Al contrario que la zona de Sucumbíos, la Amazonía central ecuatoriana, en concreto la cuenca del río Pastaza, hace varios siglos que está contactada. Ya en el siglo XVII dominicos y jesuitas habían fundado en la ribera del río Bobonaza (tributario del Pastaza) misiones católicas que hoy en día, convertidas en comunidades indígenas, siguen conservando su nombre (Canelos, Montalvo…). Los indígenas que se asimilaron a estas misiones, pertenecientes a la etnia zápara fundamentalmente, comenzaron allí, bajo las directrices de los religiosos, a usar ropa, a vivir en chozas unifamiliares en lugar de colectivas, a cultivar la tierra y domesticar animales, y a convivir en paz con sus vecinos (los entonces feroces jíbaros, que hoy en día siguen habitando también la zona, divididos desde el siglo XIX en dos etnias: los “shuar”, algo más al sur, y los “achuar”, en la misma cuenca del Pastaza).
De dominicos y jesuitas los entonces llamados záparos conservan al menos dos cosas: la religión católica, que hoy en día la mayoría sigue practicando en sincretismo con sus creencias shamánicas (en Sarayaku hay una iglesia y una hermana misionera que vive allí permanentemente, así como una escuela católica de primaria, de las seis que salpican el territorio) y, curiosamente, la lengua kichwa, que es una variante dialectal del quechua andino. El quechua fue introducido en Ecuador por los incas, que invadieron la zona unos cuarenta años antes de la llegada de los españoles. Pero en tan corto espacio de tiempo no llegó a cuajar la lengua de los incas entre la población autóctona, y además los incas nunca estuvieron en la Amazonía. Fueron los misioneros los que extendieron este idioma entre los indígenas ecuatorianos, ya que decidieron usarlo como “lingua franca” para sus labores de evangelización. Hoy día prácticamente todos los indígenas de la sierra ecuatoriana hablan esta variante del quechua cuya principal característica es haber perdido las vocales “e” y “o”, asimiladas a la “i” y a la “u” respectivamente (grafía “w” cuando va en diptongo, según los acuerdos de 2004 de la Academia de la Lengua Kichwa) pero que es perfectamente inteligible para cualquier hablante de quechua peruano o boliviano. En la Amazonía, los záparos que estuvieron en temprano contacto con los misioneros lo adoptaron también. Con el tiempo estos záparos, en mestizaje, gracias a su tradición de matrimonios exógenos, con indígenas de la sierra y jíbaros pertenecientes tanto a la etnia shuar como achuar, pasó a constituirse en una etnia propia: “kichwa de la Amazonía” o, más en concreto, “Canelos-kichwa” (se calcula que en la actualidad quedan unos 200 záparos originarios a ambos lados de la frontera entre Ecuador y Perú. De ellos, sólo diez hablan la lengua zápara, el resto se ha adaptado al kichwa).
La misión de Sarayaku (cuyo nombre en kichwa significa “río de maíz”) fue fundada por los dominicos a principios del s. XIX, y participa de todas las características anteriormente expuestas. Se pobló con indígenas provenientes de Canelos y rápidamente absorbió a aquellos que vivían por la zona, que comenzaron a vivir “a caballo” entre el centro poblacional de la misión y sus viviendas originarias diseminadas por la selva. Durante mucho tiempo vivieron, pues, bajo la autoridad espiritual del padre dominico de turno y la terrenal del teniente político, y su bienestar dependió en gran parte de la mayor o menor buena voluntad de quien ostentase en cada momento estos cargos. En 1970 se nombró por primera vez un teniente político indígena.
En cualquier caso, aunque la disciplina en estos centros era férrea, y los castigos a menudo ejemplarizantes, en las misiones del Bobonaza la cultura y las tradiciones indígenas fueron bastante respetadas, pudieron practicar el comercio con blancos y con otras etnias indígenas y, sobre todo, estos centros supusieron un refugio contra las temibles “correrías” de los traficantes de esclavos para las minas de oro, primero, y para las caucherías después. Estas ventajas contribuyeron a la consolidación y el desarrollo de estas comunidades, y a la expansión del kichwa por la cuenca amazónica.
En cualquier caso, aunque la disciplina en estos centros era férrea, y los castigos a menudo ejemplarizantes, en las misiones del Bobonaza la cultura y las tradiciones indígenas fueron bastante respetadas, pudieron practicar el comercio con blancos y con otras etnias indígenas y, sobre todo, estos centros supusieron un refugio contra las temibles “correrías” de los traficantes de esclavos para las minas de oro, primero, y para las caucherías después. Estas ventajas contribuyeron a la consolidación y el desarrollo de estas comunidades, y a la expansión del kichwa por la cuenca amazónica.
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