"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

viernes, 13 de abril de 2012

La ayahuasca, soñar despierto. 3-La sesión



Cierra los ojos, y verás.
Joseph Joubert.


El día señalado, a las cinco de la tarde, estoy en casa de Román. Espero cinco minutos en la sala y enseguida salimos a la esquina de la calle a parar un mototaxi. Vamos Román, Kelly y yo. Kelly, con pantalones vaqueros, chanclas y una camiseta de tirantas, tan sonriente como siempre, va cargada con dos o tres bolsas de plástico. Ella no toma ayahuasca, pero nos acompaña para, por la mañana, hacernos el desayuno. Román también lleva una bolsa con algunas botellas de plástico. Lo acomodamos todo, también mis dos mochilas y mi botella grande de agua, en el motocarro, y nos vamos a Cabo López.

En la chacra nos espera Jairo, el sobrino de 20 años y aprendiz de Román, con su mujer y su bebé casi recién nacido. Me entero entonces de que ellos viven casi permanentemente allí, cuidando de la chacra y durmiendo en una de las dos habitaciones que hay en la choza. Se presentan muy tímidamente y la chica, que tiene quince años, desaparece casi de inmediato con su bebé. Es muy bajita y delgada, y con el niño en sus brazos más parece una niña jugando con su muñeco que una verdadera madre. Román se tumba como siempre en su hamaca, Jairo y yo nos sentamos en sendos bancos de madera, Jairo bastante alejado del resto de nosotros, y Kelly extiende una estera sobre el suelo y se tumba sobre su espalda como si estuviera en la playa, una rodilla flexionada, la cabeza, con su melena negra escurriéndose entre los hombros, inclinada en mi dirección, y su eterna sonrisa en los labios. Ni ella ni Jairo dirán una sola palabra durante toda la conversación. Estoy acostumbrado al mutismo de mestizos e indígenas. Ya he mencionado en varias ocasiones que los amazónicos son personas de muy pocas palabras. Si no es entre foráneos, es casi imposible contemplar parejas o grupos en Iquitos o en las comunidades enzarzados en alguna conversación animada, y mucho menos quitándose la palabra entre ellos, como es tan común entre los mediterráneos. Ejecutan sus tareas con placidez; descansan contemplando el paisaje, sentados en la puerta de sus casas; son dulces y cordiales, pero utilizan las frases justas y de forma utilitaria. Al principio atribuía esta parquedad de palabras a la timidez, pero ahora estoy convencido de que es el producto de una larga y profunda convivencia con la Naturaleza.

Aunque Román sí es una persona muy conversadora, en esta ocasión habla menos que de costumbre. Me hace muchas preguntas, salpicados de breves comentarios, sobre España, sobre mi vida, sobre las cosas que pienso, y yo hablo muchísimo. Hablo durante horas, con la seguridad de que mis palabras están siendo escuchadas con agrado. Kelly hace tiempo que se ha puesto de costado hacia mí, una pierna enredada sobre la otra y un brazo debajo de la cabeza a modo de almohada. Con su chispeante mirada me anima a proseguir mi discurso. Al cabo de tres horas de conversación es  ya completamente de noche, y yo me encuentro muy a gusto, en paz y renovado, casi como si ya hubiera consumido alguna sustancia que me hiciera sentir bien. “Es buena hora ya”, concluye Román en un momento determinado, “empecemos, pues”.

Kelly da las buenas noches, extiende su estera en el rincón más alejado, en un instante monta encima la mosquitera y se acuesta vestida, arropada con una frazada liviana. Román se ha puesto una cinta trenzada de colores, sin duda de origen indígena, en la frente, y ha acercado tres banquitos de madera a un centro en el que ha colocado dos velas encendidas, tres botellitas de plástico con líquidos de distinto color, un cuenco pequeño de madera y un rollo de papel higiénico. Jairo, él y yo nos sentamos alrededor. Román enciende un “mapacho” (un cigarro artesanal de tabaco puro picado) y nos lo vamos pasando mientras me da una pequeña charla sobre el carácter sagrado de la ayahuasca. Una de las botellas contiene el preparado, mientras que las otras dos son aceites para friccionar las sienes, la nuca o el cuerpo si fuera necesario. Me advierte de que, como tiene por costumbre, comenzará por darme una dosis no muy grande y que, si no siento nada, debo decírselo y me dará más. Dice que tanto a Jairo como a él la ayahuasca les hace bastante efecto, porque la consumen muy a menudo, pero a los debutantes a menudo les cuesta trabajo comenzar a tener visiones. Por fin, me ofrece el cuenco de madera lleno y me recomienda que me concentre en él y le hable mentalmente a la ayahuasca antes de ingerirla. Que le rece, que le pida, que le diga qué es aquello que quiero encontrar, o en qué quiero cambiar. Es un líquido rojo y espeso, con restos de alguna sustancia blanquecina flotando en la superficie. Su sabor es amargo y denso, con un claro regusto final a madera. Después de mí, toman Jairo y Román. La luna ilumina la escena con mayor eficacia y estilo que las velas. De fondo, muy lejanamente, se oye la música de alguna de las discotecas al aire libre que proliferan en los barrios de Iquitos. Al poco rato, Román y Jairo comienzan a cantar.

Es un cántico monótono, cadencioso, casi ininteligible incluso cuando la letra es en castellano. Se alternan canciones en alguna lengua indígena que creo que no es quechua, aunque sí sobresale a menudo la palabra “pachamama”, con largas letanías en castellano en las que se invoca a Jesús, a la Virgen y a los santos. De vez en cuando, uno de los dos interrumpe el canto para levantarse y vomitar desde la baranda. Por mi parte, sólo siento algo de somnolencia, el de Román y Jairo es un ritmo hipnótico y agradable de escuchar con los ojos cerrados, pero lo cierto es que al rato me aburro, no siento ningún efecto y decido levantarme y decírselo a Román. Segunda ingesta.

Sigo sentado escuchando los cánticos. Ha aumentado la somnolencia y, sobre todo, se me ha revuelto el estómago. Agarro el rollo de papel higiénico y, guiado por la luz de mi linterna frontal, me dirijo al retrete, una caseta situada al fondo de la chacra. Camino entre los árboles de manera un tanto sonámbula, pero lo cierto es que no tengo ninguna visión. A mi vuelta, tras concluir el proceso diarreico, me siento mucho mejor, pero con una gran somnolencia. Román y Jairo siguen cantando, aparentemente ajenos a mí. Me tumbo en la hamaca y cierro los ojos. Comienzo a ver pequeñas figuras geométricas de colores brillantes, rojas, verdes, amarillas. Pasan de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, o aparecen y desaparecen en un punto fijo, sobre la oscuridad de mis ojos cerrados. En mi infancia me ocurría también esto, hacía décadas que lo había olvidado. Recuerdo que, antes de dormir, me encantaba cerrar los ojos y contemplar el paso de estas pequeñas figurillas, cuyo curso y formas a veces podía orientar a mi antojo. Pienso que probablemente el cerebro de los niños, que tienen mucha más necesidad de sueño que los adultos, libera más fácilmente DMT antes de caer dormido, y que por eso me sucedía esto, hace tanto tiempo. Estoy convencido de que mi tendencia a racionalizarlo todo es un impedimento para disfrutar de este tipo de experiencias. Y esto, maldita sea, también lo pienso. No logro dejarme llevar.

Al rato me levanto y me dirijo hacia donde está Román, que no ha parado de cantar. Estoy mareado y doy camballadas. Le digo que casi no consigo ver nada y que estoy un poco nervioso. “Vamos a ver qué te pasa” me dice Román. Me hace tumbar en el suelo y me impone las manos en el estómago y en la frente mientras canta. Enciende un mapacho y comienza a echarme el humo por la cara y por el cuerpo. Jairo hace un rato que ha dejado de cantar y está tumbado en un banco de madera, absorto en su mundo. Yo siento la humedad del suelo de troncos de palma en la espalda. Al rato me canso de la situación y me levanto sin hacer ningún comentario. Sigo mareado, y con una leve sensación de náuseas. Tercera ingesta.

Román está sudoroso, sus manos le tiemblan y parece evidente que la ayahuasca le ha hecho bastante efecto. Me siento frente a él y me cuenta que, mientras yo estaba tumbado, ha visto a un niño de unos 10 años acercarse a mí, colocarme un pañuelo en el pecho, darme un beso y despedirse. Después han aparecido dos niñas que jugaban alrededor de mi cabeza. Luego una persona exactamente igual a mí, mi doble, vestido como si fuera un antiguo guerrero inca u oriental, se había acercado a mi cuerpo, se había inclinado y me había dicho al oído: “Levántate”. Dice que justo en ese momento yo me incorporé (ciertamente, yo me había incorporado unos cuantos segundos para después volverme a tumbar, antes de levantarme definitivamente). Luego me ha visto corriendo por distintos lugares, y saltando distintos tipos de obstáculos. “Tú has tenido que luchar mucho para conseguir lo que quieres. Estás superando muchas adversidades. Y lo conseguirás, conseguirás lo que quieres”. Luego me dice que mi futuro está en Uruguay, que ha visto claro que terminaré en Uruguay. Mientras le escucho, me doy cuenta de que hace rato que Román no tiene rostro. Que es una calavera la que me está hablando.

