Cierra los ojos, y verás.
Joseph Joubert.
El día señalado, a las cinco de la tarde, estoy en casa de Román. Espero cinco minutos en la sala y enseguida salimos a la esquina de la calle a parar un mototaxi. Vamos Román, Kelly y yo. Kelly, con pantalones vaqueros, chanclas y una camiseta de tirantas, tan sonriente como siempre, va cargada con dos o tres bolsas de plástico. Ella no toma ayahuasca, pero nos acompaña para, por la mañana, hacernos el desayuno. Román también lleva una bolsa con algunas botellas de plástico. Lo acomodamos todo, también mis dos mochilas y mi botella grande de agua, en el motocarro, y nos vamos a Cabo López.
En la chacra nos espera Jairo, el sobrino de 20 años y aprendiz de Román, con su mujer y su bebé casi recién nacido. Me entero entonces de que ellos viven casi permanentemente allí, cuidando de la chacra y durmiendo en una de las dos habitaciones que hay en la choza. Se presentan muy tímidamente y la chica, que tiene quince años, desaparece casi de inmediato con su bebé. Es muy bajita y delgada, y con el niño en sus brazos más parece una niña jugando con su muñeco que una verdadera madre. Román se tumba como siempre en su hamaca, Jairo y yo nos sentamos en sendos bancos de madera, Jairo bastante alejado del resto de nosotros, y Kelly extiende una estera sobre el suelo y se tumba sobre su espalda como si estuviera en la playa, una rodilla flexionada, la cabeza, con su melena negra escurriéndose entre los hombros, inclinada en mi dirección, y su eterna sonrisa en los labios. Ni ella ni Jairo dirán una sola palabra durante toda la conversación. Estoy acostumbrado al mutismo de mestizos e indígenas. Ya he mencionado en varias ocasiones que los amazónicos son personas de muy pocas palabras. Si no es entre foráneos, es casi imposible contemplar parejas o grupos en Iquitos o en las comunidades enzarzados en alguna conversación animada, y mucho menos quitándose la palabra entre ellos, como es tan común entre los mediterráneos. Ejecutan sus tareas con placidez; descansan contemplando el paisaje, sentados en la puerta de sus casas; son dulces y cordiales, pero utilizan las frases justas y de forma utilitaria. Al principio atribuía esta parquedad de palabras a la timidez, pero ahora estoy convencido de que es el producto de una larga y profunda convivencia con la Naturaleza.
Aunque Román sí es una persona muy conversadora, en esta ocasión habla menos que de costumbre. Me hace muchas preguntas, salpicados de breves comentarios, sobre España, sobre mi vida, sobre las cosas que pienso, y yo hablo muchísimo. Hablo durante horas, con la seguridad de que mis palabras están siendo escuchadas con agrado. Kelly hace tiempo que se ha puesto de costado hacia mí, una pierna enredada sobre la otra y un brazo debajo de la cabeza a modo de almohada. Con su chispeante mirada me anima a proseguir mi discurso. Al cabo de tres horas de conversación es ya completamente de noche, y yo me encuentro muy a gusto, en paz y renovado, casi como si ya hubiera consumido alguna sustancia que me hiciera sentir bien. “Es buena hora ya”, concluye Román en un momento determinado, “empecemos, pues”.
Kelly da las buenas noches, extiende su estera en el rincón más alejado, en un instante monta encima la mosquitera y se acuesta vestida, arropada con una frazada liviana. Román se ha puesto una cinta trenzada de colores, sin duda de origen indígena, en la frente, y ha acercado tres banquitos de madera a un centro en el que ha colocado dos velas encendidas, tres botellitas de plástico con líquidos de distinto color, un cuenco pequeño de madera y un rollo de papel higiénico. Jairo, él y yo nos sentamos alrededor. Román enciende un “mapacho” (un cigarro artesanal de tabaco puro picado) y nos lo vamos pasando mientras me da una pequeña charla sobre el carácter sagrado de la ayahuasca. Una de las botellas contiene el preparado, mientras que las otras dos son aceites para friccionar las sienes, la nuca o el cuerpo si fuera necesario. Me advierte de que, como tiene por costumbre, comenzará por darme una dosis no muy grande y que, si no siento nada, debo decírselo y me dará más. Dice que tanto a Jairo como a él la ayahuasca les hace bastante efecto, porque la consumen muy a menudo, pero a los debutantes a menudo les cuesta trabajo comenzar a tener visiones. Por fin, me ofrece el cuenco de madera lleno y me recomienda que me concentre en él y le hable mentalmente a la ayahuasca antes de ingerirla. Que le rece, que le pida, que le diga qué es aquello que quiero encontrar, o en qué quiero cambiar. Es un líquido rojo y espeso, con restos de alguna sustancia blanquecina flotando en la superficie. Su sabor es amargo y denso, con un claro regusto final a madera. Después de mí, toman Jairo y Román. La luna ilumina la escena con mayor eficacia y estilo que las velas. De fondo, muy lejanamente, se oye la música de alguna de las discotecas al aire libre que proliferan en los barrios de Iquitos. Al poco rato, Román y Jairo comienzan a cantar.
