Esa misma noche, de vuelta en mi hostel, dedico un tiempo a consultar internet. Descubro que el principio activo del preparado de ayahuasca es la dimetiltriptamina, comúnmente conocida como DMT; y que es la misma sustancia que libera de forma natural nuestro cerebro para provocar visiones oníricas mientras dormimos. El DMT es la sustancia de que están hechos los sueños. Por ese motivo, consumir ayahuasca, inundar nuestro cerebro de DMT en la vigilia, sería exactamente lo mismo que soñar despierto.
Imagino lo feliz que hubiera sido Freud si en su época alguien le hubiera dado a conocer la existencia de la ayahuasca. Lo rica que hubiera sido la terapia con un paciente que pudiera contarle punto por punto, y en tiempo real, sus sueños, y al que él mismo hubiera podido guiar por los vericuetos de lo onírico. Por eso no me extraña leer que hace algún tiempo que la ayahuasca se está usando, en Perú, en Brasil y en otros países, con éxito en procesos terapéuticos psicológicos y psiquiátricos, y que ha demostrado su eficacia para curar o aliviar las depresiones, la ansiedad, la esquizofrenia y todo tipo de fobias. Al fin y al cabo son la mismas dolencias que los curacas indígenas, bajo los nombres de “el susto” o “el miedo” han tratado con ayahuasca desde hace siglos.
De forma particular, la ayahuasca ha demostrado ser muy efectiva en el tratamiento de las adicciones. En Tarapoto hay un centro de rehabilitación de drogodependientes con un alto porcentaje de éxito, Takiwasi (pinchar aquí), basado en el consumo de ayahuasca y que me propongo, si tengo oportunidad de volver a esa ciudad, visitar. Tras todo lo leído, no me extraña que en todas las páginas se diga que el uso continuado y responsable de la ayahuasca produzca fuertes cambios para bien en la personalidad; estabilidad emocional y un alto grado de autoconocimiento. También comprendo que se le atribuyan a sus efectos todo tipo de explicaciones místicas (también los místicos, según concluyen ahora muchos psicólogos, disfrutaban probablemente en sus éxtasis de una alta concentración en su cerebro de DMT). Leo que en 2008 el gobierno de Perú declaró a la ayahuasca Patrimonio Cultural de la Nación. Leo que en Brasil su consumo ritual está legalizado sin límite de edad, y que proliferan las asociaciones religiosas o espirituales que se reúnen con este fin, siendo la del Santo Daime la más popular de todas ellas. Leo que en la ayahuasca no se ha encontrado ninguna toxicidad, posibilidad de adicción, ni, al contrario que en los alucinógenos sintéticos como el LSD, ningún riesgo de padecer lesiones neuronales o despertar brotes psicóticos. Estoy decidido.
A la mañana siguiente llamo a Román y me cita de nuevo en su chacra. Le propongo que me brinde una sesión personalizada, y ofrezco gratificarle con 100 soles. Él, como siempre tumbado en su hamaca, accede con un gesto que da a entender que cualquier cantidad le hubiera parecido bien. Me dice que se exagera mucho con la necesidad de hacer dieta, y que basta con que no consuma alcohol 24 o 36 horas antes de la ingesta, y con que el día de la sesión haga un desayuno y un almuerzo ligero y sin grasas. Que lo verdaderamente importante es que dedique estos días a prepararme mentalmente, a pensar sobre mí y sobre mi vida: “¿tú para qué quieres probar la ayahuasca? ¿Qué quieres conseguir? Piénsalo”. Luego hablamos de Manuel. Román lo conoce desde niño, y piensa que es un buen muchacho, pero que su adicción a las drogas lo está echando a perder. Me aconseja, no hace falta que lo hiciera, que no me fie por completo de él. Manuel ya me había dicho que hace años que no prueba la ayahuasca, porque el abuso de la cocaína y de la pasta base hace que tenga viajes angustiosos, y sobre los que no quiere reflexionar. “Si él quisiera yo lo curaba en dos semanas, y más de una vez se lo he dicho, pero él no quiere dejar las drogas. Bien sabe que se está matando”. Quizá no en dos semanas pero, después de todo lo que he leído, tiendo a pensar que no es vana la seguridad de Román.
Sobre las cuatro de la tarde volvemos a Cabo López y buscamos un mototaxi. Román vive con su familia en un extremo de Belén Alto, en una calle de tierra flanqueada de casas de ladrillo de una sola planta, con puertas y ventanas abiertas al calor. Los niños juegan libremente en la calle sorteando el paso de los motocarros. Sus padres y sus abuelos beben cerveza o jugo sentados en las aceras. Está atardeciendo. En la casa vecina a la de Román se está celebrando un cumpleaños infantil, y la música y la algarabía inundan todo el lugar. A nadie parece molestarle.
En la casa de Román hay pocos muebles, menos adornos y ningún libro. Él vive allí con su actual mujer; su hijita de nueve años, que está en la fiesta de la casa de al lado; otra de catorce, y con dos sobrinos que han venido de Pantoja (pinchar aquí) para estudiar o, en todo caso, labrarse un futuro en la capital. Al chico, de 20 años, Román lo está formando para que sea maestro curandero, como él. La chica, que tendrá unos 15, está estudiando secundaria. Es la única que está allí, mirando vídeos musicales en la tele con actitud indolente, sus dos piernas desnudas colgando por encima de uno de los brazos de la mecedora. Román me la presenta desde lejos y ella me hace un vago gesto de saludo con la mano. Más tarde Román me contará que están un poco preocupados con ella, que no le gusta estudiar, y que alguna que otra noche se ha escapado para irse de fiesta.