Román está cada vez más entusiasmado. Me dice que da gusto escucharme cuando hablo, que dan ganas de estar siempre cerca de mí, de trabajar conmigo. Me dice que su mujer piensa lo mismo. Me dice que me quiere, y que su  mujer también me quiere. Yo sé que Román es sincero, que está diciendo lo que siente en aquel momento, pero soy incapaz de hacer ningún comentario. Su rostro ha dejado de ser una calavera para convertirse en una máscara roja, parecida a la de Spiderman, el héroe de mi infancia. De pronto su cabeza estalla sin ruido, y miles de puntos rojos, espirales, redes de un color rojo intenso me envuelven por todos lados. Obstinadamente, sigo pensando que son efectos ópticos normales, y que la ayahuasca no me está haciendo nada. Ahora pienso que me lo había planteado de forma equivocada. Yo quería una explosión visionaria que no pudiera controlar, y que se impusiera sobre la realidad. Quería tener verdaderas alucinaciones, y no simples figuras de luz. Perder el sentido de la realidad. No es así, ahora lo sé. Simplemente hay que cerrar los ojos, y soñar. Estaba oponiendo demasiada resistencia. De repente me dan unas arcadas terribles y, rodeado de luces de colores y figuras, me levanto precipitadamente y me acerco a la baranda a vomitar.

Cuando regreso, me siento de nuevo frente a Román y le vuelvo a mirar. Es una calavera sonriente, y pronto su sonrisa se desprende de su rostro y flota en el aire, en medio del resto de figuras que no paran de estallar a mi alrededor. “Mírame, ¿ves algo en mi cara, verdad? Ahora sí te ha venido. Cierra los ojos”. Cierro los ojos y veo, y siento, perfectamente una serpiente marrón y negra que sube lentamente por mi cuerpo y se enreda en mi cuello. Cuando pasa a mi espalda se convierte en una mujer que me abraza desde atrás. Siento el cosquilleo de su melena en mi cuello, su aliento caliente en mi oído, mientras me masajea la espalda con su cuerpo (al día siguiente, Manuel me diría que había sido afortunado, que ésa era la Pachamama que había venido a visitarme). “¿Estás viendo algo?”, escucho la voz de Román. “Sí”, le respondo, sin dejar de sentir a la mujer-serpiente sobre mí. “Pues vete a acostar” me dice dulcemente, “vas a tener un buen viaje”.

Desde ese momento, tumbado en la cama con los ojos cerrados, y aunque tuve que salir, enredándome en la mosquitera y abrumado por los puntos y las figuras de luz, un par de veces más para vomitar, estuve dos o tres horas volando sobre la selva. Vi niños jugando en las comunidades, vi maravillosos atardeceres. Bajé a enredarme en las lianas y en las copas de los árboles. Me hice pequeño y habité con los insectos. Estuve contemplando entre la maleza a un enorme tigre amarillo que rugía, y que sólo tenía cabeza. Me deslicé por el río junto a una anaconda. También contemplé paisajes humanos surrealistas, al estilo de los cuadros de De Chirico, fantasiosas construcciones en las que la gente, diminuta, se afanaba en trabajar. Cuando en mi adolescencia (hace mucho que no me ocurre) soñaba con volar, siempre terminaba llegando algún viento poderoso que me impedía controlar mi trayecto y hacía que me despertara sobresaltado. Ahora no me ocurrió nada de eso. Durante todo el tiempo fue un viaje suave, colorido y  muy agradable. Fue exactamente igual que soñar, pero en todo momento tuve la consciencia de que estaba despierto, y en gran medida pude dirigir lo que soñaba.

Cuando al día siguiente se lo conté a Román me felicitó y me dijo que tener un viaje tan feliz era síntoma de salud física y mental, de estabilidad. Lo mismo, más o menos, me diría después Manuel, quizá con un poco de envidia en la voz. “Usted ha debido tener una vida fácil, no debe haber tenido problemas”. Le respondí que relativamente, que yo consideraba que tenía un pasado en cierto modo traumático, pero que ahora me sentía bien, y que por eso habría tenido un viaje tan bonito. Me dijo, también él, que había tenido suerte, que mucha gente casi no ve nada la primera vez, y que por eso es recomendable tener tres sesiones durante una semana, para sacarle el mayor partido  a la experiencia. Estoy convencido de que es así. De que la próxima vez, si es que lo vuelvo a hacer, opondré menos resistencia, y me dejaré llevar con más facilidad.

La prueba de que opuse demasiada resistencia mental la encuentro en el modo como finalizó mi sueño. En un momento dado me encontré sobrevolando Cabo López. Vi perfectamente a los niños jugando en la explanada, y a gente bañándose en el río. Una pareja caminaba por la pista de tierra en dirección al centro de Iquitos. Entonces sentí perfectamente que mi espíritu comenzaba a salirse de mi cuerpo y los seguía. Supe que iba a tener una especie de viaje astral y que recorrería todo Iquitos hasta llegar a mi hostel (yo me lo había traído todo para no pagar una noche en balde, pero al día siguiente pensaba volver). “¿Pero cómo voy a irme ahora volando, si tengo aquí todo mi equipaje?” pensé absurdamente. Abro los ojos y siento perfectamente un tirón hacia dentro de mi cuerpo. Mi espíritu se ha vuelto a unir a mí. Me doy cuenta de que he estropeado el viaje. Cierro los ojos e intento retomarlo, pero es inútil. Se acabó.

domingo, 18 de marzo de 2012

La ayahuasca, soñar despierto. 2- Kelly.


Esa misma noche, de vuelta en mi hostel, dedico un tiempo a consultar internet. Descubro que el principio activo del preparado de ayahuasca es la dimetiltriptamina, comúnmente conocida como DMT; y que es la misma sustancia que libera de forma natural nuestro cerebro para provocar visiones oníricas mientras dormimos. El DMT es la sustancia de que están hechos los sueños. Por ese motivo, consumir ayahuasca, inundar nuestro cerebro de DMT en la vigilia, sería exactamente lo mismo que soñar despierto.

Imagino lo feliz que hubiera sido Freud si en su época alguien le hubiera dado a conocer la existencia de la ayahuasca. Lo rica que hubiera sido la terapia con un paciente que pudiera contarle punto por punto, y en tiempo real, sus sueños, y al que él mismo hubiera podido guiar por los vericuetos de lo onírico. Por eso no me extraña leer que hace algún tiempo que la ayahuasca se está usando, en Perú, en Brasil y en otros países, con éxito en procesos terapéuticos psicológicos y psiquiátricos, y que ha demostrado su eficacia para curar o aliviar las depresiones, la ansiedad, la esquizofrenia y todo tipo de fobias. Al fin y al cabo son la mismas dolencias que los curacas indígenas, bajo los nombres de “el susto” o “el miedo” han tratado con ayahuasca desde hace siglos.

De forma particular, la ayahuasca ha demostrado ser muy efectiva en el tratamiento de las adicciones. En Tarapoto hay un centro de rehabilitación de drogodependientes con un alto porcentaje de éxito, Takiwasi (pinchar aquí), basado en el consumo de ayahuasca y que me propongo, si tengo oportunidad de volver a esa ciudad, visitar. Tras todo lo leído, no me extraña que en todas las páginas se diga que el uso continuado y responsable de la ayahuasca produzca fuertes cambios para bien en la personalidad; estabilidad emocional y un alto grado de autoconocimiento. También comprendo que se le atribuyan a sus efectos todo tipo de explicaciones místicas (también los místicos, según concluyen ahora muchos psicólogos, disfrutaban probablemente en sus éxtasis de una alta concentración en su cerebro de DMT). Leo que en 2008 el gobierno de Perú declaró a la ayahuasca Patrimonio Cultural de la Nación. Leo que en Brasil su consumo ritual está legalizado sin límite de edad, y que proliferan las asociaciones religiosas o espirituales que se reúnen con este fin, siendo la del Santo Daime la más popular de todas ellas. Leo que en la ayahuasca no se ha encontrado ninguna toxicidad, posibilidad de adicción, ni, al contrario que en los alucinógenos sintéticos como el LSD, ningún riesgo de padecer lesiones neuronales o despertar brotes psicóticos. Estoy decidido.

A la mañana siguiente llamo a Román y me cita de nuevo en su chacra. Le propongo que me brinde una sesión personalizada, y ofrezco gratificarle con 100 soles. Él, como siempre tumbado en su hamaca, accede con un gesto que da a entender que cualquier cantidad le hubiera parecido bien. Me dice que se exagera mucho con la necesidad de hacer dieta, y que basta con que no consuma alcohol 24 o 36 horas antes de la ingesta, y con que el día de la sesión haga un desayuno y un almuerzo ligero y sin grasas. Que lo verdaderamente importante es que dedique estos días a prepararme mentalmente, a pensar sobre mí y sobre mi vida: “¿tú para qué quieres probar la ayahuasca? ¿Qué quieres conseguir? Piénsalo”. Luego hablamos de Manuel. Román lo conoce desde niño, y piensa que es un buen muchacho, pero que su adicción a las drogas lo está echando a perder. Me aconseja, no hace falta que lo hiciera, que no me fie por completo de él. Manuel ya me había dicho que hace años que no prueba la ayahuasca, porque el abuso de la cocaína y de la pasta base hace que tenga viajes angustiosos, y sobre los que no quiere reflexionar. “Si él quisiera yo lo curaba en dos semanas, y más de una vez se lo he dicho, pero él no quiere dejar las drogas. Bien sabe que se está matando”. Quizá no en dos semanas pero, después de todo lo que he leído, tiendo a pensar que no es vana la seguridad de Román.

