"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

lunes, 28 de febrero de 2011

Leyendo a Sabato en Arequipa


Son millones los que están resistiendo, vos mismo lo podés comprobar cuando ves a esos hombres y mujeres que se levantan a altas horas de la madrugada y salen a buscar un empleo, trabajando en lo que pueden para alimentar a sus hijos y mantener honradamente al hogar, por modesto que este sea. ¿Te detuviste a pensar cuántos en todo el país comparten esta hambre por la dignidad y la justicia?

Ernesto Sabato. Antes del fin. Buenos aires, Seix Barral, 2004.

martes, 22 de febrero de 2011

Nazca (Violeta y Vane)



Vine a Nazca para ver las líneas, pero me gustó más conocer a Violeta y a Vane.

Las Líneas de Nazca, como muchos sabréis, son unos inmensos dibujos que los miembros de la llamada cultura nazca se entretuvieron en trazar en el desierto, entre el siglo 200 a.c. y el 600 d.c. Sus dimensiones oscilan entre los 250 metros y los dos o tres kilómetros de largo, por lo cual sólo son discernibles desde el aire (de hecho, sólo se descubrió su existencia cuando los primeros vuelos militares y civiles comenzaron a recorrer la zona). Los dibujos más modernos son figuras geométricas simples, pero los más antiguos representan animales y figuras antropomorfas muy originales (la decoración de la excelente cerámica nazca tuvo una evolución similar). La función de estos geoglifos, únicos en el mundo, ha suscitado todo tipo de peregrinas teorías, pero hoy en día prevalecen como las más rigurosas dos de ellas: la clásica de Paul Kosoc y María Reiche, que creen que sirvieron como gigantesco calendario astronómico; y otra más reciente que afirma que tienen que ver con el culto al agua. Dado que los geoglifos se dibujaron a lo largo de más de 800 siglos, y lo distintos que son en su diseño, es posible que hayan servido para estas dos funciones, en distintas épocas.




Desde su descubrimiento, la líneas de Nazca han atraído a infinidad de curiosos, y en la actualidad el 40% de la pequeña población que les da nombre vive, directa o indirectamente, del turismo. El 2010 no ha sido un buen año para Nazca. Dos avionetas turísticas sufrieron trágicos accidentes, y otras tuvieron que realizar atrrizajes forzosos por problemas mecánicos. Incluso una fue secuestrada en vuelo, y trasladada a la selva para dedicarla al narcotráfico. Al final, el gobierno peruano mandó hacer una inspección y descubrió que la mayoría de las avionetas no reunían condiciones para volar. Muchas tenían más de cincuenta años, y llevaban mucho tiempo sin pasar revisiones. En la actualidad sólo tres compañías tienen permiso para ejercer, lo que ha disparado los precios, y las medidas de seguridad en el pequeño aeródromo de Nazca son similares a las de cualquier aeropuerto internacional. Me habían avisado de que sería caro volar y de que, aún así, era probable que no hubiera plazas. Violeta me lo resolvió. Ella me consiguió una plaza de bajo coste, y pude ver las líneas, aunque las fotos que he puesto arriba las he sacado de internet, porque con el corto objetivo de mi cámara no salían bien. Al día siguiente también contraté con ella una visita guiada al cementerio nazca (estas fotos sí son mías).







Violeta tiene diecisiete años, y es la responsable en exclusiva de un agencia turística, cuyo dueño vive en Lima. Es una chica seria, reconcentrada y contenida, que se maneja como si tuviera mucha más edad de la que tiene. No en vano trabaja desde los doce años, en puestos callejeros de comida y tiendas de ropa. Desde que terminó la secundaria hace ocho meses, trabaja a tiempo completo en esta agencia, pero su afán es matricularse en Turismo y poder estudiar idiomas para afianzarse en la profesión. Para ello tiene que hablar con su jefe y conseguir una reducción horaria, algo que ve difícil. La madre de Violeta es “jaladora” (así le llaman a las personas que esperan a los turistas en las estaciones de autobuses con folletos y ofertas para convencerlos de que acudan a una agencia o un hotel determinado, a cambio de una comisión) y Violeta alberga la esperanza de tener un futuro más cualificado. Cuando estuvimos en el aeródromo, un pequeño inconveniente hizo que estuvieramos más de tres cuartos de hora esperando un taxi para volver al pueblo. Violeta se puso claramente muy nerviosa, aunque durante la espera comenzó a charlar conmigo, y se fue tranquilizando. Luego me dijo que los turistas españoles se quejaban siempre mucho y eran muy exigentes, y que había tenido miedo de que yo protestara por la espera. Violeta, como he dicho, se maneja en su profesión como una mujer, pero es fácil darse cuenta de lo que en realidad es: una niña abrumada por responsabilidades de adulto, y por un futuro incierto.

