando y, en mi ausencia, han forzado la puerta de mi habitación y se han llevado el portátil y la cámara. Los propietarios del hotel han quedado consternados y no me han cobrado la habitación, aunque me han dejado claro que esas cosas pasan de vez en cuando en todos los hoteles. Al igual que la otra vez, detecto en los ecuatorianos un fatalismo y una especie de condescendencia hacia lo que le pueda pasar a los turistas que es realmente desalentador.

Lo irónico del caso es que hacía poco tiempo que me había planteado seriamente vender al menos el portátil, o venderlo todo y comprarme una cámara más pequeña, porque era molesto y arriesgado cargar con todo el equipo. Pero la posibilidad de editar las fotos era tan golosa que decidí esperar un poco más. Después de lo ocurrido, pasé la noche inmerso en una tremenda desazón. La sensación de inseguridad de saberme vigilado casi me paralizaba. Estaba claro que me había metido en una empresa demasiado ambiciosa para un viaje tan largo y de tan bajo presupuesto. James Natchway o Sebastiao Salgado no se alojan en hoteles de 10 dólares ni toman autobuses y lanchas públicas. Dejaría el blog.

Al día siguiente salí a la calle atento a todo lo que me rodeaba. Tras dar varias vueltas y cambios de dirección, fui al cajero automático y mandé el paquete postal. Luego recogí mis cosas y tomé un autobús para Coca, que era mi próximo destino. Durante todo el viaje estuve como sonámbulo, realizando un fuerte trabajo mental, porque poco menos que tenía ganas de volverme para España.

Pero el análisis y el control de mis emociones forma parte, lo sabía, de la experiencia que me he planteado con este viaje. Cuando llegué a Coca, a las seis de la mañana, sabía ya dos cosas: que viajando con sólo una mochila con ropa y tres o cuatro libros mi sensación de libertad iba a ser mucho mayor, y que seguiría con el blog. Sin imágenes. Intentaré imprimir color a mis palabras.

RETRATOS


Ahora que me dispongo a abandonar Ecuador, voy a colgar aquí algunos retratos un poco más planificados que no había tenido oportunidad de colgar en sus entradas correspondientes. La mayoría son niños (y sobre todo niñas, que son unas modelos vocacionales y entusiastas) con los que he estado trabajando, o que me pedían por la calle que les hiciera fotos. Revisándolas he recordado lo que decía una de mis fotógrafos favoritos, Helen Levitt, que se hizo famosa por sus retratos de niños posando o jugando en las calles de Nueva York. Al final de su vida, Helen decía que le molestaba que todo el muindo pensase que le encantaban los niños, cuando en realidad los aborrecía. "Lo que pasa", contaba al periodista, "Es que cuando yo salía con mi cámara, en los años 40 y 50, por Brooklyn, Harlem o el Bronx, lo único que había en la calle eran niños". Algo parecido sucede en Latinoamérica, donde los niños siguen tomando feliz y libremente los espacios públicos, al menos en las pequeñas localidades y las comunidades (los niños que están por la calle en las grandes ciudades no son tan felices). Pero, bueno, a mí sí me gustan.

LAS SALINAS






OLMEDO












EL MIRADOR 
















SARAYAKU 











sábado, 4 de diciembre de 2010

SARAYAKU. EL COLEGIO


El Colegio Técnico Agropecuario "Sarayaku" consta de unos 120 alumnos, repartidos entre seis cursos de secundaria. Provienen de las seis escuelas que se reparten entre los distintos núcleos de la comunidad de Sarayaku (algunos tardan casi una hora en llegar desde sus casas, y están exentos de venir cuando llueve duro) y también hay cinco o seis alumnos internos de etnia achuar, cuya comunidad se encuentra a ocho horas a pie de Sarayaku. Las clases duran cuarenta y cinco minutos, y los alumnos pasan gran parte de la mañana trabajando en las chacras en las que practican técnicas agropecuarias. También se le concede mucha importancia al deporte: media mañana a la semana se dedica al torneo de fútbol. Algunas tardes los alumnos de último curso dedican su tiempo a alfabetizar a adultos iletrados (es un reciente requisito del gobierno para poder obtener el título de Bachiller), de los que sigue habiendo en la comunidad.