Sobre las cuatro de la tarde volvemos a Cabo López y buscamos un mototaxi. Román vive con su familia en un extremo de Belén Alto, en una calle de tierra flanqueada de casas de ladrillo de una sola planta, con puertas y ventanas abiertas al calor. Los niños juegan libremente en la calle sorteando el paso de los motocarros. Sus padres y sus abuelos beben cerveza o jugo sentados en las aceras. Está atardeciendo. En la casa vecina a la de Román se está celebrando un cumpleaños infantil, y la música y la algarabía inundan todo el lugar. A nadie parece molestarle.

En la casa de Román hay pocos muebles, menos adornos y ningún libro. Él vive allí con su actual mujer; su hijita de nueve años, que está en la fiesta de la casa de al lado; otra de catorce, y con dos sobrinos que han venido de Pantoja (pinchar aquí) para estudiar o, en todo caso, labrarse un futuro en la capital. Al chico, de 20 años, Román lo está formando para que sea maestro curandero, como él. La chica, que tendrá unos 15, está estudiando secundaria. Es la única que está allí, mirando vídeos musicales en la tele con actitud indolente, sus dos piernas desnudas colgando por encima de uno de los brazos de la mecedora. Román me la presenta desde lejos y ella me hace un vago gesto de saludo con la mano. Más tarde Román me contará que están un poco preocupados con ella, que no le gusta estudiar, y que alguna que otra noche se ha escapado para irse de fiesta.

En el interior de la casa Román ha ido construyendo poco a poco diversas habitaciones, que lucen con los ladrillos aún a la vista. En un rincón ha dejado un hueco, una especie de salita interior, en la que ha colocado un pequeño altar con una imagen de la Virgen, varias estampas religiosas, hojas de coca y algunos abalorios. Es allí donde, lunes y jueves, pasa consulta a su clientela local. Román trata todo tipo de dolencias físicas y espirituales, pero su especialidad es unir parejas. Puede hacerlo también a distancia, con tal de que se le proporcione una foto de la persona a la que se quiere enamorar, y la dirección de su casa. Varias de esas fotos adornan también el altar. De un cajoncito saca una de sus tarjetas y me la da. Sonrío para mis adentros al leerla. Si la hubiera visto antes de conocerlo, probablemente yo no estaría allí con Román.



Debido a su profesión, Román toma ayahuasca dos, tres y hasta, cuando su amigo francés lo llama para que participe en sesiones con los turistas, cuatro veces a la semana. El único inconveniente que le ve es que tiene que acostarse tarde, a veces le cuesta conciliar el sueño, y al día siguiente se siente un poco cansado. “Pero qué le vamos a hacer, es nuestro trabajo, y es mejor trabajo que muchos otros”. Salimos al patio trasero y me presenta a su mujer.

Kelly es la tercera mujer de Román, y tiene más de veinte años menos que él. Con sólo dos hijos y una vida no demasiado sacrificada, resplandece aún en ella la espléndida belleza mestiza amazónica. Piel canela, facciones dulces, boca generosa, piernas firmes y graciosamente torneadas, ojos y cabello de carbón. Viéndola lavar en cuclillas y descalza, golpeando la ropa contra la tabla, con un short ajustado y su camiseta empapada, no puedo dejar de admirarme de lo cómodamente que habita Kelly en su cuerpo. Kelly no habla mucho, casi nada, pero me dirige sin descanso una luminosa sonrisa, y yo de nuevo disfruto de esa sensual combinación de fortaleza, primitivismo y femineidad que hace tan atractivas a las mujeres de la selva.

Román se ha ausentado por algún motivo, y yo estoy sentado en una silla rodeado de gallinas y con un lorito en la mano al que le han cortado las alas, la mascota de la casa. Hago bromas sobre el animalito, que se empeña en picotearme los dedos, y Kelly tiende la ropa sin dejar de dirigirme miradas y sonrisas tan hospitalarias que se dirían capaces de acariciar. Es una de esas personas a las que da gusto hacerlas sonreír.

Viendo a Kelly, y la felicidad que irradia Román cuando está a su lado, me sorprendo envidiando estas uniones amorosas, basadas en una estricta división de funciones y una vida de expectativas claras.  Aquí no hace falta comunión ideológica ni intelectual. No hay incompatibilidad de intereses, proyectos vitales o caracteres. Sólo trabajo, labores cotidianas, respeto mutuo, afecto y amor. O, más exactamente, todo lo anterior sea el amor. Ante la juventud de Kelly, recuerdo también la poligamia de los incas, que suponía más bien un seguro para que las mujeres mayores no se vieran abandonadas ante la llegada de una joven. Y también, podía haberlo comprendido antes, entiendo la predilección que muchas jóvenes sienten (o al menos la falta de importancia que dan) hacia diferencias de edad (20, 25 años) que en Europa parecerían desmesuradas. Si una muchacha casi adolescente conquista a un hombre de cuarenta años o más, es muy difícil que éste la vaya ya  a abandonar.

Kelly prepara la cena en la cocina de leña que tienen en el patio mientras Román y yo, en la sala, intentamos conversar entre el estruendo de la calle y el de los vídeos musicales que está viendo la sobrina. “¿Ves lo distinto que es esto, la bulla que hay?" me dice Román sin alterarse, "por eso yo prefiero la tranquilidad de la chacra”. La chiquita de nueve años se asoma a la ventana y Román le dice que entre a presentarse. Es muy cariñoso con ella, la sienta en sus rodillas y la escucha sonriente. No hay problema, puede quedarse en el cumpleaños un rato más.

Cenamos Kelly, Román y yo. Arroz con huevo frito, kétchup, plátano frito y algo de ensalada. Lo celebro como si fuera una comida más elaborada, y Kelly me vuelve a obsequiar con su sonrisa. El peso de la conversación lo lleva Román. Hablamos de la comida, el clima, el paisaje… de las diferencias entre España y Perú.

Al despedirnos, con un abrazo, tengo que volver a recordarle a Román el objeto de mi visita. Quedamos para dentro de dos días en su casa. Luego iremos a la chacra con todo y la ayahuasca, y pasaremos allí la noche. Me voy caminando durante una hora, ya oscurecido, con cuidado de no pasar por Belén Bajo o por la zona del mercado, a través de calles de tierra salpicadas de charcos y de piedras. Niños y adultos jugando. Balones de fútbol y de voleibol. Motocarros. Grupos bebiendo cerveza en las esquinas. Tiendas de abarrotes y pollerías, mujeres conversando. Perros callejeros. Música, ruido, humedad y calor y, por todos lados, una desordenada sensación de vida en plenitud.

viernes, 9 de marzo de 2012

La ayahuasca, soñar despierto. 1- Román.


En Iquitos la ayahuasca está de moda. Todas las agencias incluyen la “Ayahuasca experience” en sus paquetes turísticos. Los restaurantes para extranjeros incluyen en sus cartas “Ayahuasca diet”. En el mercado de Belén es fácil encontrar la liana, o directamente el preparado embotellado; y no hay una recepción de hotel en el que no se hallen cuatro o cinco folletos de “chamanes” ofreciendo sesiones. Yo no estaba muy seguro de si quería probarla, pero de lo que si estaba seguro es de que, si lo hacía, no sería rodeado de turistas.

Manuel me habla de Román, un “maestro” que él conoce desde niño, y que, aparte de atender a su clientela autóctona habitual, ofrece de vez en cuando sesiones para extranjeros en una chacra que posee a las afueras de la ciudad. Me insiste en que me interesaría mucho conocerlo y que, a cambio de la consabida propina, él me lo puede presentar. Imagino a un señor de pelo largo, cargado de abalorios y con una camisola bordada, enredándome en un discurso místico con la finalidad  de que me decida a contratar sus servicios. Aunque escéptico, pienso que puede ser interesante conversar con él y hacerle algunas fotos. Una mañana le digo a Manuel que me lleve a su encuentro.

Manuel entra en un locutorio a llamar a Román y sale con una sonrisa radiante. “Está en su chacra. Dice que en una hora nos espera allí”. Montamos en un motocarro y atravesamos todo Belén Alto a través de la avenida Emancipación hasta casi el final de Iquitos. Después, a través de un largo camino de tierra, llegamos a una explanada alrededor de la cual se agrupan varias casas de madera y techos de palma. También hay un par de construcciones de ladrillo, una es una tienda de abarrotes y la otra un bar y casa de comidas. En la explanada hay extendida una red y varios hombres y mujeres juegan al voleibol. Como siempre, los niños corretean por todos lados. Es Cabo López, un asentamiento reciente de emigrantes que administrativamente pertenece al distrito de Belén. En Cabo López no hay electricidad ni agua corriente, pero está rodeado de vegetación, no hay basura, y su aspecto es similar al de cualquier pequeña comunidad del Amazonas, infinitamente más agradable que las sórdidas callejuelas y los misérrimos asentamientos de Belén Bajo.