Estamos en temporada baja, y Violeta no tenía mucho trabajo, ni en Nazca hay gran cosa que hacer. Así que pasé dos tardes muy agradables charlando con ella en su oficina. Con ella y con su amiga Vanessa, que se pasa por allí a visitarla. Vanessa, Vane, de dieciocho años, es una chica alegre y bromista, siempre con una sonrisa en los ojos. Trabaja por las mañanas en un locutorio telefónico, haciendo recargas y atendiendo las cabinas. Gana 240 soles, que evidentemente no le llegan para nada, y en un momento de la conversación se echa a llorar y confiesa que su padre le dice que si no puede aportar a la casa ya puede ir buscándose otro sitio para vivir. Dice que su padre es un borracho, un estorbo, pero que su mamá le da la razón en todo, y que tampoco ella la mira bien. Que nunca ha tenido un regalo de cumpleaños, que ninguno de los dos ha sido nunca cariñoso con ella. Que le gustaría irse a vivir con su hermana, pero que no puede hacerlo porque su hermana vive en medio del desierto, a una hora andando de la ciudad. En Nazca, al parecer, mucha gente vive en el desierto. Son, según la expresión de Vane, impregnada de un dramatismo adolescente, “los olvidados de Dios”.

Dije antes que el 40% de la población de Nazca vive del turismo. Por Vane, y por el guía que al día siguiente me acompañó al cementerio nazca, me entero de que el otro 60% vive de la agricultura o de la minería. Agricultura de subsistencia en el pequeño oasis que que crece en las orillas del río Nazca. Minería artesanal en las ancestrales minas de oro de los cerros cercanos. Estos buscadores de oro, que no sufren otra fiebre que la de la supervivencia, venden su material en bruto y al por menor a intermediarios de Nazca, que luego lo mandarán a Lima para su tratamiento y refinación. Agricultores y mineros viven allí, en medio del desierto, dedicados a las mismas labores que los remotos antepasados que trazaron las famosas líneas. Y en medio del desierto, al lado del antiguo cementerio nazca que yo visité, entierran a sus muertos.


Violeta le ofrece un pañuelo de papel a Vane, y la mira grave y largamente. Ella gana 700 soles, y se lleva mejor con sus papás, pero también sabe que si no aporta en la casa, pocas oportunidades le iban a dar. Vane no es demasiado guapa, ni parece demasiado inteligente; ni, me temo, tiene demasiada constancia (el año pasado comenzó a estudiar Turismo, pero lo dejó. Ahora quiere matricularse otra vez, pero también necesitaría una reducción de horario en su trabajo); pero tiene, Vane, la frescura de la juventud, y un inagotable optimismo. Vane tiene la piel dura. A los pocos minutos de su llantina ya está bailando músicas tradicionales que busca en You tube, riendo a carcajadas, y enseñándome los pasos. Violeta sonríe desde su butaca de directora de agencia. Ya de noche, Vane me acompañó al centro para mostrarme dónde había un ciber con lector de cd que yo necesitaba y, cuando me ofrecí a acompañarla a su casa, me dijo que mejor que no, que en su barrio había mucho borracho, y podía tener problemas a la vuelta. La creí.

Vane se queja de que siempre tiene hambre, y de que se le hacen eternas las horas en el locutorio, sin poder salir a comer. Al día siguiente fui a visitarla y le llevé una pequeña empanada de carne. Se puso muy contenta.