En el interior de la casa Román ha ido construyendo poco a poco diversas habitaciones, que lucen con los ladrillos aún a la vista. En un rincón ha dejado un hueco, una especie de salita interior, en la que ha colocado un pequeño altar con una imagen de la Virgen, varias estampas religiosas, hojas de coca y algunos abalorios. Es allí donde, lunes y jueves, pasa consulta a su clientela local. Román trata todo tipo de dolencias físicas y espirituales, pero su especialidad es unir parejas. Puede hacerlo también a distancia, con tal de que se le proporcione una foto de la persona a la que se quiere enamorar, y la dirección de su casa. Varias de esas fotos adornan también el altar. De un cajoncito saca una de sus tarjetas y me la da. Sonrío para mis adentros al leerla. Si la hubiera visto antes de conocerlo, probablemente yo no estaría allí con Román.
Debido a su profesión, Román toma ayahuasca dos, tres y hasta, cuando su amigo francés lo llama para que participe en sesiones con los turistas, cuatro veces a la semana. El único inconveniente que le ve es que tiene que acostarse tarde, a veces le cuesta conciliar el sueño, y al día siguiente se siente un poco cansado. “Pero qué le vamos a hacer, es nuestro trabajo, y es mejor trabajo que muchos otros”. Salimos al patio trasero y me presenta a su mujer.
Kelly es la tercera mujer de Román, y tiene más de veinte años menos que él. Con sólo dos hijos y una vida no demasiado sacrificada, resplandece aún en ella la espléndida belleza mestiza amazónica. Piel canela, facciones dulces, boca generosa, piernas firmes y graciosamente torneadas, ojos y cabello de carbón. Viéndola lavar en cuclillas y descalza, golpeando la ropa contra la tabla, con un short ajustado y su camiseta empapada, no puedo dejar de admirarme de lo cómodamente que habita Kelly en su cuerpo. Kelly no habla mucho, casi nada, pero me dirige sin descanso una luminosa sonrisa, y yo de nuevo disfruto de esa sensual combinación de fortaleza, primitivismo y femineidad que hace tan atractivas a las mujeres de la selva.
Román se ha ausentado por algún motivo, y yo estoy sentado en una silla rodeado de gallinas y con un lorito en la mano al que le han cortado las alas, la mascota de la casa. Hago bromas sobre el animalito, que se empeña en picotearme los dedos, y Kelly tiende la ropa sin dejar de dirigirme miradas y sonrisas tan hospitalarias que se dirían capaces de acariciar. Es una de esas personas a las que da gusto hacerlas sonreír.
Viendo a Kelly, y la felicidad que irradia Román cuando está a su lado, me sorprendo envidiando estas uniones amorosas, basadas en una estricta división de funciones y una vida de expectativas claras. Aquí no hace falta comunión ideológica ni intelectual. No hay incompatibilidad de intereses, proyectos vitales o caracteres. Sólo trabajo, labores cotidianas, respeto mutuo, afecto y amor. O, más exactamente, todo lo anterior sea el amor. Ante la juventud de Kelly, recuerdo también la poligamia de los incas, que suponía más bien un seguro para que las mujeres mayores no se vieran abandonadas ante la llegada de una joven. Y también, podía haberlo comprendido antes, entiendo la predilección que muchas jóvenes sienten (o al menos la falta de importancia que dan) hacia diferencias de edad (20, 25 años) que en Europa parecerían desmesuradas. Si una muchacha casi adolescente conquista a un hombre de cuarenta años o más, es muy difícil que éste la vaya ya a abandonar.
Kelly prepara la cena en la cocina de leña que tienen en el patio mientras Román y yo, en la sala, intentamos conversar entre el estruendo de la calle y el de los vídeos musicales que está viendo la sobrina. “¿Ves lo distinto que es esto, la bulla que hay?" me dice Román sin alterarse, "por eso yo prefiero la tranquilidad de la chacra”. La chiquita de nueve años se asoma a la ventana y Román le dice que entre a presentarse. Es muy cariñoso con ella, la sienta en sus rodillas y la escucha sonriente. No hay problema, puede quedarse en el cumpleaños un rato más.
Cenamos Kelly, Román y yo. Arroz con huevo frito, kétchup, plátano frito y algo de ensalada. Lo celebro como si fuera una comida más elaborada, y Kelly me vuelve a obsequiar con su sonrisa. El peso de la conversación lo lleva Román. Hablamos de la comida, el clima, el paisaje… de las diferencias entre España y Perú.
Al despedirnos, con un abrazo, tengo que volver a recordarle a Román el objeto de mi visita. Quedamos para dentro de dos días en su casa. Luego iremos a la chacra con todo y la ayahuasca, y pasaremos allí la noche. Me voy caminando durante una hora, ya oscurecido, con cuidado de no pasar por Belén Bajo o por la zona del mercado, a través de calles de tierra salpicadas de charcos y de piedras. Niños y adultos jugando. Balones de fútbol y de voleibol. Motocarros. Grupos bebiendo cerveza en las esquinas. Tiendas de abarrotes y pollerías, mujeres conversando. Perros callejeros. Música, ruido, humedad y calor y, por todos lados, una desordenada sensación de vida en plenitud.