Unos cien metros caminando por un estrecho sendero y llegamos al río Itaya, donde dos risueñas muchachas se están bañando con champú y con jabón, y con la ropa (un short y una camiseta), como siempre en estos casos, puesta. Damos los buenos días y nos sentamos en la orilla a esperar. Al cabo de cinco minutos vemos acercarse lentamente una canoa con un hombre que la conduce a remo. Desde lejos, sonriente, alza la mano para saludarnos.

Román, el maestro curandero, es muy distinto de lo que yo imaginé. De cincuenta y tantos años, viste unos vaqueros embutidos en las botas de caucho, una camiseta de futbolista y un sombrero de paja. En seguida se advierte que es un hombre afable y relajado, que disfruta de un placentero acuerdo consigo mismo y con su vida. Montamos en la canoa y nos dirigimos  a su chacra, al otro lado del Itaya.


Una vez allí, me muestra sus plantaciones de camu camu, un cítrico propio de las zonas inundables de la selva, de delicioso sabor en jugo (en Iquitos es fácil consumirlo), y que contiene una concentración de vitamina C cien millones más alta que la de la naranja o la mandarina. El camu camu hace poco que se está empezando a comercializar fuera de la selva en polvo, en jugo o en mermelada, y mucha gente lo cultiva ahora en sus chacras. Román tiene la suya desde hace diez años, y todas las mañanas deja su casa en Belén Alto para pasar el día aquí, cuidando de sus plantas, pescando o simplemente meditando y disfrutando del entorno. Acá el agua del Itaya es limpia porque queda más arriba de Belén Bajo, donde se acumulan las basuras y las aguas residuales, y, aunque rodeado de otras chacras y pequeñas cabañas, se disfruta de una plácida tranquilidad. Una vez en la choza que hace diez años construyó con sus propias manos, Román se tumba en la hamaca, y comenzamos a charlar.


Conversamos durante dos horas hasta que vuelve Manuel, que ha estado bañándose en el río y dando un paseo para recoger mangos. Los tres comemos y hablamos hasta que, a las seis de la tarde, la amenaza de lluvia y la incipiente oscuridad nos hace dejar el lugar. En este tiempo Román me ha contado que la palabra “chamán” es desconocida para ellos, que sólo la usan los turistas. El nombre apropiado es “curaca”, si el sujeto es indígena, y “maestro curandero”, o simplemente “maestro”, si es blanco o mestizo. El período de formación de un curaca abarca un año completo, durante el cual debe permanecer completamente aislado en la selva, alimentándose de plantas y raíces. Los maestros curanderos, sin embargo, se contentan con practicar una rigurosa dieta durante tres meses, acompañado de la ingesta periódica de determinadas hierbas purgativas, mientras estudian medicina natural. Sólo al cabo de ese tiempo prueban la ayahuasca por primera vez. "Entonces", me dice Román, "las plantas te hablan". Y descubren sus secretos.

Y es que la ayahuasca, además de "limpiarte el cuerpo" mediante fuertes diarreas y vómitos, provoca una serie de visiones que, con práctica, son fáciles de interpretar, y que te hacen comprenderte a ti mismo y comprender mejor la realidad. Es por esto que, desde tiempo inmemorial, curacas de toda la amazonía la han utilizado para detectar el origen de las enfermedades y poder curarlas, para comunicarse con los espíritus de los antepasados, y para tomar decisiones que afecten a la comunidad. Los maestros curanderos como Román, que se formó en una comunidad yagua del río Napo, siguen esta tradición.

Todo esto, más o menos, ya lo conocía yo. Don Sabino, el curaca de Sarayaku, la comunidad indígena ecuatoriana en la que viví un mes en 2010, usaba en efecto la ayahuasca de forma ritual, y yo tuve conocimiento de que también se la proporcionaban a los turistas que querían consumirla. Cuando yo les pregunté si no les molestaba que frivolizaran con una planta sagrada como esa, me respondieron con cierto desdén que nadie que no esté preparado iba a comprender el verdadero secreto de la ayahuasca, pero que allá cada cual. Dado el poco respeto que mostraban hacia estos consumidores aficionados, me abstuve de proponer que yo la quisiera también probar.

Y es que el consumo de ayahuasca entre los turistas se ha convertido, en palabras de Román, "en un gran negocio". Extranjeros y locales montan lodges y cabañas en la selva, a veces bastante lujosas, con este fin, y Román a menudo es invitado a participar para que haga el preparado y acompañe la experiencia con sus cánticos rituales. Un francés que le llama habitualmente cobra 100 dólares por persona, de los cuales Román se lleva 100 soles (unos 35 dólares) por su colaboración. Román dice que el preparado destinado a los turistas suele estar cargadísimo, y a menudo mezclado con plantas alucinógenas (la ayahusca, propiamente, no lo es). De este modo se ahorran la posibilidad de que luego reclamen si no han tenido ningún tipo de visión (algo que no es raro que suceda las primeras veces), pero en esas condiciones es imposible tener un viaje productivo del que se pueda sacar conclusiones. Los turistas, aún así, siempre piden más, y muchos la mezclan con marihuana para potenciar sus efectos. En síntesis, me dice Román, también con cierto desdén, "para los turistas la ayahuasca es simplemente una droga más".

Este punto me lo confirmó, días después, Santiago, un turista argentino que había ido con un grupo de extranjeros a un lodge en la selva para experimentar una sesión. Le cobraron 80 dólares y, según me contó, lo que tomó le dejó durante dos horas chafado en el suelo, sin apenas poder doblar la cabeza cuando le sobrevenían los vómitos. Tuvo una serie de visiones angustiosas y sin control, y el supuesto "chamán" no dio la menor explicación preparatoria, ni cantó ni intentó orientarles las visiones o calmarles la angustia (existen técnicas con ese fin como aplicarte aceites en las sienes, masajearte, cantarte, hablarte...). Tampoco, al final de la sesión, intentó conversar o analizar los sueños que cada uno hubiera tenido. Simplemente la gente se fue recuperando y, uno tras otro y en silencio, se fueron a dormir. "Pero, bueno, ¿Ése qué era? ¿un chamán o un camarero? Póngame una ayahuasca doble, por favor" bromeaba yo con Santiago (al parecer, lo único que el chamán había preguntado era si querían una dosis simple o una doble). Mi experiencia, por suerte, había sido muy distinta.

Román, desde luego, no le hace ascos al dinero, y su sueño es asociarse con algún europeo para acondicionar su chacra, o comprar otro terreno, y montar un buen lodge que pueda agradar a los turistas. Me llegó a preguntar si yo tendría dinero para invertir, pero lo que en ningún momento hizo fue sugerirme que probara la ayahuasca con él. Cuando nos despedimos, fui yo quien le pidió el teléfono.


lunes, 20 de febrero de 2012

Manuel (el PBC).


El buscavidas de mi calle en Iquitos se llama Manuel. Extremadamente delgado, su piel está tan morena y curtida como la de cualquier mestizo, aunque presenta un ligero tono encarnado (más tarde me enteré de que le llaman “El colorao”) y son, sobre todo, su nariz aguileña y su frondosa barba castaña las que desvelan su origen criollo. Con tal de ponerle un casco de época y una espada en la mano, Manuel daría bien en cualquier película de conquistadores. Manuel nació en Lima, vino a Iquitos de niño con su madre, pero cuando quedó huérfano, a los quince años, se lanzó a los ríos. Aprendió a caminar por la selva en las comunidades indígenas del Ucayali, trabajó en los yacimientos petrolíferos del Alto Huallaga y en las plantaciones tomateras de Manaos, donde se compró una casa gracias a la indemnización que cobró por un accidente de avioneta del que sin embargo salió ileso. Ahora tiene 37 años y hace varios que está de vuelta en Iquitos. Con las rentas de su casa alquilada de Manaos puede darles alguna asignación a los dos hijos que tiene repartidos por el mundo, e ir, dice, ahorrando para la vejez. Manuel parece que no duerme. Está día y noche dando vueltas por la calle. Igual está ayudando a descargar un camión que cambiando la rueda de un motocarro o lavando las cristaleras de un negocio. Todo el mundo lo conoce, y todo el mundo lo saluda. Manuel, al contrario que la mayoría de los iquiteños, que son personas más bien de pocas palabras, es un excelente conversador al que se le nota que ha tenido una buena educación, y que sabe ganarse la confianza de los turistas en español, en portugués o en inglés. Con él pasé muchos ratos charlando, sentados en la acera o tomando una cerveza en el Bulevar.

Manuel me cuenta que el año pasado estuvo dos meses guiando por la selva del río Napo a tres japoneses.  Eran expertos en supervivencia en la selva, venían de la amazonía brasileña y decían que el lado peruano les gustaba mucho más, porque se conservaba más virgen. Llevaban, al parecer, un equipo impresionante. Prismáticos con visión nocturna. Un laser para defensa personal, que también les servía para encender las fogatas. Brújulas y GPS para orientarse. Pequeñas cámaras digitales con objetivos intercambiables. "Llevaban de todo, pero todo en miniatura", continúa narrando, con cierta admiración en la voz, Manuel. Por las noches, para protegerse del tigre y de las manadas de chanchos, dormían en lo alto de los árboles, encapsulados en las hamacas con mosquitera. Protegían el antiofídico, que tiene que conservarse en frío, cada cinco o seis días con spray congelante, pero por suerte ninguno de los cuatro tuvo que usarlo. Cuando pasaban por alguna comunidad mentían en su itinerario por si a alguien se le ocurría intentar asaltarlos en medio de la selva. En los últimos días, cuando ya iban a dar la vuelta para no toparse con las tribus indígenas que viven en aislamiento voluntario en el Yasuní, fotografiaron desde bastante cerca a un jaguar. En otra ocasión Manuel colaboró en abrir una senda por el río Putumayo para unos colombianos que resultaron ser narcotraficantes. Muchas historias me contó Manuel.

