Recuerdo entrañablemente cómo en 2007, con los niños de la Casa-hogar de Tablada de Lurín, en Lima, monté una obrita de teatro de tema ecológico que encontré en internet, y que se titulaba “La selva silba”. Hasta ahora, que por fin he estado en una zona de selva completamente virgen, sin presencia humana, ni siquiera en forma de comunidades indígenas, no he comprendido la verdad de dicha afirmación. La selva silba, y grazna, y chasca, y retumba constantemente. Se apaga un poco en las horas de calor, y al atardecer revive con nuevos ritmos. No es ninguna algarabía. Es un compás hipnótico y subyugante, pleno de cadencia. Sonidos inclasificables, que podrían provenir de los más exóticos instrumentos musicales de viento y percusión, se agrupan en fugas, cambios de ritmo, réplicas y contrarréplicas, superposiciones, cambios de escala y de volumen. Un verdadero concierto de infinitas variantes que, si uno sucumbe a cerrar los ojos, te transporta y adormece. Mis guías conocen a cada animal que emite estos singulares sonidos, pero me resisto a preguntarles. Yo, que tengo tendencia a racionalizarlo todo, sólo puedo vivir esto como experiencia estética. Haría falta una vida entera para abarcarlo, para entenderlo. Lo prefiero así, inexplicable y enigmático.
Nos deslizamos suave y silenciosamente, con escasos golpes de remo, dejándonos arrastrar por la corriente. Las lianas de los árboles se nos enredan en la cara, y a menudo tenemos que agacharnos, o incluso tumbarnos en la canoa, para evitar los troncos de los árboles. Una sensación de inminencia flota en el aire. Buscamos animales. Cuando nuestros guías ven alguno (un oso perezoso, un mono blanco o babuino, una manada de monitos fraile, un pájaro carpintero o una pequeña anaconda de dos o tres metros) lo señalan en silencio con el dedo. Sólo al cabo de un rato logramos verlo, y entonces nos cuesta trabajo entender cómo no nos habíamos dado cuenta antes de que estaba allí. Otros animales son más fáciles de ver. Los lobos de río pasan en manadas a nuestro alrededor, nadando con medio cuerpo fuera del agua. Cuando nuestros guías los acosan las hembras adultas se revuelven en defensa de sus crías, y varias llegan a morder el remo, dejando profundas marcas en la madera. En las lagunas, los delfines rosados asoman sus lomos muy cerca nuestra para respirar, y constantemente las garzas blancas y negras y los martines pescadores alzan el vuelo a nuestro paso. Cuando, a la luz dorada del atardecer, tucanes y guacamayos vuelan sobre las copas de los árboles, no puedo evitar pensar en algún cuadro de Henry Rousseau. Y las multicolores mariposas son una lluvia de confeti.
Por la noche salimos a pescar con linterna y con arpón, y a ver cocodrilos. Pequeños troncos oscuros flotando en el río, con dos puntos en un extremo, los ojos, rojos como las brasas de un cigarro. En esta zona no pasan de los dos metros, pero más abajo, en Pastococha, alcanzan los cinco, seis y siete metros. El largo de nuestra canoa. Para llegar a Pastococha, por donde es imposible navegar de noche como ahora estamos haciendo, y por supuesto bañarse a cualquier hora del día, hacen falta un mínimo de catorce días. Los biólogos y los fotógrafos profesionales de naturaleza no pasan menos de veinticinco días dentro de la Reserva Natural Pacaya-Samiria. Nosotros vamos a estar ocho. Esteban, uno de los guías, atrapa un tronco flotante con las manos desnudas. Es un lagarto blanco de poco más de un año de edad. Lo llevamos al refugio, y Esteban insiste en que nos fotografiemos con él. Aunque no me agrada mucho marear a los animales, accedo. Por alguna insinuación que hace, me da la impresión de que a la menor señal de aceptación por nuestra parte, lo hubiera asado a la parrilla sin el menor embarazo. Puede que para ellos sea lo más natural, pero en Iquitos es posible probar la carne de caimán de vivero, y los turistas no venimos, no deberíamos venir, a las reservas a comernos a los animales protegidos.
Dormimos en refugios que apenas son un techo de hojas de palma sobre una plataforma elevada, en colchonetas extendidas en el suelo, dentro de la mosquitera. Comemos en cualquier rincón de la selva, pescado sancochado en agua del río, con plátano verde. Somos niños de siete años. Niños sorprendidos, asombrados, ignorantes y dependientes. Nuestros guías se suben a los árboles para coger fruta, pescan con sedal y con arpón, se abren paso con el machete, en tres minutos hacen una fogata para cocinar… y nosotros pedimos permiso para todo (¿puedo colgar la hamaca aquí?, ¿puedo bañarme acá?), y todo nos suscita un “qué” o un “por qué”. Si vemos un animal o algo que nos sorprende nos limitamos a señalarlo como bebés con el dedo, y, refugiados en la canoa bajo un gran plástico, mientras el aguacero atrona, me contengo las ganas de preguntar si falta mucho para llegar. Al atardecer, en el refugio, soltamos el sedal con carnaza de pescado, y de inmediato comenzamos a sacar pirañas, una tras otra, exactamente en el mismo lugar donde nos acabamos de bañar. Miramos a nuestros guías boquiabiertos, y ellos ríen como si nos acabaran de gastar una broma. Es casi imposible que pase nada si no tenemos heridas con sangre (a partir de ese momento, decidimos bañarnos con las botas de caucho para no herirnos accidentalmente los pies), y además estas pirañas son pequeñas. Otra cosa sería en Pastococha. Por muchas experiencias que uno tenga, siempre hay algo que queda más allá.