Es un cántico monótono, cadencioso, casi ininteligible incluso cuando la letra es en castellano. Se alternan canciones en alguna lengua indígena que creo que no es quechua, aunque sí sobresale a menudo la palabra “pachamama”, con largas letanías en castellano en las que se invoca a Jesús, a la Virgen y a los santos. De vez en cuando, uno de los dos interrumpe el canto para levantarse y vomitar desde la baranda. Por mi parte, sólo siento algo de somnolencia, el de Román y Jairo es un ritmo hipnótico y agradable de escuchar con los ojos cerrados, pero lo cierto es que al rato me aburro, no siento ningún efecto y decido levantarme y decírselo a Román. Segunda ingesta.
Sigo sentado escuchando los cánticos. Ha aumentado la somnolencia y, sobre todo, se me ha revuelto el estómago. Agarro el rollo de papel higiénico y, guiado por la luz de mi linterna frontal, me dirijo al retrete, una caseta situada al fondo de la chacra. Camino entre los árboles de manera un tanto sonámbula, pero lo cierto es que no tengo ninguna visión. A mi vuelta, tras concluir el proceso diarreico, me siento mucho mejor, pero con una gran somnolencia. Román y Jairo siguen cantando, aparentemente ajenos a mí. Me tumbo en la hamaca y cierro los ojos. Comienzo a ver pequeñas figuras geométricas de colores brillantes, rojas, verdes, amarillas. Pasan de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, o aparecen y desaparecen en un punto fijo, sobre la oscuridad de mis ojos cerrados. En mi infancia me ocurría también esto, hacía décadas que lo había olvidado. Recuerdo que, antes de dormir, me encantaba cerrar los ojos y contemplar el paso de estas pequeñas figurillas, cuyo curso y formas a veces podía orientar a mi antojo. Pienso que probablemente el cerebro de los niños, que tienen mucha más necesidad de sueño que los adultos, libera más fácilmente DMT antes de caer dormido, y que por eso me sucedía esto, hace tanto tiempo. Estoy convencido de que mi tendencia a racionalizarlo todo es un impedimento para disfrutar de este tipo de experiencias. Y esto, maldita sea, también lo pienso. No logro dejarme llevar.
Al rato me levanto y me dirijo hacia donde está Román, que no ha parado de cantar. Estoy mareado y doy camballadas. Le digo que casi no consigo ver nada y que estoy un poco nervioso. “Vamos a ver qué te pasa” me dice Román. Me hace tumbar en el suelo y me impone las manos en el estómago y en la frente mientras canta. Enciende un mapacho y comienza a echarme el humo por la cara y por el cuerpo. Jairo hace un rato que ha dejado de cantar y está tumbado en un banco de madera, absorto en su mundo. Yo siento la humedad del suelo de troncos de palma en la espalda. Al rato me canso de la situación y me levanto sin hacer ningún comentario. Sigo mareado, y con una leve sensación de náuseas. Tercera ingesta.
Román está sudoroso, sus manos le tiemblan y parece evidente que la ayahuasca le ha hecho bastante efecto. Me siento frente a él y me cuenta que, mientras yo estaba tumbado, ha visto a un niño de unos 10 años acercarse a mí, colocarme un pañuelo en el pecho, darme un beso y despedirse. Después han aparecido dos niñas que jugaban alrededor de mi cabeza. Luego una persona exactamente igual a mí, mi doble, vestido como si fuera un antiguo guerrero inca u oriental, se había acercado a mi cuerpo, se había inclinado y me había dicho al oído: “Levántate”. Dice que justo en ese momento yo me incorporé (ciertamente, yo me había incorporado unos cuantos segundos para después volverme a tumbar, antes de levantarme definitivamente). Luego me ha visto corriendo por distintos lugares, y saltando distintos tipos de obstáculos. “Tú has tenido que luchar mucho para conseguir lo que quieres. Estás superando muchas adversidades. Y lo conseguirás, conseguirás lo que quieres”. Luego me dice que mi futuro está en Uruguay, que ha visto claro que terminaré en Uruguay. Mientras le escucho, me doy cuenta de que hace rato que Román no tiene rostro. Que es una calavera la que me está hablando.
