Hay libros, raros libros, que te hacen sentirte orgulloso de haberlos leído. Libros que te sumen en un estado de ánimo especial difícil de abandonar y que, quizás, te marquen el resto de la vida. Libros que uno procura dosificar porque no quiere que se acaben nunca. Máxime si se está en medio de la selva y se sabe que no queda más lectura después de esa. Por eso sentía que estaba derrochando un placer cuando, en la casa de profesores de Sarayaku, terminada la partida de cartas, con todos mis compañeros durmiendo, todavía me esforzaba, a través de un batallón de insectos que se arremolinaba alrededor de mi linterna con sujeción a la cabeza, en terminar algún capítulo de Tristes Trópicos (1955), del eminente antropólogo belga Claude Lévi-Strauss.
Como género, Tristes Trópicos es una miscelánea inclasificable. Principalmente libro de memorias de las expediciones y las experiencias que el autor, entre 1930 y 1933, había emprendido en el Mato Grosso y la Amazonía brasileña para estudiar tribus indígenas apenas contactadas, Tristes Trópicos es así un alucinante libro de viajes que duraban meses, y en los que se llegaba a lugares que probablemente hoy en día siguen siendo casi inaccesibles. Pero Tristes Trópicos también es un riguroso y humanísimo estudio etnológico de esas tribus con las que convivió. Y también son las memorias de su evolución en unos años que eran los de formación intelectual del autor. Por último, también es un ensayo sociológico, y a ratos filosófico, sobre la condición humana, y el origen, el presente y el destino de la civilización occidental. A ratos, por tanto, anecdótico, a ratos científico, y a ratos sesudamente filosófico, siempre inteligente, todos estos elementos se ensamblan a través de una exquisita prosa y, sobre todo, de un permanente tono de melancolía. Tras las experiencias vitales e intelectuales que le tocó vivir, Lévi-Strauss es lúcidamente pesimista acerca de su profesión y de la civilización occidental (“si Occidente ha producido etnógrafos es porque un muy poderoso remordimiento debía atormentarlo, obligándolo a confrontar su imagen con la de sociedades diferentes, con la esperanza de que reflejaran las mismas taras o de que la ayudaran a explicar cómo las suyas se desarrollaron en su seno”), de la existencia del género humano (“el mundo comenzó sin el hombre y terminará sin él”) de su propia existencia (“nunca más, en ninguna parte, volveré a sentirme en mi casa”) o incluso, en momentos de lógica desesperación, de su propio objeto de estudio (“ ¿he abandonado quizás a mis amigos, mi medio, mis costumbres, he comprometido mi salud tan sólo para hacer perdonar mi presencia a algunas docenas de desgraciados condenados a una extinción próxima, principalmente ocupados en despiojarse y en dormir, y de cuyo capricho depende el éxito o el fracaso de mi empresa?”). Tan crepuscular es el libro que uno lo juzgaría un escrito de senectud, sin imaginar que el grueso de la obra del autor (los dos tomos de la Antropología estructural, El pensamiento salvaje o los cuatro tomos de las Mitológicas) estaba aún por llegar. El academicismo, como tantas otras cosas, no es más que un refugio contra la desesperanza.
A pesar del exabrupto anteriormente transcrito, hay que decir que los capítulos más dolorosamente bellos son sin duda los dedicados a las etnias (situadas en un estado evolutivo similar al del paleolítico superior) con las que convivió. Lévi-Strauss no se limita a describirlas como colectivo, sino que llama a cada uno por su nombre y describe la psicología de cada individuo, comentando sus relaciones personales con una humanidad y una empatía que nos hace sentirnos muy cerca de estas personas. A esto contribuye la colección de fotografías tomadas por el autor que se incluyen en el libro, y que, por su carnalidad y por la sensación de frescura y de inocente felicidad que transmiten, no puede uno parar de mirar.
Toda la vitalidad, admiración y hasta diría que el cariño que desprende el autor en estas páginas se ve laceradamente enturbiado por la certidumbre (a través del testimonio de otros etnógrafos) de que, en el momento en el que él escribe (quince años después) todas las personas con las que él convivió, así como sus descendientes, todas esas etnias, están extinguidas o terriblemente degradadas física y moralmente por el contacto con Occidente.
Las fabulosas descripciones de la India y de los efectos psicológicos de la descolonización, las reflexiones sobre la obra de J.J. Rousseau y la felicidad social, el breve ensayo sobre la evolución del pensamiento religioso desde el budismo al islam, pasando por el cristianismo… todo en este libro es un prodigio de inteligencia, cultura y sensibilidad. De todos modos, supongo que por mi situación actual, me quedo con sus consideraciones sobre la experiencia del viaje. En Lévi-Strauss encuentro ya el pasmo del viajero ante los devastadores efectos de lo que hoy llamaríamos “globalización”:
“Hoy, cuando la islas polinesias anegadas de hormigón son transformadas en portaaviones pesadamente anclados en el fondo de los mares del sur, cuando Asia entera cobra el semblante de una zona enfermiza, cuando las “villas miseria” corroen África, cuando la aviación comercial y militar marchita el candor de las selvas americanas o melanesias aun antes de poder destruir su virginidad, ¿cómo la pretendida evasión del viaje podría conseguir otra cosa que ponernos frente a las formas más desgraciadas de nuestra existencia histórica? (…) Lo que nos mostráis en primer lugar, ¡oh, viajes!, es nuestra inmundicia arrojada al rostro de la humanidad”
Encuentro, asimismo, la percepción, que yo creo que cualquier viajero debe haber tenido, de que “generalmente se conciben los viajes como un desplazamiento en el espacio. No basta. Un viaje se inscribe simultáneamente en el espacio, en el tiempo y en la jerarquía social”. Por último, encuentro la sensación de algo que yo también estoy experimentando muy acusadamente, y que me inclino a llamar “el viaje interior”:
“Por una singular paradoja, en vez de abrirme un nuevo universo, mi vida aventurera me devolvía el antiguo, en tanto que aquel al que yo había aspirado se disolvía entre mis dedos (…) ¿Esto era, entonces, el viaje? ¿Una exploración de los desiertos de mi memoria, más que de los hombres y los paisajes que me rodeaban?”
El símbolo, siempre, es Ulises. Él también partió sin billete de vuelta pero en su origen, Ítaca, estaba su meta. Somos nuestra memoria, y a ella siempre regresamos. Así, en estos días me golpea una frase que leí en Novalis, en el Enrique de Ofterdingen, hace cerca de veinte años (mi amigo Carlos también la recordará): “¿A dónde vamos?… Siempre a casa.”
Mil gracias Eduardo por esta reseña que incita a volver al antropólogo de los pantalones ;-)
ResponderEliminarun fuerte abrazo y que sigas disfrutando de ese dejarte trozos de piel en otros mundos y otras almas, Victoria