Caminando por la selva nos enseñan de qué raíces podemos sacar agua para beber, y con cuál podemos hacer una infusión que retrase el efecto mortal de las picaduras de serpiente, hasta poder tener acceso a un antiofídico. Con la misma naturalidad nos cuentan que el antiofídico no hace efecto si lo administra una mujer embarazada o alguien que haya tenido relaciones sexuales la noche anterior, y que en la posta sanitaria o donde sea que se esté, debe haber absoluto silencio. Escuchar la conversación de alguien que tenga mal espíritu, aunque sea a lo lejos, puede llevar a la muerte a la persona que ha sido mordida. También nos muestran una planta que traspasa la “saladera” (el gafe, la mala suerte). Uno debe bañarse con su infusión en algún punto donde habitualmente pase gente pero a las doce de la noche, sin que nadie te vea. Al día siguiente, la saladera se trasladará al primero que pase por allí. Dentro de los ceibos (que acá llaman “lupunas”) vive el Chuyachaki: un hombrecillo que avisa dando golpes en la aleta (las enormes raíces triangulares del ceibo) cuando se avecina una tormenta. Entre las aletas del ceibo es posible, si el Chuyachaki no molesta, componer con hojas de palma un refugio para dormir a salvo del puma, aunque mejor elegir un ceibo más pequeño que éste.
La reserva natural Pacaya-Samiria, situada entre los ríos Marañón y Ucayali, y que apenas recibe 1500 visitantes por año, abarca una extensión de más de dos millones de hectáreas, y es el área protegida más grande de la Amazonía inundable, por lo que forma parte desde 1986 de la lista RAMSAR de Humedales de Importancia Internacional. En la periferia de la reserva, la llamada “zona de amortiguamiento”, habitan más de cincuenta mil personas en distintas comunidades indígenas y mestizas, siendo Lagunas la mayor de todas ellas, y otros 30.000 nativos siguen viviendo en distintos puntos del interior. Todos ellos subsisten del aprovechamiento sostenible de los recursos naturales de la reserva. En la reserva está permitida la pesca, incluso con fines comerciales, pero no así la tala de grandes árboles o la caza o captura de animales terrestres y aves. Gran parte de los pobladores de las zonas circundantes han sido capacitados para ejercer labores de guía turístico, como es el caso de los nuestros, y de guardaparques remunerados por el estado. Los colegios de la zona, desde hace unos años, se encargan de recoger los huevos de tortuga en la época de desove, incubarlos en cajones de arena y, en la fecha adecuada, liberar las crías en distintos puntos del parque para poder controlar su número (nosotros coincidimos una noche con 23 escolares de ambos sexos que acudían, con sus propias canoas, su profesor de Naturales y varios barreños llenos de tortuguitas, a proceder a su liberación. Para ellos era como una excursión de fin de curso). Recuerdo ahora que muchos de los habitantes de Sarayaku, la comunidad indígena ecuatoriana en la que habité en octubre de 2010, tenían purinas: pequeños refugios en lo más intrincado de la selva a donde les gustaba retirarse para cazar, pescar y “estar tranquilos”. Yo no entendía que les gustase mudarse de sus casas en la selva para ir a otro lugar en la misma selva. Ahora lo entiendo. Yo, que en la selva siempre he estado en lugares habitados o en sus alrededores, no había visto nunca nada como esto, y me sorprendo ahora pensando que hubo un tiempo en que toda la inmensa Amazonía fue así. En que toda la selva silbaba.
"La selva silba" y entrando en el juego de palabras, leo como si bebiese, me dejo llevar por la corriente y me transporto río abajo. Esperaba un nuevo capítulo y ahora que lo has compartido, tengo que darte mi más sincera enhorabuena Eduardo. Al finalizar, me invade un sentimiento "es perfecto, me transmite". Un fuerte abrazo....
ResponderEliminarPues muchísimas gracias. Me alegra mucho lo que me dices. Un abrazo muy fuerte.
ResponderEliminarWow Eduardo! que gana de conocer la selva que tengo ahora! un abrazo
ResponderEliminarPues ànimo, Carlo!! Ya te mandè las indicaciones... te va a encantar.
ResponderEliminarMe doy cuenta, con tristeza, de los sonidos en extinción... quizá grabarlos serviría para algo? un abrazo, Edu. Genial el blog! -Yorch
ResponderEliminarGracias, Jorge. Yo también pensé en grabar los sonidos pero, claro, no tenía cómo.
ResponderEliminar