Ilustro este artículo con esta foto porque éste fue el bar donde conocí a Gilson, pero la noche que conocí a Gilson no llevaba la cámara, y no pude fotografiarlo. Gilson no tendrá más de veintidos o veintitres años. Es un mulato claro de rasgos y ademanes dulces y equilibrados, y habla en un volumen de voz tan tenue que te obliga, para poder escucharlo, a concentrar en lo que dice toda tu atención. Me invitó a una cerveza, y enseguida me cayó bien, porque no me ofreció marihuana ni me sacó ninguna de las típicas conversaciones con las que a veces te quieren enredar. En lugar de eso comenzó, amablemente y sin ni siquiera preguntar mi nombre, a relatarme su vida.
Gilson lleva apenas seis meses viviendo en Muisne, y no conoce prácticamente a nadie, aparte de su mujer y su hijita de año y medio. En la ciudad de Esmeraldas, la capital de la provincia, le ofrecieron un trabajo aquí, y aquí se vino con su familia. Gilson trabaja en una piscina camaronera. Vive en una casita en la orilla de la piscina y su labor es vigilar un poco y, sobre todo, verter en la piscina los abonos químicos que le proporcionan los biólogos cuando se pasan por allí cada quince días, y le dan el cuadrante. A Gilson se le nota la admiración en la voz, cuando habla de los biólogos.
Gilson está contento. No se adapta mucho a Muisne, pero tiene un trabajo cómodo que le permite estudiar por las tardes en el centro de adultos para sacarse el graduado (Gilson sólo estudió hasta tercer grado). Con el graduado, podría volver a Esmeraldas y colocarse en una planta conservera donde ganaría 480 dólares al mes. Dinero suficiente para proporcionarle a su hijita una buena educación, que es lo que más le preocupa. Gilson en la piscina gana 250 dólares al mes, pero se portan bien con él: le dan 30 dólares semanales, y a los ocho meses recibe el resto de golpe. Si Gilson quiere algún adelanto, también se lo dan sin problemas. De hecho acaba de pedir 600 dólares para comprarle una computadora portátil a su mujer, y ya ella la está usando, en su casita a la orilla de la piscina camaronera.
Mientras escucho esto, no puedo evitar relacionarlo con mis lecturas. Demasiado sé yo que el sistema de adelantos ha servido durante siglos para, en la práctica, esclavizar a los trabajadores de por vida. En las caucherías, en las haciendas, en las minas. En toda Latinoamérica. Mientras Gilson me enseña en su móvil las fotos de su hija, lo miro y le deseo en mi pensamiento que sepa tener la cabeza fría. No quiero imaginarme a Gilson dentro de unos años encerrado en esta isla en la que no conoce a nadie, con un trabajo que sin duda no le hará ser muy apreciado entre la población autóctona, recibiendo treinta dólares a la semana y pendiente de una deuda que nunca podrá pagar. Me resisto a pensar que las cosas sigan funcionando así.
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