He hablado sin pudor de Violeta y de Vane porque es casi imposible que ni ellas ni nadie de su entorno lleguen nunca a leer esto. Por si acaso, de todos modos, he usado nombres ficticios y no publicaré sus fotos. Vane y Violeta son muy distintas, pero en las dos encontré la misma capacidad de resistencia, el mismo espíritu de lucha, la misma conciencia agonística de la vida que las hará, espero, sobreponerse ante las adversidades, y disfrutar plenamente de aquello de bueno que ellas se sepan forjar. Vane y Violeta. Mucha suerte a las dos.

sábado, 19 de febrero de 2011

Una buena noticia

Los que hayáis estado leyendo los artículos que en su día publiqué sobre mi estancia en Ecuador (sobre todo el titulado "Negra Amazonía") comprenderéis lo excelente que es para mí la noticia que podéis leer pinchando en el enlace. Excelente noticia para mí, pero sobre todo para muchas personas que conocí en ese país, y que se merecen llevarse esta alegría. Mi enhorabuena a todos ellos.

jueves, 10 de febrero de 2011

En el parque del amor (Reflexiones)

 "En las ciudades no hacen monumentos a los amantes"

Este es el verso de Antonio Cillóniz que se puede, paradójicamente, leer al pie del “monumento a los amantes” del escultor Victor Delfín, y que probablemente fue el que lo inspiró. Se trata del Parque del Amor, inugurado el 14 de febrero (cómo no) de 1993 en el malecón del elegantísimo barrio de Miraflores, en Lima. Es un lugar encantador, rodeado de mosaicos en los que pueden leerse infinidad de versos de amor, muy originales por cierto y nada conocidos (“Te desvestiré/como quien pela una fruta”). Es una delicia sentarse a ver aquí atardecer.

Al aroma de maní acaramelado

He llegado a tus asientos ondulados

Como cuerpos acostados

¡Parque del Amor!



Apoyadas en Vallejos y Nerudas

En sus versos que son confesiones mudas

Las parejas ni se enteran

De la gente que pasea

Por El Parque del Amor



Mira versos, mira flores

Que hay que hacerse el distraído

Esperando que nos caiga una flecha de Cupido

Y enamorarse del lugar, de esa esquinita frente al mar.

El Parque del Amor.

(Olga Milla)


Rodeado de tanto verso amoroso volvió a venírseme a la mente el huayno quechua que pocos días antes había leído, traducido por el gran José María Arguedas, e incluido en uno de sus cuentos:



No quieras hija mía a hombres de paso,

a esos viajeros que llegan de pueblos extraños.

Cuando tu corazón esté lleno de ternura,

Cuando en tu pecho haya crecido el amor;

Esos hombres extraños darán media vuelta y te dejarán.

Más bien ama al árbol del camino,

a la piedra que estira su sombra sobre la tierra.

Cuando el sol arda sobre tu cabeza,

Cuando la lluvia bañe tu espalda;

El árbol te ha de dar su sombra dulce,

la piedra un lugar seco para tu cuerpo.

(José María Arguedas “Los escoleros” en Agua y otros cuentos. Literatura Peruana, Lima, 2005.)


Desde que los leí, esos versos de diamantina dureza me acompañaban sin descanso, y no sólo por lo que se desprende de su lectura evidente, sino por lo que, para mí, dicen de la mentalidad del mundo quechua. En la civilización occidental la vida siempre se ha relacionado con el movimiento, el cambio, la evolución. Por eso, desde Heráclito, la gran metáfora occidental de la vida es el río, y cualquier forma de agua estancada (“agua que no desemboca” para García Lorca) es la muerte.


Nuestras vidas son los ríos

Que van a dar en el mar

Que es el morir.

(Jorge Manrique)


Para la mentalidad quechua, sin embargo, la vida es inmutabilidad, perpetuidad, eterno presente. Y sus símbolos el árbol; la piedra; los cerros; la montaña; la laguna.


Es cosa triste ser río

Quién pudiera ser laguna ...

Oir el silbo del junco

Cuando lo besa la luna ...


Qué cosas más parecidas

Son tu destino y el mío:

Vivir cantando y penando

Por esos largos caminos.


Tú que puedes, vuélvete ...

Me dijo el río llorando.

Los cerros que tanto quieres,

-me dijo-

Allá te están esperando.

(Atahualpa Yupanqui)


Como me comentaba, días más tarde, Maritza Guadarmino en Puno, “Para nosotros el futuro está delante, y el pasado detrás. Para ellos, sin embargo, el futuro está detrás, y el pasado es su presente”. De este modo el viaje, la actividad más futurible de todas, que desde la antigua Grecia (Ulises, Jasón, Teseo…) ha gozado de un enorme prestigio en el mundo occidental, en la mentalidad andina se siente como una condena, y al viajero como un condenado.


Del cerro vengo bajando.

Camino y piedra.

Traigo enredada en el alma, viday

Una tristeza.



