"En las ciudades no hacen monumentos a los amantes"
Este es el verso de Antonio Cillóniz que se puede, paradójicamente, leer al pie del “monumento a los amantes” del escultor Victor Delfín, y que probablemente fue el que lo inspiró. Se trata del Parque del Amor, inugurado el 14 de febrero (cómo no) de 1993 en el malecón del elegantísimo barrio de Miraflores, en Lima. Es un lugar encantador, rodeado de mosaicos en los que pueden leerse infinidad de versos de amor, muy originales por cierto y nada conocidos (“Te desvestiré/como quien pela una fruta”). Es una delicia sentarse a ver aquí atardecer.
Al aroma de maní acaramelado
He llegado a tus asientos ondulados
Como cuerpos acostados
¡Parque del Amor!
Apoyadas en Vallejos y Nerudas
En sus versos que son confesiones mudas
Las parejas ni se enteran
De la gente que pasea
Por El Parque del Amor
Mira versos, mira flores
Que hay que hacerse el distraído
Esperando que nos caiga una flecha de Cupido
Y enamorarse del lugar, de esa esquinita frente al mar.
El Parque del Amor.
(Olga Milla)
Rodeado de tanto verso amoroso volvió a venírseme a la mente el huayno quechua que pocos días antes había leído, traducido por el gran José María Arguedas, e incluido en uno de sus cuentos:
No quieras hija mía a hombres de paso,
a esos viajeros que llegan de pueblos extraños.
Cuando tu corazón esté lleno de ternura,
Cuando en tu pecho haya crecido el amor;
Esos hombres extraños darán media vuelta y te dejarán.
Más bien ama al árbol del camino,
a la piedra que estira su sombra sobre la tierra.
Cuando el sol arda sobre tu cabeza,
Cuando la lluvia bañe tu espalda;
El árbol te ha de dar su sombra dulce,
la piedra un lugar seco para tu cuerpo.
(José María Arguedas “Los escoleros” en Agua y otros cuentos. Literatura Peruana, Lima, 2005.)
Desde que los leí, esos versos de diamantina dureza me acompañaban sin descanso, y no sólo por lo que se desprende de su lectura evidente, sino por lo que, para mí, dicen de la mentalidad del mundo quechua. En la civilización occidental la vida siempre se ha relacionado con el movimiento, el cambio, la evolución. Por eso, desde Heráclito, la gran metáfora occidental de la vida es el río, y cualquier forma de agua estancada (“agua que no desemboca” para García Lorca) es la muerte.
Nuestras vidas son los ríos
Que van a dar en el mar
Que es el morir.
(Jorge Manrique)
Para la mentalidad quechua, sin embargo, la vida es inmutabilidad, perpetuidad, eterno presente. Y sus símbolos el árbol; la piedra; los cerros; la montaña; la laguna.
Es cosa triste ser río
Quién pudiera ser laguna ...
Oir el silbo del junco
Cuando lo besa la luna ...
Qué cosas más parecidas
Son tu destino y el mío:
Vivir cantando y penando
Por esos largos caminos.
Tú que puedes, vuélvete ...
Me dijo el río llorando.
Los cerros que tanto quieres,
-me dijo-
Allá te están esperando.
(Atahualpa Yupanqui)
Como me comentaba, días más tarde, Maritza Guadarmino en Puno, “Para nosotros el futuro está delante, y el pasado detrás. Para ellos, sin embargo, el futuro está detrás, y el pasado es su presente”. De este modo el viaje, la actividad más futurible de todas, que desde la antigua Grecia (Ulises, Jasón, Teseo…) ha gozado de un enorme prestigio en el mundo occidental, en la mentalidad andina se siente como una condena, y al viajero como un condenado.
Del cerro vengo bajando.
Camino y piedra.
Traigo enredada en el alma, viday
Una tristeza.
Me acusas de no quererte.
No digas eso.
Tal vez no comprendas nunca, viday
Por qué me alejo.
Por más que la dicha busco,
Vivo penando.
Y cuando debo quedarme, viday
Me voy andando.
A veces soy como el río,
Llego cantando,
Y sin que nadie lo sepa, viday
Me voy llorando.
Es mi destino,
Piedra y camino.
De un sueño lejano y bello, viday
Soy peregrino.
(Atahualpa Yupanqui)
Piedra y camino. No quieras hija mía a hombres de paso… Estas eran las cosas que me pasaban por la cabeza, Ana María (“Ya lo leerás", te dije) cuando me acompañaste a hacer fotos, aquel domingo, al Parque del amor. A ti va dedicado este artículo.