El colegio es oficialmente bilingüe, lo que implica que se impartan las materias de "Lengua kichwa" y "Cultura indígena" y que el 80% del profesorado sea indígena de Sarayaku. Esto, en cierto modo, es una desventaja, me comenta Berta, la profesora de Lenguaje y comunicación. Como los alumnos saben que ella es kichwa, y hablan kichwa con ella cotidianamente fuera de la escuela, se resisten a hablar castellano en clase, por más que ella les insista. Ahí estaba mi reto. La mayoría de los alumnos hablan castellano mejor de lo que ellos creen, pero la falta de costumbre hace que se bloqueen psicológicamente. Les da vergüenza hablar en español. Así, los primeros días tenía que contemplar sin desesperarme que cualquier alumno se ruborizara y lo pensara cinco veces antes de responderme "sí" o "no" a la pregunta que yo le había hecho. En cuanto a la escritura, presentaban las mismas dificultades (confusión en el uso de preposiciones, conjugación de verbos, derivaciones, uso de los artículos...) que cualquier estudiante de español como lengua extranjera. Lo aconsejable, le dije a Berta, era dejar un poco de lado los conocimientos gramaticales y enfocar las clases como lo que eran: la enseñanza de una lengua extranjera que, de momento, los alumnos dominan a nivel medio. Había que realizar fundamentalmente actividades de comunicación, que les pudieran resultar motivadoras y creativas.




Así, comenzamos leyendo (o contándoles yo) cuentos que después tenían que resumir oralmente y por escrito, para enseguida pasar a a la escritura creativa, gracias a textos mutilados y otros pies forzados de los que ya hace años aprendí en la Gramática de la fantasía de Gianni Rodari, y que ya nunca me abandonan. Como era de esperar, estas actividades tuvieron éxito entre los más pequeños, que siempre se entregan con entusiasmo al llamado de la fantasía. Con los más mayores, que se aburrieron pronto de los cuentos, planteé otra actividad que les obligase a expresarse en español. Tenían que hacer una entrevista por escrito a la persona que ellos eligieran. Por grupos eligieron a la persona a entrevistar (otros alumnos y algunos profesores, incluido yo mismo), decidieron, redactaron y corrigieron las preguntas, las pusieron en común oralmente (¡los escuché hablar de seguido en castellano!) y tras haber realizado y corregido la entrevista, la leyeron en público. Esta actividad fue un éxito, y Berta estuvo de acuerdo en que era el camino a seguir (elaboración de un periódico, noticias, reportajes, trabajos monográficos... cualquier cosa que para ellos tenga un sentido y les obligue a escribir y expresarse en español).
En un mes no dio tiempo a mucho más, pero espero que a Berta y a los alumnos les haya servido de algo. A mí, desde luego, me ha parecido una experiencia muy interesante, y me ha hecho recordar con nostalgia las satisfacciones que puede dar la hermosa profesión de educador. Mi profesión, a la que sin duda volveré.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

SARAYAKU. MI VIDA COTIDIANA



 Éste es el paisaje sobre el que durante un mes he contemplado, día tras día, anochecer. La casa de la izquierda es la del conserje del colegio “Sarayaku”. En los barracones de la derecha habitan los alumnos internos, de etnia Achuar, y el edificio del fondo es la secretaría y la biblioteca. 

Las aulas se encuentran unos doscientos metros más  al fondo, tras atravesar las chacras en las que trabajan los alumnos de Técnicas Agropecuarias. 






Yo estoy en la casa de los profesores, donde convivo con estos cuatro panas: Paúl y Fabián, profesores de Matemáticas; Jaime, profesor de Ciencias Sociales; y Luis, profesor de Técnicas Agropecuarias, y una persona encantadora. Todos los demás profesores salvo el director, que también duerme aquí cuando viene, son indígenas de Sarayaku.