Una mañana Manuel me habla de su afición a la cocaína. Iquitos es zona de paso para la cocaína que procede del Alto Huallaga en dirección a Colombia, y a los traficantes no les interesa que esta ciudad se destaque como punto de venta, de modo que no es demasiado fácil obtenerla para alguien que no sea conocedor, y Manuel se beneficia de ello. Normalmente acude a Belén Bajo a comprar material para algunos clientes, bien sean turistas o locales, y se queda con una parte de comisión. Pero lo que realmente está matando a Manuel, me temo, es el PBC.

El PBC, pasta básica de cocaína (también llamada simplemente “pasta base” o, según los sitios, “bazuco”, “paco”, “oxi”, “lata”, “churri” o “tumba”) es, me informo después, un producto intermedio en el proceso de conversión de la hoja de coca a clorhidrato de cocaína (la forma en polvo tan tristemente popular en todo el mundo). Sólida, en forma de pequeñas “rocas”, el PBC se volatiliza con el calor, por lo que la manera de consumirla es fumarla en pipas caseras o en cigarrillos, en cuyo caso se mezcla con tabaco o con marihuana. A veces la falta de precursores químicos para culminar el proceso (en el proceso de refinamiento de la cocaína se utilizan, entre otros productos, gasolina, amoníaco y acido sulfúrico) hace que los traficantes comercialicen directamente la pasta base, pero en la mayoría de los casos el PBC que se consume son los restos que quedan después de la conversión (por este motivo se le llama también “fondo de olla”). En este último caso el PBC se considera científicamente un desecho químico, y es altamente tóxico. En todo caso, el poder psicoactivo del PBC es diez veces mayor que el de la cocaína, tan fuerte que el consumidor queda prácticamente chafado contra el suelo, envuelto en una placentera sensación de plenitud. Sus efectos sólo duran, sin embargo, entre diez y veinte minutos, y la disforia o “bajona” que sobreviene después es también diez veces mayor que la de la cocaína convencional, con lo que la capacidad adictiva del PBC es enorme. El uso continuado de PBC provoca a menudo brotes paranoides y delirios de persecución, de modo que un consumidor habitual de esta sustancia (no es todavía, desde luego, el caso de Manuel) se convierte fácilmente en un sujeto asocial, incontrolado y altamente agresivo. El clorhidrato de cocaína, como sabemos, se distribuye por el mundo entero. Sus residuos, el PBC, quedan en el Amazonas.

Al contrario que la mayoría de buscavidas que se le suelen acercar a los viajeros solitarios, Manuel nunca me había ofrecido drogas, ni me había hablado de ninguna “amiga” que tuviera, ni me había pedido nada, y todo ello había hecho que yo llegara a tener cierta confianza en él. Ahora sí me habla de los establecimientos de Belén Bajo donde se consume PBC, y que también, debido a la abrupta excitación sexual que a veces provoca esta sustancia, funcionan a menudo como casas de citas. Me cuenta que hace algún tiempo guió por estos locales a un miembro de una ONG de Lima, y que, tras una serie de peripecias, lograron sacar a un par de muchachas menores de edad, casi unas niñas, y llevarlas a una casa de acogida en la capital. “A usted, que es escritor, le puede interesar conocer estos lugares. Yo le puedo llevar alguna noche. No podríamos estar más de veinte minutos en cada local. Yo consumiría PBC, y usted haría como si lo hiciera. Es mejor no hablar ni mirar a nadie, ni mostrar la menor curiosidad. Después usted tendría que darme algún dinero porque los dueños de los locales sospecharían que usted me habría dado alguna propina por llevarle, y me iban a pedir su parte”. Aunque la capacidad fabulística de Manuel hace que la excursión adquiera tintes de aventura, me parece demasiado morboso empeñarme en ver con mis propios ojos una situación tan sórdida, y sobre la que en nada podría incidir (salvo, quizás, contándolo, que es lo que, al fin y al cabo, estoy haciendo). Demasiado obsceno que Manuel y quien fuera se lucraran a cambio de mostrarme semejante espectáculo. Y, por si estos dos motivos no fueran suficientes, que lo son de sobra, el profundo corte en el pómulo que anoche le hicieron con una nudillera de hierro en Belén Bajo, y que es por donde se ha iniciado la conversación, me hace pensar que Manuel no está en condiciones de garantizar mi seguridad. Otra cosa es lo que, días antes, me había comentado sobre la ayahuasca. Eso sí lo haré.

Esta noche, Manuel volverá a Belén Bajo. Tiene que buscar a la persona que le dio el golpe, y devolvérselo. “La calle es así”, me dice con una media sonrisa, y su tono cordial de siempre, “uno tiene que darse a valer. Si, después de esto, no voy esta noche a Belén Bajo, ya nunca podré volver”.



jueves, 15 de diciembre de 2011

Iquitos



Las tres veces que he llegado en mi vida a Iquitos lo he hecho proveniente de la selva o de pequeñas comunidades, y después de viajar varios días en lancha. Iquitos, de este modo, ha cumplido siempre para mí la función que desde siempre ha tenido: ser una isla de civilización (entendiendo por civilización una cama, un cuarto de baño, internet y corriente eléctrica las 24 horas, una amplia carta de comidas y una cerveza fría) en medio del Amazonas. Pronto, sin embargo, el ruido, el humo y el calor hacen que la alegría inicial comience a alternarse con una cierta sensación de claustrofobia y opresión. Todas estas impresiones cambiarán si se lleva a cabo el proyecto de carretera Yurimaguas-Iquitos, que de paso devastará de nuevo una buena cantidad de selva. Para bien y para mal Iquitos, la ciudad más grande del mundo que no es accesible por tierra, es todavía uno de los lugares más singulares en los que uno puede estar.




Fundada como reducción jesuítica en el siglo XVIII, Iquitos ya tenía desde 1864 cierta importancia como factoría naval y puerto fluvial, pero fue a partir de 1880, con la llamada “fiebre del caucho”, cuando se convirtió en lo que todavía hoy se puede entrever. El caucho o látex, que era posible extraer del árbol amazónico llamado “hevea”, era conocido desde siempre, pero cuando Goodyear inventó el neumático y Henry Ford comenzó a producir coches en serie, la demanda de caucho se disparó. En la cuenca amazónica se produjo una verdadera fiebre que encumbró a hombres como Fitzcarrald o Julio Cesar Arana, multimillonarios a costa de cometer las mayores atrocidades sobre la población indígena. Estos y otros “señores del caucho” tenían en la época verdaderos ejércitos privados que se dedicaban a cazar nativos para hacerlos trabajar en las caucherías. Compraban a las tribus más belicosas con alcohol y baratijas para que capturaran a miembros de otras etnias con el mismo fin. Desplazaron a miles de indígenas a caucherías muy alejadas de sus lugares originales para que les fuera más difícil escapar. En estos campamentos los indígenas debían caminar kilómetros todos los días para “sangrar” las heveas, y cumplir con una cuota establecida de látex recogido al mes si no querían exponerse a latigazos, torturas públicas en el potro, o ejemplares mutilaciones. Los capataces y vigilantes blancos o mestizos (era conocida la crueldad de “los muchachos”, jóvenes nativos o mestizos criados por los patrones y destinados a labores de vigilancia) cometieron todo tipo de abusos a la hora de hacerse con sirvientas y concubinas, que a menudo eran enviadas a Iquitos a ejercer forzadamente de empleadas domésticas o de prostitutas. Fue en esta época cuando la cuenca amazónica, que hasta entonces había estado prácticamente intocada por el hombre occidental, adquirió su actual fisonomía de casi absoluto mestizaje, con la escasa presencia indígena fuertemente aculturizada y deslocalizada. De auténtico genocidio se puede calificar la labor, por ejemplo, de Julio Cesar Arana, el más importante señor del caucho de Iquitos, si tenemos en cuenta que en la cuenca del Putumayo, donde él actuaba, desaparecieron en esos años 40.000 indígenas de los 50.000 que se calcula que habitaban allí.

Muy al contrario Arana, como el pionero Fitzcarrald, son considerados todavía auténticos próceres en la ciudad de Iquitos. En esa época Iquitos se convirtió, junto con Manaos en Brasil, en el centro del negocio del caucho y, como es imaginable, experimentó un extraordinario desarrollo. Fue de las primeras ciudades peruanas en contar con alumbrado eléctrico y ferrocarril urbano, operaban en ella hasta nueve consulados, y disfrutaba de la ostentación, el lujo y la disipación de costumbres que cabe esperar de un lugar que recibe dinero a espuertas y sin apenas esfuerzo. Todo ello acabó bruscamente en 1814, cuando las heveas que Inglaterra había plantado, con semillas robadas y sacadas de contrabando de la Amazonía, en sus colonias de África y Malasia comenzaron a producir látex a un coste mucho menor, y el caucho amazónico dejó de valer el dinero que, a pesar de todos los abusos, costaba extraerlo.

