Al tercer día, después de llevar un rato andando, te das cuenta de que ya no están. No está el dolor en las piernas y en los brazos. No está el resuello entrecortado. No está, sobre todo, la somnolencia constante que te obliga a bostezar a cada rato (el cuerpo te pide oxígeno) y hace que todo lo que uno haga lo haga como sonámbulo. Cuando tu cuerpo se acostumbra a los 2.850 metros de altura sobre el nivel del mar es cuando uno empieza a disfrutar de la ciudad de Quito. Te das cuenta, entonces, de que lo que te pareció una ciudad anodina y sin personalidad es en realidad una localidad muy habitable, con un casco histórico no tan espectacular como los quiteños creen pero coqueto y muy bien conservado, y una parte nueva sorprendentemente tranquila y segura, bien organizada y dotada además de una vida cultural nada desdeñable. Quito se extiende como una serpiente a lo largo de la llamada "avenida de los volcanes", y cuando uno camina por sus calles se siente siempre, a izquierda, derecha o a ambos lados, protegido por ellos. Es una delicia ver ponerse el sol tras el Pichincha en algún café de la Plaza del Teatro, o tomarse un "canelazo" en la Ronda de la ciudad vieja. La gente es muy tranquila y habla casi susurrando, y hasta las bocinas de los coches, no demasiado frecuentes, parece que suenan amortiguadas. Cuando el cuerpo te responde, dan ganas hasta de sacar la cámara a la calle. Pero ya es tarde. No tengo, de momento, fotos de Quito.
Para que veas que si que miro me a gustado todo las fotos sobre todo son muy chulas.Mucho animo y sigue a delante suerte.MARI ÁNGELES P.B
ResponderEliminarHola, Eduardo! Me ha alegrado mucho recibir tu enlace con este blog y conocer lo que estás haciendo. Te envidio profundamente, porque es lo que yo siempre he soñado hacer alguna vez en la vida, pero tú has tenido el valor que a mí me falta. Por el momento, me conformo con seguir tus entradas. Muchos besos
ResponderEliminarMARIOLA