Román está cada vez más entusiasmado. Me dice que da gusto escucharme cuando hablo, que dan ganas de estar siempre cerca de mí, de trabajar conmigo. Me dice que su mujer piensa lo mismo. Me dice que me quiere, y que su mujer también me quiere. Yo sé que Román es sincero, que está diciendo lo que siente en aquel momento, pero soy incapaz de hacer ningún comentario. Su rostro ha dejado de ser una calavera para convertirse en una máscara roja, parecida a la de Spiderman, el héroe de mi infancia. De pronto su cabeza estalla sin ruido, y miles de puntos rojos, espirales, redes de un color rojo intenso me envuelven por todos lados. Obstinadamente, sigo pensando que son efectos ópticos normales, y que la ayahuasca no me está haciendo nada. Ahora pienso que me lo había planteado de forma equivocada. Yo quería una explosión visionaria que no pudiera controlar, y que se impusiera sobre la realidad. Quería tener verdaderas alucinaciones, y no simples figuras de luz. Perder el sentido de la realidad. No es así, ahora lo sé. Simplemente hay que cerrar los ojos, y soñar. Estaba oponiendo demasiada resistencia. De repente me dan unas arcadas terribles y, rodeado de luces de colores y figuras, me levanto precipitadamente y me acerco a la baranda a vomitar.
Cuando regreso, me siento de nuevo frente a Román y le vuelvo a mirar. Es una calavera sonriente, y pronto su sonrisa se desprende de su rostro y flota en el aire, en medio del resto de figuras que no paran de estallar a mi alrededor. “Mírame, ¿ves algo en mi cara, verdad? Ahora sí te ha venido. Cierra los ojos”. Cierro los ojos y veo, y siento, perfectamente una serpiente marrón y negra que sube lentamente por mi cuerpo y se enreda en mi cuello. Cuando pasa a mi espalda se convierte en una mujer que me abraza desde atrás. Siento el cosquilleo de su melena en mi cuello, su aliento caliente en mi oído, mientras me masajea la espalda con su cuerpo (al día siguiente, Manuel me diría que había sido afortunado, que ésa era la Pachamama que había venido a visitarme). “¿Estás viendo algo?”, escucho la voz de Román. “Sí”, le respondo, sin dejar de sentir a la mujer-serpiente sobre mí. “Pues vete a acostar” me dice dulcemente, “vas a tener un buen viaje”.
Desde ese momento, tumbado en la cama con los ojos cerrados, y aunque tuve que salir, enredándome en la mosquitera y abrumado por los puntos y las figuras de luz, un par de veces más para vomitar, estuve dos o tres horas volando sobre la selva. Vi niños jugando en las comunidades, vi maravillosos atardeceres. Bajé a enredarme en las lianas y en las copas de los árboles. Me hice pequeño y habité con los insectos. Estuve contemplando entre la maleza a un enorme tigre amarillo que rugía, y que sólo tenía cabeza. Me deslicé por el río junto a una anaconda. También contemplé paisajes humanos surrealistas, al estilo de los cuadros de De Chirico, fantasiosas construcciones en las que la gente, diminuta, se afanaba en trabajar. Cuando en mi adolescencia (hace mucho que no me ocurre) soñaba con volar, siempre terminaba llegando algún viento poderoso que me impedía controlar mi trayecto y hacía que me despertara sobresaltado. Ahora no me ocurrió nada de eso. Durante todo el tiempo fue un viaje suave, colorido y muy agradable. Fue exactamente igual que soñar, pero en todo momento tuve la consciencia de que estaba despierto, y en gran medida pude dirigir lo que soñaba.
Cuando al día siguiente se lo conté a Román me felicitó y me dijo que tener un viaje tan feliz era síntoma de salud física y mental, de estabilidad. Lo mismo, más o menos, me diría después Manuel, quizá con un poco de envidia en la voz. “Usted ha debido tener una vida fácil, no debe haber tenido problemas”. Le respondí que relativamente, que yo consideraba que tenía un pasado en cierto modo traumático, pero que ahora me sentía bien, y que por eso habría tenido un viaje tan bonito. Me dijo, también él, que había tenido suerte, que mucha gente casi no ve nada la primera vez, y que por eso es recomendable tener tres sesiones durante una semana, para sacarle el mayor partido a la experiencia. Estoy convencido de que es así. De que la próxima vez, si es que lo vuelvo a hacer, opondré menos resistencia, y me dejaré llevar con más facilidad.
La prueba de que opuse demasiada resistencia mental la encuentro en el modo como finalizó mi sueño. En un momento dado me encontré sobrevolando Cabo López. Vi perfectamente a los niños jugando en la explanada, y a gente bañándose en el río. Una pareja caminaba por la pista de tierra en dirección al centro de Iquitos. Entonces sentí perfectamente que mi espíritu comenzaba a salirse de mi cuerpo y los seguía. Supe que iba a tener una especie de viaje astral y que recorrería todo Iquitos hasta llegar a mi hostel (yo me lo había traído todo para no pagar una noche en balde, pero al día siguiente pensaba volver). “¿Pero cómo voy a irme ahora volando, si tengo aquí todo mi equipaje?” pensé absurdamente. Abro los ojos y siento perfectamente un tirón hacia dentro de mi cuerpo. Mi espíritu se ha vuelto a unir a mí. Me doy cuenta de que he estropeado el viaje. Cierro los ojos e intento retomarlo, pero es inútil. Se acabó.