Desde entonces Iquitos, que en la actualidad tiene medio millón de habitantes, sobrevive del nutrido destacamento militar aquí ubicado (estamos muy cerca de la triple frontera); de la tala legal e ilegal de madera; de ser, al fin y al cabo, el mayor centro de servicios de la cuenca amazónica hispanohablante y, desde hace unos treinta años, del turismo. Como huellas de su antiguo esplendor sólo quedan la Casa de Hierro que algún excéntrico cauchero encargó diseñar a Gustave Eiffel (y que hasta hace poco era un destartalado restaurante que a mí me gustaba mucho, y hoy ya ni eso), algunas casas-palacio decoradas con azulejos que se caen de puro viejas, y un cierto carácter festivo en sus habitantes, impregnado de una sensualidad cada vez más decrépita.



Las zonas turísticas se limitan exclusivamente al Bulevar, situado en el malecón sobre el río Itaya, y a la Plaza de Armas. Sentarse en una terraza en cualquiera de estos dos sitios es contemplar un río de indígenas y mestizos, niños, ancianos y ancianas, hombres y mujeres de mediana edad, ofreciéndote pulseras y collares elaborados con semillas y dientes de caimán; tarántulas, mariposas e insectos gigantes disecados; camisetas, chicles, o simplemente mendigando. Más disimuladamente te pueden ofrecer animales vivos.  La primera vez que estuve aquí, a Alexis y a mí nos ofrecieron una pareja de “monitos de bolsillo”, y el Centro de Rescate de Fauna y Custodia Temporal Pilpintuawasi, en la ribera del río Nanay, es el hogar de muchos animales que han sido salvados. Muchísimos monos de distintos tipos, una pareja de guacamayos que le fueron decomisados a un turista en el aeropuerto, un tigrillo que estaban intentando vender en el Bulevar, un perezoso, un capibara, e incluso un enorme jaguar que fue llevado allí por su propio captor cuando tenía dos meses, porque no lograba venderlo y estaba ya creciendo demasiado. Por otra parte, es triste fama que en Iquitos también abunda la explotación sexual infantil, y por todos lados hay carteles alertando de las penas. Algunos comentarios sobre determinados locales de Belén Bajo que me hizo Manuel (pronto hablaré de él) me hacen pensar que entre los aficionados a esta deleznable práctica hay tantos, o probablemente más, naturales que extranjeros.



Los turistas vienen mayoritariamente a Iquitos buscando estancias en lujosos lodges en la selva, excursiones por la reserva Pacaya-Samiria, o experiencias con el consumo de ayahuasca. Los iquiteños y las iquiteñas vienen mayoritariamente al centro buscando a los turistas. A partir de las diez de la noche se pasean por la plaza las prostitutas, tanto mujeres como hombres travestidos (la homosexualidad afeminada es muy común en la selva, y mucho más aceptada que en el resto de Perú. Hombres de cejas depiladas y ondulantes andares trabajan sin rubor en peluquerías, restaurantes y centros de estética y, en todas las lanchas del Amazonas, donde la tripulación es siempre exclusivamente masculina, son también ellos -como la cocinera colombiana de la que hablé aquí- los dueños de las cocinas). Los fines de semana, en la discoteca Noa, las jóvenes “bricheras” (del inglés bridge, “puente”) sueñan y compiten por algún príncipe azul venido del norte que las haga sucumbir al amor (bricheras y bricheros, bajo distintos nombres, hay en todos lados donde haya turistas y un desigual nivel de vida; pero en una ciudad de la que sólo se puede salir en avión o tras varios días en lancha, la necesidad de crearse algún puente sentimental se hace más perentoria). Cerca del Noa, en el Yellow Rose of Texas, un bar de mucha personalidad que está abierto las 24 horas, se reúnen al atardecer los dueños de los lodges y de las agencias de viajes a beber whisky. Son todos extranjeros curtidos, de cincuenta o sesenta años, que conversan a carcajadas en inglés, y siempre hay una mujer de piel morena entre ellos.



A diez minutos caminando desde la Plaza de Armas se encuentra el distrito de Belén, en el que subsisten, gran parte de ellos en condiciones muy precarias, más de cien mil personas. Belén Alto se podría decir que es una zona muy popular, Belén Bajo es francamente sórdido. Las principales calles de Belén Alto están copadas desde la mañana a la noche por un interesantísimo y muy concurrido mercado, en el que se encuentra con facilidad tabaco sin procesar o envuelto en “mapochos”; todo tipo de raíces y plantas medicinales, licores amazónicos; ayahuasca, San Pedro y otros alucinógenos naturales y, por supuesto, todo aquello que produzca la selva y sea comestible, incluyendo tortugas vivas y enormes caimanes troceados.



La calle principal de Belén Bajo, adonde no es recomendable adentrarse sin ir acompañado de alguien de confianza, se llama, con triste ironía, calle Venecia. Tanto la calle Venecia como el resto de Belén Bajo se inundan por completo cuando el río Itaya llega a su máximo nivel, desde enero hasta abril. Entonces los pisos bajos quedan inutilizados y sólo se puede transitar en canoa. En el pequeño y escondido mercado de Belén Bajo, que en esas fechas se convierte en mercado flotante, pueden verse los animales exóticos que alguien comprará para intentar revenderlos a los turistas en el Bulevar.



Belén Bajo se extiende cada vez más a ambos lados del río Itaya mediante chozas flotantes (construidas sobre troncos de balsa) o bien edificadas sobre altos pilotes. Aquí se asientan los emigrantes, provenientes de las pequeñas comunidades amazónicas, que no cesan de venir a la capital. Muchos conservan sus chacras en sus lugares de origen, y van y vienen para vender aquí sus productos, pero la mayoría sobrevive en la ciudad de lo que pueden. Belén Bajo es el más populoso, pero a lo largo de todo el malecón pueden verse asentamientos de chabolas que pronto (estamos en diciembre) estarán flotando sobre el río. Son las favelas de la selva.














Iquitos, ciudad-isla. Iquitos, ciudad-prisión. Iquitos, ciudad de timadores, desocupados y buscavidas. Iquitos resiste. No todos, por cierto, son locales. En diciembre de 2010 pasé también unos días acá, después de haber recorrido el río Napo desde Ecuador (lo he contado aquí y aquí). Recuerdo que en la plaza me abordó un anglosajón de unos 35 años, muy delgado y con una patilla de las gafas cogida con esparadrapo. Me dijo, en un correcto castellano, que le habían robado todo al desembarcar de la lancha que lo traía de Leticia. Que no podía pedir dinero por Western Union porque le habían quitado la documentación. Que los asaltantes le habían roto un dedo y tenía que ir al hospital a curárselo. Que, en fin, lo ayudara con algún dinero. Tenía el dedo meñique roto y mal soldado, en efecto, pero la soldadura parecía antigua y, en general, el hombre no me inspiró confianza y no lo ayudé. Los días posteriores lo estuve viendo dar vueltas por la plaza, contando su historia a quien se parara a escucharlo, con una actitud que me hizo reafirmar mis sospechas. Al cabo de un año, cuando regresé, el tipo todavía estaba allí.



Sobre Iquitos y "la fiebre del caucho":

-Reverte, Javier. El río de la desolación.

-Vargas Llosa, Mario. El sueño del celta.

-Rivera, José Eustasio. La vorágine.



viernes, 2 de diciembre de 2011

Irma en el río



En la lancha que nos lleva a Iquitos (en la Amazonía, a los barcos de carga con uno o dos puentes para que los pasajeros cuelguen sus hamacas les llaman lanchas) encuentro un buen puñado de extranjeros, más de los que esperaría en esta época del año. Magdalena es de Cádiz como yo, profesora de instituto, como yo, y ha pedido una excedencia para viajar, igual que yo. Compartimos con ilusión experiencias, rutas, destinos y, por supuesto, recuerdos de nuestra tierra. Mateo, el joven francés con el que estuve en Pacaya-Samiria, juega a las cartas sentado en el suelo con una pareja de compatriotas. Cinco o seis estadounidenses de mediana edad, que son los únicos que han contratado algunos de los pocos camarotes que tiene la lancha, pasan el día ensimismados en sus macbooks. Un italiano con aspecto de windsurfero intenta convencernos a Alex y a mí de que nos unamos en Iquitos a una sesión de ingesta de ayahuasca, con un “auténtico chamán” que conoció en una ocasión anterior. Me interesa más hablar con Irma.