Me acusas de no quererte.

No digas eso.

Tal vez no comprendas nunca, viday

Por qué me alejo.



Por más que la dicha busco,

Vivo penando.

Y cuando debo quedarme, viday

Me voy andando.



A veces soy como el río,

Llego cantando,

Y sin que nadie lo sepa, viday

Me voy llorando.



Es mi destino,

Piedra y camino.

De un sueño lejano y bello, viday

Soy peregrino.

(Atahualpa Yupanqui)


Piedra y camino. No quieras hija mía a hombres de paso… Estas eran las cosas que me pasaban por la cabeza, Ana María (“Ya lo leerás", te dije) cuando me acompañaste a hacer fotos, aquel domingo, al Parque del amor. A ti va dedicado este artículo.



lunes, 7 de febrero de 2011

Salimos en la tele (2)

Aquí está el enlace a la segunda parte del programa de Televisión Española "Acción directa", que trata del viaje solidario de ASPA en el que participé en agosto de 2010, y que fue coordinado por mi hermana Diana. Yo creo que ha quedado muy bien. Si queréis leer todos los artículos que he publicado sobre este viaje y los proyectos y contrapartes que ASPA mantiene en Ecuador, así como la primera parte del programa, podéis hacerlo pinchando en la etiqueta ASPA, abajo del todo.

domingo, 6 de febrero de 2011

Resumen y agradecimientos

Llegamos aún de día a Pucallpa, y pude pasar la Nochebuena con toda la familia de mi amiga Amparo Sangama, en concreto en casa de su hermana Celina y su cuñado Pepe, que me ofrecieron durante unos días su hospitalidad. Pepe tiene una pequeña empresa de comercio de madera a través de los ríos de la cuenca amazónica peruana, y durante las comidas me contó unas preciosas anécdotas sobre sus experiencias con los indígenas shipibos,  y sobre cómo había crecido Pucallpa desde que inauguraron la carretera que la conecta con Lima. Mi agradecimiento a él, a Amparo y a toda la familia Sangama por su amabilísima acogida.
En Lima pasé una divertida noche de año nuevo con la familia de Sonia Farfán, y durante una semana me alojé en casa de su cuñado Carlos, que me ayudó muchísimo a desplazarme por la caótica capital de Perú (aunque determinadas reformas han logrado que el tráfico esté mucho más organizado que cuando estuve en 2007), y a resolver algunas gestiones que tenía que hacer allí. Mi agradecimiento también a todos ellos.
Inasequible al desaliento, en Lima me compré un mini-portátil de 10 pulgadas, desde el que he escrito los artículos que he venido publicando, y en el que estoy escribiendo en este momento (ya he comprobado que en los cibers me resulta muy difícil redactar), y una cámara compacta que cabe en un bolsillo, una Samsung EX1, pero que tiene un excelente objetivo Scheneider Kreuznach muy luminoso (f 1.8) y con la que se puede trabajar en manual. Es sobre todo apta para fotografía panorámica y callejera (tiene una pantalla abatible que permite sacar fotos de una manera muy discreta) pero en el lago Titicaca ya le había cogido el tranquillo y he hecho un par de retratos que me satisfacen, y que publicaré en su momento. En todo caso, me temo que mi carrera como fotógrafo tendrá que esperar a mi vuelta a España para seguir desarrollándose. A cambio estoy viajando muy ligero de equipaje y con bastante más tranquilidad.
De Lima hasta Chile, donde me encuentro ahora, he venido haciendo un placentero turismo convencional, visitando las maravillas que todavía no conocía de ese magnífico país que es Perú. Publicaré a partir de ahora una serie de postales  de los sitios que he conocido, esperando ponerme pronto al día y sincronizar mi viaje con la redacción de este blog (avisaré cuando ello se produzca).

miércoles, 2 de febrero de 2011

Remontando el Ucayali

A pesar de las negras expectativas que tenía cuando escribí sobre un cuaderno el texto anterior, el viaje por el Ucayali hasta Pucallpa resultó muy apacible y, junto al que efectué hasta el desierto a través del valle del Draa, en Marruecos (¿te acuerdas, Carmen?), ha sido también el de mayor belleza plástica que yo haya realizado. Esta ruta está mucho más transitada, hay barcos todos los días, por lo que no había lugar a las apreturas que sufrimos en el “San Martín”, y apenas viajaba ganado a bordo. Aunque durante el día sí hacía mucho calor, por la noche se podía dormir en el camarote bastante bien, y sólo vi una cucaracha en los cinco días de travesía. Los que disponíamos de camarote no teníamos que hacer cola: el camarero nos traía la comida en un plato. Incluso los vecinos de hamaca se portaron y no pusieron demasiado reaggeton, y sí abundante bachata, que acompañaba dulcemente las espléndidas vistas.

