Éste es el paisaje sobre el que durante un mes he contemplado, día tras día, anochecer. La casa de la izquierda es la del conserje del colegio “Sarayaku”. En los barracones de la derecha habitan los alumnos internos, de etnia Achuar, y el edificio del fondo es la secretaría y la biblioteca.
Las aulas se encuentran unos doscientos metros más al fondo, tras atravesar las chacras en las que trabajan los alumnos de Técnicas Agropecuarias.
Yo estoy en la casa de los profesores, donde convivo con estos cuatro panas: Paúl y Fabián, profesores de Matemáticas; Jaime, profesor de Ciencias Sociales; y Luis, profesor de Técnicas Agropecuarias, y una persona encantadora. Todos los demás profesores salvo el director, que también duerme aquí cuando viene, son indígenas de Sarayaku.
Todos los días me levanto a las seis de la mañana sin necesidad de despertador. Los gallos llevan ya un buen rato cantando, es completamente de día y la temperatura ambiente será de unos 20 o 25 grados. Hiervo agua, me tomo un café soluble, y voy a lavarme al arroyo. Después me visto y a las siete y media estoy con Berta, la profesora titular de la materia, dando clase de Lengua Castellana y Literatura. A media mañana me acerco a la casa de Berta (en la foto), al otro lado de la pista, a comprar un par de panecillos de los que su familia cuece en su horno de leña, y me los como en la casa con un poco de la mermelada que elaboran los de Agropecuaria, un trozo de papaya, y otro café soluble. A la una y cuarto terminan las clases, volvemos a casa y preparamos la comida (arroz o pasta, patacones y alguna lata que nos quede).
Paso las horas de calor tumbado en la hamaca, imbuido en la lectura de Tristes trópicos. Sobre las cuatro vuelvo al arroyo a lavar ropa o fregar los cacharros, y cerca de las seis me siento donde estoy ahora a contemplar anochecer. Después de cenar (arroz o pasta, patacones y alguna lata que nos quede) llega el gran acontecimiento del día: la partida de cartas, que se prolonga durante unas dos horas. Parece mentira la ilusión que puede llegar a hacer el ganar un par de dólares a las cartas, y cómo los avatares del juego pueden ocupar las conversaciones durante todo el día. Bajo una luz, producto de las placas solares, que apenas permite ver bien los naipes, rodeado de todo tipo de insectos voladores o terrestres, escuchando los ruidos animales de la selva que nos rodea, o el furor de la tormenta, me siento mientras juego como un pionero de película del Oeste.
Sobre las diez, ya con mis compañeros acostados, suelo salir de nuevo al porche, a contemplar las estrellas y el alucinante espectáculo de las luciérnagas, o a empequeñecerme ante la tormenta, que a menudo cae por la noche. Por un momento parece como si en el cielo hubieran encendido un gigantesco tubo fluorescente y, de inmediato, una terrible bomba cae sobre la tierra, un tremendo estruendo que a veces hace temblar la propia casa. Da un poco de miedo.
Esta rutina diaria solo se ve rota por algún esporádico partido de fútbol y, sobre todo, por la llegada de los aviones. El colegio está al lado de la pista y, en cuanto se escucha a lo lejos el sonido de un motor, los cinco habitantes de la casa de los profesores dejamos lo que estamos haciendo, nos ponemos las camisetas para estar presentables, y salimos a la tórrida luz de la pista para esperar la avioneta. Allí acuden los alumnos, que han interrumpido su partido de fútbol, los vecinos de las chozas cercanas, y un puñado de niños que nadie sabe de dónde salen. Cuando llega la avioneta, todo el mundo se afana en saludar a los recién llegados (el médico, el director del colegio, la hermana misionera o algún dirigente de Sarayaku, normalmente), en ayudar a descargar las cosas, y cargar acto seguido las de aquellos que estuvieran esperando para salir (desde que se cayó el internet, la llegada de las avionetas es imprevisible, y quien quiere salir tiene a veces que pasar días a pie de pista, con todo preparado, a la espera de que a lo lejos suene algún motor). Todos, yo el primero, nos quedamos después contemplando el despegue como si no hubiéramos visto un avión en nuestra vida, hasta que éste es sólo ya un puntito en el horizonte. Luego, cada cual vuelve a sus cosas.
En Sarayaku el tiempo transcurre pesada y lentamente. Entre las once y las cuatro el calor, dentro y fuera de la casa, azota fuertemente. La actividad más nimia exige un esfuerzo físico: andar, trepar, subir, bajar. Beber un vaso de agua, por ejemplo, exige ir hasta el arroyo, fregar el cacharro del arroz, llenarlo de agua, cargar con él hasta la casa, ponerlo a hervir, y esperar a que se enfríe. Los indígenas son muy reservados, muchos hablan castellano con dificultad, y tienen todo el día ocupado con sus tareas cotidianas. La ausencia de espacios públicos lleva con facilidad a una sensación de claustrofobia. Es difícil encontrar un momento de relajación. Los fines de semana nado un buen rato en el río Bobonaza, pero luego tengo que secarme y vestirme rápido, porque si se me ocurre, por ejemplo, tumbarme en la arena a secarme al sol me acribillan los insectos. Doy largos paseos por los senderos, pero no puedo, por ejemplo, sentarme en un tronco a descansar o a contemplar el panorama porque me comen las hormigas. Los mosquitos me pican todos los días y a todas horas, aunque por suerte a la semana mi cuerpo se ha inmunizado y las picaduras no molestan demasiado. Al cabo de un mes se me ha roto el cargador del portátil (con lo cual no puedo escuchar música mientras cocino, no puedo descargar ni editar las fotos, no puedo escribir ni leer los libros que tengo en pdf…), se me han roto las botas jugando al fútbol, se me ha acabado la comida, he terminado de leer Tristes trópicos y los pocos libros de cuentos y leyendas que había en la biblioteca del colegio, y, debido a una fiesta nacional, me espera un puente de cinco días sin clase, en el que todos mis compañeros van a salir. Yo también puedo salir y volver a entrar con provisiones, claro. Pero ya he realizado actividades satisfactorias con los alumnos. He intercambiado impresiones con Berta y escrito un informe con propuestas de mejora para sus clases, y creo que la experiencia poco más me va a aportar. Esperaré dos días a pie de pista, con todo preparado, a la espera de que a lo lejos suene algún motor, y me iré.
Es preciosa esta última fotografía!!
ResponderEliminarpreciosas fotos Eduardo. Parece un lugar a salvo de toda la rapiña que contabas
ResponderEliminarSin embargo es curioso comparar las fotos que has hecho con las que has mostrado del libro de Tristes Tópicos donde parecian que no les importaba que existiera otro mundo y sobre todo que no nos necesitaban