Irma, mi vecina de hamaca, tiene cuarenta y cinco años y es natural de Iquitos, donde siempre ha vivido. Su rostro, de pómulos marcados, ojos rasgados y boca carnosa, sigue siendo bello, aunque sin duda tuvo que ser arrebatador, y sus movimientos desprenden todavía cierta sensualidad, a pesar de su generoso sobrepeso. Irma tiene esa necesidad de comunicación propia de las personas que pasan mucho tiempo con niños, y poco a poco termina por narrarme de cabo a rabo toda su vida. A los dieciséis ya era una mujer casada, pero su marido no le salió bueno. Le pegaba, la engañaba (hasta tres veces llegó a descubrirlo con otras mujeres en su propia cama), bebía y se gastaba en fiestas el dinero que obtenía comerciando con madera. Irma crió a sus cuatro hijos mayores, dos varones y dos hembras, en las lanchas del Amazonas, vendiendo en las pequeñas comunidades la ropa que compraba en la calle Gamarra de Lima. Fue sin duda una época dura, pero ella dice que la echa de menos. Más tarde, para que los hijos pudieran estudiar, montó una tienda de abarrotes en su casa de Iquitos. Su marido, al fin, la abandonó hace tres años. Se fue a vivir con una chica de dieciséis, que pronto lo dejó también por un chico más joven. Ahora vive amancebado con otra niña de dieciséis. “Me dan pena esas chiquillas” me dice Irma “son pobres, y sus propias madres las arrastran a irse con algún hombre mayor que las pueda mantener”. Su marido, al parecer, no está tampoco muy contento con su nueva novia. Dice que sólo piensa en irse de fiesta, que se pasa el día escuchando reaggeton, y que no atiende a las labores de la casa. Quiere volver, pero Irma tiene muy claro que, ahora que se ha librado de él, no piensa aceptar que vuelva.

Irma vive ahora de lo que le dan sus hijos. Los dos varones tienen buenos trabajos, y las chicas han hecho muy buenos matrimonios. Todavía tiene a su cargo a sus dos hijos menores, de doce y de seis años, y a un nieto de cinco. Es producto del efímero noviazgo que su hija mayor, Evelyn, tuvo con un músico colombiano, y ahora que Evelyn se ha ido a vivir a Suiza con su actual marido, un médico de esa nacionalidad que conoció en la discoteca Noa, el chiquillo se ha quedado con la abuela. A Irma Evelyn y su marido le mandan fotos de las visitas turísticas que hacen, y ella queda fascinada. “¿Tú sabes dónde está Cuba? Hay unas playas maravillosas, allá” “También he visto una ciudad que tiene las calles inundadas de agua, Como Belén en invierno, pero con unos edificios y unos puentes preciosos, ¿tú sabes cuál es?”

Irma viene de pasar un mes con su otra hija, que se ha casado con un ingeniero italiano que también conoció en el Noa, y que vive de momento en un yacimiento petrolífero en el Alto Huallaga, donde su marido está destinado. El Alto Huallaga, por otra parte, es una zona famosa por su alto nivel de narcotráfico, la actividad  a la que se dedican ahora los pocos militantes que quedan del grupo terrorista “Sendero Luminoso”. Irma ha visto los paquetes de coca expuestos en los mostradores de las tiendas como si fueran queso fresco (es lo que ella, al principio, pensó que eran) y ha visto dos cadáveres flotando en el río a su paso en el autobús. En los pueblos del Alto Huallaga, le dijeron, y yo lo sé, la vida no vale nada.

Sólo al final, Irma me expone su verdadera preocupación. Su hija menor ha sido madre, hace veinte días, pero no quiere a su hijo. Fue intervenida prematuramente, con cesárea, porque no aguantaba más la gravidez, y ahora no quiere coger al niño, ni mucho menos darle de mamar, porque dice que le va a estropear la figura. Su marido le consiente todo, y le han propuesto a Irma que se lleve al niño también para Iquitos. “Pero yo no puedo con un niño de 20 días. En fin… ya se acostumbrará a ser madre”.

Por lo demás, todo me resulta familiar. Las largas horas tumbado en la hamaca, leyendo o conversando. La cola, con un cuenco de plástico y un tenedor en la mano, para recibir la comida. El sopor del mediodía. La ducha a las cuatro de la tarde con agua del río, tibia, que te desprende del pegajoso sudor, aunque también haya que hacer cola. Y después, el milagro. El prodigio cotidiano. El sol que dora las copas de los árboles. Las comunidades de chozas de madera y techos de palma bañadas por una luz de oro. Las canoas llenas de pescado. Los hombres que acarrean sacos o enormes racimos de plátanos, bañados por una luz de oro. Las adolescentes, de piernas morenas y torneadas, de larga melena negra, con bandejas de juanes (o de piña, o de pescado ahumado) sobre sus rectas cabezas, y bañadas por una luz de oro. Y siempre, flotando en la luz, ese colorido, fluyente, cambiante, omnipresente revuelo de niños. Han improvisado una portería frente al acantilado, y a cada gol sigue un chapuzón para recuperar el balón, y un niño moreno y ágil que sube luego los escalones de barro como un gato, su cuerpo brillante bañado en una luz de oro. No cabe imaginar una infancia más feliz.


martes, 29 de noviembre de 2011

La selva silba




Recuerdo entrañablemente cómo en 2007, con los niños de la Casa-hogar de Tablada de Lurín, en Lima, monté una obrita de teatro de tema ecológico que encontré en internet, y que se titulaba “La selva silba”. Hasta ahora, que por fin he estado en una zona de selva completamente virgen, sin presencia humana, ni siquiera en forma de comunidades indígenas, no he comprendido la verdad de dicha afirmación. La selva silba, y grazna, y chasca, y retumba constantemente. Se apaga un poco en las horas de calor, y al atardecer revive con nuevos ritmos. No es ninguna algarabía. Es un compás hipnótico y subyugante, pleno de cadencia. Sonidos inclasificables, que podrían provenir de los más exóticos instrumentos musicales de viento y percusión, se agrupan en fugas, cambios de ritmo, réplicas y contrarréplicas, superposiciones, cambios de escala y de volumen. Un verdadero concierto de infinitas variantes que, si uno sucumbe a cerrar los ojos, te transporta y adormece. Mis guías conocen a cada animal que emite estos singulares sonidos, pero me resisto a preguntarles. Yo, que tengo tendencia a racionalizarlo todo, sólo puedo vivir esto como experiencia estética. Haría falta una vida entera para abarcarlo, para entenderlo. Lo prefiero así, inexplicable y enigmático. 







Nos deslizamos suave y silenciosamente, con escasos golpes de remo, dejándonos arrastrar por la corriente. Las lianas de los árboles se nos enredan en la cara, y a menudo tenemos que agacharnos, o incluso tumbarnos en la canoa, para evitar los troncos de los árboles. Una sensación de inminencia flota en el aire. Buscamos animales. Cuando nuestros guías ven alguno (un oso perezoso, un mono blanco o babuino, una manada de monitos fraile, un pájaro carpintero o una pequeña anaconda de dos o tres metros) lo señalan en silencio con el dedo. Sólo al cabo de un rato logramos verlo, y entonces nos cuesta trabajo entender cómo no nos habíamos dado cuenta antes de que estaba allí. Otros animales son más fáciles de ver. Los lobos de río pasan en manadas a nuestro alrededor, nadando con medio cuerpo fuera del agua. Cuando nuestros guías los acosan las hembras adultas se revuelven en defensa de sus crías, y varias llegan a morder el remo, dejando profundas marcas en la madera. En las lagunas, los delfines rosados asoman sus lomos muy cerca nuestra para respirar, y constantemente las garzas blancas y negras y los martines pescadores alzan el vuelo a nuestro paso. Cuando, a la luz dorada del atardecer, tucanes y guacamayos vuelan sobre las copas de los árboles, no puedo evitar pensar en algún cuadro de Henry Rousseau. Y las multicolores mariposas son una lluvia de confeti.

Por la noche salimos a pescar con linterna y con arpón, y a ver cocodrilos. Pequeños troncos oscuros flotando en el río, con dos puntos en un extremo, los ojos, rojos como las brasas de un cigarro. En esta zona no pasan de los dos metros, pero más abajo, en Pastococha, alcanzan los cinco, seis y siete metros. El largo de nuestra canoa. Para llegar a Pastococha, por donde es imposible navegar de noche como ahora estamos haciendo, y por supuesto bañarse a cualquier hora del día, hacen falta un mínimo de catorce días. Los biólogos y los fotógrafos profesionales de naturaleza no pasan menos de veinticinco días dentro de la Reserva Natural Pacaya-Samiria. Nosotros vamos a estar ocho. Esteban, uno de los guías, atrapa un tronco flotante con las manos desnudas. Es un lagarto blanco de poco más de un año de edad. Lo llevamos al refugio, y Esteban insiste en que nos fotografiemos con él. Aunque no me agrada mucho marear a los animales, accedo. Por alguna insinuación que hace, me da la impresión de que a la menor señal de aceptación por nuestra parte, lo hubiera asado a la parrilla sin el menor embarazo. Puede que para ellos sea lo más natural, pero en Iquitos es posible probar la carne de caimán de vivero, y los turistas no venimos, no deberíamos venir, a las reservas a comernos a los animales protegidos.