El río Ucayali en este tramo es bastante estrecho y, al parecer, muy profundo. Se revuelve en infinidad de curvas, por lo que casi siempre navegábamos rozando una de las orillas. Las aves se asustaban y echaban a volar de las copas de los árboles a nuestro paso. A menudo, también, las veíamos hundirse en el agua del río, e inmediatamente volver a salir con algún pececillo colgando de su pico.

Es zona de abundante pesca. A menudo parábamos en preciosas aldeas de casas de madera y techos de paja, rodeadas de plátanos y palmeras. En los improvisados muelles tienen preparadas las cajas donde el pescado (bagre, bocachica, tilapia…) se conserva entre bloques de hielo, recubiertos de cáscaras de semillas que por lo visto impiden que se descongele. Las muchachas contemplan, meciendo a sus hermanos pequeños, cómo los hombres suben las cajas al barco, y las mujeres se pasean por cubierta, vendiendo cocos repletos de un agua dulcísima, pescado ahumado, y unas huevas de pescado aliñadas y envueltas en hojas de palma que es de las cosas más deliciosas que yo he probado en mi vida. Los niños se arrojan al agua a recoger algunas botellas de plástico que los pasajeros han tirado, sin duda para poder venderlas después. Cuando nos damos cuenta, todos comenzamos a arrojarles botellas para que las recojan. Se produce una festiva competición entre ellos por ver quién llega, nadando, antes a cada botella. Una competición por puro placer, porque todas van a terminar a la misma canoa, que otro muchacho conduce a remo. Yo echo mucho de menos mi cámara.

Mi vecino de hamaca, un joven policía nacional que se conoce todos los ríos de la frontera al dedillo, y que viaja a Contamaná a reunirse con su esposa por navidad, comprende mi arrobamiento estético y me explica lo que yo ya sospecho. Esa estampa tan idílica es engañosa. La vida es muy dura en esas pequeñas aldeas. Sin luz, sin agua corriente, sin médico, sin colegio. Sin ningún contacto con el exterior. Sólo unas cuantas casas de madera y techos de paja, rodeadas de plátanos y palmeras. El río al frente y la selva al fondo. De hecho, muchos vienen sólo dos, tres semanas, un mes, para pescar. Luego vuelven a sus verdaderos hogares, en pueblecitos también bastante aislados, pero en los que al menos disponen de servicios mínimos, y de varias horas de electricidad al día, como Requena o Contamaná. Un puñado de familias, sin embargo, vive aquí siempre.

El policía me indica las zonas del agua donde hay bancos de pescado. Se detecta, al parecer, fácilmente por el movimiento de la superficie. Yo soy incapaz de ver nada.

La gente es tranquila y no demasiado habladora, pero sí muy cortés, y siempre hay algún momento para presentarse y que te cuenten, más o menos, su vida. Muchos son comerciantes. Comerciantes informales. Un chica de veinticinco años, que ya parece una señora, lleva siete recorriendo en barcos de carga el Napo, el Amazonas y el Ucayali, comerciando en las comunidades con cacharros de cocina y otros artículos de primera necesidad que compra en Iquitos. Es la primera vez en siete años que puede regresar a casa de sus padres por navidad. Otro comercia con ropa, pero en esta ocasión va, por desgracia, ligero de carga: en Lima, a punta de cuchillo, le robaron toda la mercadería antes de coger el autobús.

Los últimos días, el mayor tema de conversación era si llegaríamos a tiempo a Pucallpa. Llegamos el 24 de diciembre pero, si cae la noche, todos están de acuerdo en que hay que quedarse a pasar la nochebuena a bordo. El muelle queda a tres kilómetros de la ciudad, y es prácticamente imposible sortear de noche esa distancia, ni siquiera en mototaxi, sin que te asalten.