Todos los días me levanto a las seis de la mañana sin necesidad de despertador. Los gallos llevan ya un buen rato cantando, es completamente de día y la temperatura ambiente será de unos 20 o 25 grados. Hiervo agua, me tomo un café soluble, y voy a lavarme al arroyo. Después me visto y  a las siete y media estoy con Berta, la profesora titular de la materia, dando clase de Lengua Castellana y Literatura. A media mañana me acerco a la casa de Berta (en la foto), al otro lado de la pista, a comprar un par de panecillos de los que su familia cuece en su horno de leña, y me los como en la casa con un poco de la mermelada que elaboran los de Agropecuaria, un trozo de papaya, y otro café soluble.  A la una y cuarto terminan las clases, volvemos a casa y preparamos la comida (arroz o pasta, patacones y alguna lata que nos quede).
Paso las horas de calor tumbado en la hamaca, imbuido en la lectura de Tristes trópicos. Sobre las cuatro vuelvo al arroyo a lavar ropa o fregar los cacharros, y cerca de las seis me siento donde estoy ahora a contemplar anochecer. Después de cenar  (arroz o pasta, patacones y alguna lata que nos quede) llega el gran acontecimiento del día: la partida de cartas, que se prolonga durante unas dos horas. Parece mentira la ilusión que puede llegar a hacer el ganar un par de dólares a las cartas, y cómo los avatares del juego pueden ocupar las conversaciones durante todo el día. Bajo una luz, producto de las placas solares, que apenas permite ver bien los naipes, rodeado de todo tipo de insectos voladores o terrestres, escuchando los ruidos animales de la selva que nos rodea, o el furor de la tormenta, me siento mientras juego como un pionero de película del Oeste.
Sobre las diez, ya con mis compañeros acostados, suelo salir de nuevo al porche, a contemplar las estrellas y el alucinante espectáculo de las luciérnagas, o a empequeñecerme ante la tormenta, que a menudo cae por la noche. Por un momento parece como si en el cielo hubieran encendido un gigantesco tubo fluorescente y, de inmediato, una terrible bomba cae sobre la tierra, un tremendo estruendo que a veces hace temblar la propia casa. Da un poco de miedo.


Esta rutina diaria solo se ve rota por algún esporádico partido de fútbol y, sobre todo, por la llegada de los aviones. El colegio está al lado de la pista y, en cuanto se escucha a lo lejos el sonido de un motor, los cinco habitantes de la casa de los profesores dejamos lo que estamos haciendo, nos ponemos las camisetas para estar presentables, y salimos a la tórrida luz de la pista para esperar la avioneta. Allí acuden los alumnos, que han interrumpido su partido de fútbol, los vecinos de las chozas cercanas, y un puñado de niños que nadie sabe de dónde salen. Cuando llega la avioneta, todo el mundo se afana en saludar a los recién llegados (el médico, el director del colegio, la hermana misionera o algún dirigente de Sarayaku, normalmente), en ayudar a descargar las cosas, y cargar acto seguido las de aquellos que estuvieran esperando para salir (desde que se cayó el internet, la llegada de las avionetas es imprevisible, y quien quiere salir tiene a veces que pasar días a pie de pista, con todo preparado, a la espera de que a lo lejos suene algún motor). Todos, yo el primero, nos quedamos después contemplando el despegue como si no hubiéramos visto un avión en nuestra vida, hasta que éste es sólo ya un puntito en el horizonte. Luego, cada cual vuelve a sus cosas.
En Sarayaku el tiempo transcurre pesada y lentamente. Entre las once y las cuatro el calor, dentro y fuera de la casa, azota fuertemente. La actividad más nimia exige un esfuerzo físico: andar, trepar, subir, bajar. Beber un vaso de agua, por ejemplo, exige ir hasta el arroyo, fregar el cacharro del arroz, llenarlo de agua, cargar con él hasta la casa, ponerlo a hervir, y esperar a que se enfríe. Los indígenas son muy reservados, muchos hablan castellano con dificultad, y tienen todo el día ocupado con sus tareas cotidianas. La ausencia de espacios públicos lleva con facilidad a una sensación de claustrofobia. Es difícil encontrar un momento de relajación. Los fines de semana nado un buen rato en el río Bobonaza, pero luego tengo que secarme y vestirme rápido, porque si se me ocurre, por ejemplo, tumbarme en la arena a secarme al sol me acribillan los insectos. Doy largos paseos por los senderos, pero no puedo, por ejemplo, sentarme en un tronco a descansar o a contemplar el panorama porque me comen las hormigas. Los mosquitos me pican todos los días y a todas horas, aunque por suerte a la semana mi cuerpo se ha inmunizado y las picaduras no molestan demasiado.  Al cabo de un mes se me ha roto el cargador del portátil (con lo cual no puedo escuchar música mientras cocino, no puedo descargar ni editar las fotos, no puedo escribir ni leer los libros que tengo en pdf…), se me han roto las botas jugando al fútbol, se me ha acabado la comida, he terminado de leer Tristes trópicos y los pocos libros de cuentos y leyendas que había en la biblioteca del colegio, y, debido a una fiesta nacional, me espera un puente de cinco días sin clase, en el que todos mis compañeros van a salir. Yo también puedo salir y volver a entrar con provisiones, claro. Pero ya he realizado actividades satisfactorias con los alumnos. He intercambiado impresiones con Berta y escrito un informe con propuestas de mejora para sus clases, y creo que la experiencia poco más me va a aportar. Esperaré dos días a pie de pista, con todo preparado, a la espera de que a lo lejos suene algún motor, y me iré.