Dormimos en refugios que apenas son un techo de hojas de palma sobre una plataforma elevada, en colchonetas extendidas en el suelo, dentro de la mosquitera. Comemos en cualquier rincón de la selva, pescado sancochado en agua del río, con plátano verde. Somos niños de siete años. Niños sorprendidos, asombrados, ignorantes y dependientes. Nuestros guías se suben a los árboles para coger fruta, pescan con sedal y con arpón, se abren paso con el machete, en tres minutos hacen una fogata para cocinar… y nosotros pedimos permiso para todo (¿puedo colgar la hamaca aquí?, ¿puedo bañarme acá?),  y todo nos suscita un “qué” o un “por qué”. Si vemos un animal o algo que nos sorprende nos limitamos a señalarlo como bebés con el dedo, y, refugiados en la canoa bajo un gran plástico, mientras el aguacero atrona, me contengo las ganas de preguntar si falta mucho para llegar. Al atardecer, en el refugio, soltamos el sedal con carnaza de pescado, y de inmediato comenzamos a sacar pirañas, una tras otra, exactamente en el mismo lugar donde nos acabamos de bañar. Miramos a nuestros guías boquiabiertos, y ellos ríen como si nos acabaran de gastar una broma. Es casi imposible que pase nada si no tenemos heridas con sangre (a partir de ese momento, decidimos bañarnos con las botas de caucho para no herirnos accidentalmente los pies), y además estas pirañas son pequeñas. Otra cosa sería en Pastococha. Por muchas experiencias que uno tenga, siempre hay algo que queda más allá.

Caminando por la selva nos enseñan de qué raíces podemos sacar agua para beber, y con cuál podemos hacer una infusión que retrase el efecto mortal de las picaduras de serpiente, hasta poder tener acceso a un antiofídico. Con la misma naturalidad nos cuentan que el antiofídico no hace efecto si lo administra una mujer embarazada o alguien que haya tenido relaciones sexuales la noche anterior, y que en la posta sanitaria o donde sea que se esté, debe haber absoluto silencio. Escuchar la conversación de alguien que tenga mal espíritu, aunque sea a lo lejos, puede llevar a la muerte a la persona que ha sido mordida. También nos muestran una planta que traspasa la “saladera” (el gafe, la mala suerte). Uno debe bañarse con su infusión en algún punto donde habitualmente pase gente pero a las doce de la noche, sin que nadie te vea. Al día siguiente, la saladera se trasladará al primero que pase por allí. Dentro de los ceibos (que acá llaman “lupunas”) vive el Chuyachaki: un hombrecillo que avisa dando golpes en la aleta (las enormes raíces triangulares del ceibo) cuando se avecina una tormenta. Entre las aletas del ceibo es posible, si el Chuyachaki no molesta, componer con hojas de palma un refugio para dormir a salvo del puma, aunque mejor elegir un ceibo más pequeño que éste.


La reserva natural Pacaya-Samiria, situada entre los ríos Marañón y Ucayali, y que apenas recibe 1500 visitantes por año, abarca una extensión de más de dos millones de hectáreas, y es el área protegida más grande de la Amazonía inundable, por lo que forma parte desde 1986 de la lista RAMSAR de Humedales de Importancia Internacional. En la periferia de la reserva, la llamada “zona de amortiguamiento”, habitan más de cincuenta mil personas en distintas comunidades indígenas y mestizas, siendo Lagunas la mayor de todas ellas, y otros 30.000 nativos siguen viviendo en distintos puntos del interior. Todos ellos subsisten del aprovechamiento sostenible de los recursos naturales de la reserva. En la reserva está permitida la pesca, incluso con fines comerciales, pero no así la tala de grandes árboles o la caza o captura de animales terrestres y aves. Gran parte de los pobladores de las zonas circundantes han sido capacitados para ejercer labores de guía turístico, como es el caso de los nuestros, y de guardaparques remunerados por el estado. Los colegios de la zona, desde hace unos años, se encargan de recoger los huevos de tortuga en la época de desove, incubarlos en cajones de arena y, en la fecha adecuada, liberar las crías en distintos puntos del parque para poder controlar su número (nosotros coincidimos una noche con 23 escolares de ambos sexos que acudían, con sus propias canoas, su profesor de Naturales y varios barreños llenos de tortuguitas, a proceder a su liberación. Para ellos era como una excursión de fin de curso). Recuerdo ahora que muchos de los habitantes de Sarayaku, la comunidad indígena ecuatoriana en la que habité en octubre de 2010, tenían purinas: pequeños refugios en lo más intrincado de la selva a donde les gustaba retirarse para cazar, pescar y “estar tranquilos”. Yo no entendía que les gustase mudarse de sus casas en la selva para ir a otro lugar en la misma selva. Ahora lo entiendo. Yo, que en la selva siempre he estado en lugares habitados o en sus alrededores, no había visto nunca nada como esto, y me sorprendo ahora pensando que hubo un tiempo en que toda la inmensa Amazonía fue así. En que toda la selva silbaba.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Lagunas



En el trayecto hacia Lagunas, en una apacible travesía de ocho horas, conozco a Alex y a Mateo, los únicos extranjeros, junto conmigo, que viajan a bordo de El romántico II. Alex es español, de Barcelona, tiene 38 años y administra con su socio un restaurante en Girona. Ambos han llegado al acuerdo de trabajar seis meses cada uno al año, y Alex dedica el resto de su tiempo a viajar. Este año ha tocado Sudamérica. Mateo tiene 27 años, es francés, técnico medioambiental, y lleva también varios meses viajando por acá. Mateo se defiende regular con el castellano, aunque le pone mucho empeño. Dice que lleva casi todo el tiempo entendiéndose en inglés. Le digo que, ahora que ha abandonado las rutas más turísticas de Argentina, Chile y el sur de Perú, su español mejorará. Los tres vamos a Lagunas por el mismo motivo. Visitar la reserva natural Pacaya-Samiria.

Cuando llegamos a Lagunas, ya de noche, un señor alto y espigado, de piel curtida y cabeza rapada, sube a recibirnos. Conoce los nombres de Alex y el mío, y rápidamente concluimos que los mototaxistas de Yurimaguas le han avisado a través del celular.

-Me llamo “Yeims”. “Yes Yeims”. Pero podéis llamarme (pronunciando a la española) “James”. Mi padre leía mucho y me puso un nombre muy raro.

Nos muestra su carnet de identidad, y literalmente, pone: “Nombre: Jesset Jame”. Me río por dentro cuando lo veo, y pienso que su nombre no resulta una buena carta de presentación para el trabajo que desempeña pero, no sé por qué, prefiero no explicarle quién fue Jesse James. James trabaja de “jalador” para Estypel, una de las agencias que organizan excursiones a la reserva. Nos acompaña a ver varios hoteles, todos muy básicos, y nos decidimos por uno que tiene un bonito patio con hamacas, un par de plataneras y mesas y sillas hechas con troncos de árboles. Nos propone acompañarnos a un restaurante y después a la agencia, nos damos cuenta que no se va a despegar de nosotros hasta que hayamos contratado el tour, y preferimos despedirnos de él. Mañana, tranquilamente, visitaremos las distintas agencias antes de tomar una decisión.

Al día siguiente James está en la puerta del hotel de nuevo. Le decimos francamente que queremos estudiar las distintas ofertas por nuestra cuenta, y él no pone la menor resistencia. Al mediodía, de todos modos, estamos en Estypel cerrando el trato, y negociando el precio según lo que nos había ofrecido la competencia. La agencia para la que trabaja James, propiedad de Manuel Rojas, es la más antigua de Lagunas y la que cuenta con guías más experimentados, entre ellos los propios hijos de Manuel. Hace muy poco tuvieron todos que trabajar duro, incluso el propio Manuel, que ya está retirado de los tours, para ingresar en la reserva con 100 estudiantes de una facultad de Biología de Lima, y ahora están celebrándolo con unas cuantas cajas de cerveza. En Lagunas son castellanohablantes pero, quizá por influencia del showi, la etnia de la que casi todos los habitantes de Lagunas proceden, su acento es cerradísimo y, cuando hablan entre ellos, es imposible entender nada. Tomamos un par de cervezas y cuando nos vamos a despedir, James se levanta de inmediato. “Eso, pues. Vamos a pasear”. James sigue sin querer despegarse de nosotros, aunque el trato ya está cerrado. Simplemente, es un tipo sociable.

Cuando volvimos de la reserva tuvimos que esperar tres días y dos noches a que pasara la lancha con dirección a Iquitos, desayunando chicharrones y café en el mercado y cenando pollo frito con plátano frito, que es lo único que ofrecen en el único restaurante de la ciudad. Alguna vez almorzamos en una casa particular que ofrecía comidas, pero había que llegar muy temprano porque la poca cantidad que cocinaban se acababa enseguida. La verdad es que es muy fácil hacerse con Lagunas, y con su ritmo de vida.











El censo de Lagunas alcanza los 4.000 habitantes, aunque viven muy extendidos, en chozas de madera y palma con pequeños jardines en los que se cultivan plátanos y mangos. En Lagunas hay dos calles asfaltadas, sobre las cuales cuando se camina hace el doble de calor que sobre las demás. El parque automovilístico consta de tres coches, el de la policía, el de la posta médica y el del municipio; un puñado de mototaxis y alguna motocicleta particular. En Lagunas sólo hay corriente eléctrica de seis a once de la noche y de cinco a siete de la mañana, que es la hora a la que el pueblo presenta una mayor actividad. El resto, un rumor de sombra en las hamacas. Un ver pasar el día en las esquinas de las mecedoras. Y un enjambre de niños que brotan como mosquitos al atardecer, y alegres zumban sobre las calles de tierra.