Siempre hay niños jugando entre las hamacas, gente jugando a las cartas, siempre hay una mujer dando el pecho a su bebé, siempre hay una niña de siete u ocho años a su lado, que la obedece y la ayuda en todo. Una muchacha ha encontrado el modo de amortizar su viaje, dedicando las largas horas de travesía a hacer la manicura y la pedicura a las pasajeras que se lo requieran. Debió correrse la voz, y no hubo un momento que no la viera trabajar.

Por las tardes subo al techo de la nave, a contemplar el anochecer. Los niños juegan a hacer equilibrios sobre las tuberías, recortados sobre un fondo de elemental belleza. La selva dorada, el agua verde, y el cielo rojizo y cambiante. Hasta el humo de la chimenea y el ruido del motor acompasan este momento de intensa placidez. Tengo que comprarme una cámara.

Muelle de Iquitos

Barro, basuras, madera. Tablas de madera en el suelo para que el barro no llegue a los tobillos. Montones de basura por todos los rincones. Inmensas pilas de troncos de árbol, movidos por grúas. Destartalados comedores en casuchas de madera, con barbacoas que despiden una fétida humareda. Hostales infectos, todos con dos carteles en la puerta: uno que dice “Atención las 24 horas” y otro alertando de las penas en vigor existentes contra el abuso sexual infantil. Gente por todas partes: mujeres vendiendo hamacas, soga, botellas de agua, de coca-cola, de inka-cola, juanes, papel higiénico… desocupados que intentan ganarse unos soles cargando el equipaje de algún pasajero, buscavidas, descuideros, empresarios, marineros, vagabundos, pescadores, familias rodeadas de niños y de bultos, y cargadores. Decenas de cargadores llenando y vaciando a puro lomo y espalda decenas de barcos viejos y medio oxidados. Mis compañeros han volado a Lima y yo estoy solo de nuevo, en el muelle de Iquitos.

Subo al “Henry V”, que me va a llevar a Pucallpa a través del río Ucayali, y me tumbo en mi hamaca. Me he bebido dos cervezas en un tugurio, pero no logro estar de buen humor. Quedan cuatro o cinco horas para que parta el barco, y la cubierta está ya atestada. Estoy cansado. Cansado del hacinamiento, del olor, del ruido (en este barco no hay gallos, pero prefiero escuchar su canto al reggaeton que tienen puesto, a todo volumen, mis vecinos). Niños y adultos beben en vasos de plástico de enormes botellas de coca-cola de 3,3 litros. La coca-cola aquí, como en los propios Estados Unidos, es bastante más barata que el agua. Vasos y botellas terminarán, sin duda, flotando en el río.

Las vendedoras sortean las hamacas voceando su mercancía. La gente ha dispuesto sus cajas y equipajes más grandes debajo de sus hamacas, bien amarradas a los postes metálicos, y permanecen abrazados a sus efectos personales de más valor. Dormirán todas las noches abrazados a sus bolsos y sus cajas, para que no se los roben. En este barco hay camarotes, y yo me he gastado el dinero en tener uno solamente para poder guardar mis cosas, porque sospecho que las cucarachas y el calor me impedirán dormir en él. Aunque ya no tenga portátil ni cámara, demasiado sé que hasta las chanclas de plástico que dejo a los pies de mi hamaca me pueden faltar al día siguiente (en la travesía por el río Napo, a pesar de que nos cedieron una pequeña cabina para guardar las mochilas, desaparecieron los zapatos de Alex y la linterna de René. Una linterna que puede costar veinte o treinta soles. Unos zapatos talla 45 que ningún peruano se podrá poner. Todos los que viajaban en ese barco habían pagado cien soles por su pasaje, y ninguno se privaba de cerveza, tabaco, pasteles o coca-cola según los gustos. No son menesterosos. Empiezo a pensar que lo que hay en estos países es una enfermedad moral que abarca desde las clases más bajas a las más altas, si no son estas últimas las que la contagian).

Me bajo de la hamaca, y dos muchachas ríen azoradas porque piensan que me dirijo hacia ellas. Estoy cansado, también, de ser el centro de atención. Salgo a la popa y me asomo a la borda. El agua a mi alrededor está negra de petróleo, y presenta grandes manchas brillantes que seguramente son de aceite. Por todos lados flotan bolsas, botellas y hasta una silla rota de plástico. Levanto la vista del agua. Miro al frente y me encuentro, a lo lejos, con la línea de selva. Entonces recuerdo dónde estoy. Estoy donde Orellana. Donde Ursúa. Donde Pedro de Texeira. En esto ha quedado, el río Amazonas.