"La diferencia entre un turista y un viajero reside en que cuando un turista llega a un sitio sabe exactamente el día que partirá. El viajero, sin embargo, cuando llega a un lugar, no puede saber si acaso se quedará allí el resto de su vida" Paul Bowles.

domingo, 18 de marzo de 2012

La ayahuasca, soñar despierto. 2- Kelly.


Esa misma noche, de vuelta en mi hostel, dedico un tiempo a consultar internet. Descubro que el principio activo del preparado de ayahuasca es la dimetiltriptamina, comúnmente conocida como DMT; y que es la misma sustancia que libera de forma natural nuestro cerebro para provocar visiones oníricas mientras dormimos. El DMT es la sustancia de que están hechos los sueños. Por ese motivo, consumir ayahuasca, inundar nuestro cerebro de DMT en la vigilia, sería exactamente lo mismo que soñar despierto.

Imagino lo feliz que hubiera sido Freud si en su época alguien le hubiera dado a conocer la existencia de la ayahuasca. Lo rica que hubiera sido la terapia con un paciente que pudiera contarle punto por punto, y en tiempo real, sus sueños, y al que él mismo hubiera podido guiar por los vericuetos de lo onírico. Por eso no me extraña leer que hace algún tiempo que la ayahuasca se está usando, en Perú, en Brasil y en otros países, con éxito en procesos terapéuticos psicológicos y psiquiátricos, y que ha demostrado su eficacia para curar o aliviar las depresiones, la ansiedad, la esquizofrenia y todo tipo de fobias. Al fin y al cabo son la mismas dolencias que los curacas indígenas, bajo los nombres de “el susto” o “el miedo” han tratado con ayahuasca desde hace siglos.

De forma particular, la ayahuasca ha demostrado ser muy efectiva en el tratamiento de las adicciones. En Tarapoto hay un centro de rehabilitación de drogodependientes con un alto porcentaje de éxito, Takiwasi (pinchar aquí), basado en el consumo de ayahuasca y que me propongo, si tengo oportunidad de volver a esa ciudad, visitar. Tras todo lo leído, no me extraña que en todas las páginas se diga que el uso continuado y responsable de la ayahuasca produzca fuertes cambios para bien en la personalidad; estabilidad emocional y un alto grado de autoconocimiento. También comprendo que se le atribuyan a sus efectos todo tipo de explicaciones místicas (también los místicos, según concluyen ahora muchos psicólogos, disfrutaban probablemente en sus éxtasis de una alta concentración en su cerebro de DMT). Leo que en 2008 el gobierno de Perú declaró a la ayahuasca Patrimonio Cultural de la Nación. Leo que en Brasil su consumo ritual está legalizado sin límite de edad, y que proliferan las asociaciones religiosas o espirituales que se reúnen con este fin, siendo la del Santo Daime la más popular de todas ellas. Leo que en la ayahuasca no se ha encontrado ninguna toxicidad, posibilidad de adicción, ni, al contrario que en los alucinógenos sintéticos como el LSD, ningún riesgo de padecer lesiones neuronales o despertar brotes psicóticos. Estoy decidido.

A la mañana siguiente llamo a Román y me cita de nuevo en su chacra. Le propongo que me brinde una sesión personalizada, y ofrezco gratificarle con 100 soles. Él, como siempre tumbado en su hamaca, accede con un gesto que da a entender que cualquier cantidad le hubiera parecido bien. Me dice que se exagera mucho con la necesidad de hacer dieta, y que basta con que no consuma alcohol 24 o 36 horas antes de la ingesta, y con que el día de la sesión haga un desayuno y un almuerzo ligero y sin grasas. Que lo verdaderamente importante es que dedique estos días a prepararme mentalmente, a pensar sobre mí y sobre mi vida: “¿tú para qué quieres probar la ayahuasca? ¿Qué quieres conseguir? Piénsalo”. Luego hablamos de Manuel. Román lo conoce desde niño, y piensa que es un buen muchacho, pero que su adicción a las drogas lo está echando a perder. Me aconseja, no hace falta que lo hiciera, que no me fie por completo de él. Manuel ya me había dicho que hace años que no prueba la ayahuasca, porque el abuso de la cocaína y de la pasta base hace que tenga viajes angustiosos, y sobre los que no quiere reflexionar. “Si él quisiera yo lo curaba en dos semanas, y más de una vez se lo he dicho, pero él no quiere dejar las drogas. Bien sabe que se está matando”. Quizá no en dos semanas pero, después de todo lo que he leído, tiendo a pensar que no es vana la seguridad de Román.

Sobre las cuatro de la tarde volvemos a Cabo López y buscamos un mototaxi. Román vive con su familia en un extremo de Belén Alto, en una calle de tierra flanqueada de casas de ladrillo de una sola planta, con puertas y ventanas abiertas al calor. Los niños juegan libremente en la calle sorteando el paso de los motocarros. Sus padres y sus abuelos beben cerveza o jugo sentados en las aceras. Está atardeciendo. En la casa vecina a la de Román se está celebrando un cumpleaños infantil, y la música y la algarabía inundan todo el lugar. A nadie parece molestarle.

En la casa de Román hay pocos muebles, menos adornos y ningún libro. Él vive allí con su actual mujer; su hijita de nueve años, que está en la fiesta de la casa de al lado; otra de catorce, y con dos sobrinos que han venido de Pantoja (pinchar aquí) para estudiar o, en todo caso, labrarse un futuro en la capital. Al chico, de 20 años, Román lo está formando para que sea maestro curandero, como él. La chica, que tendrá unos 15, está estudiando secundaria. Es la única que está allí, mirando vídeos musicales en la tele con actitud indolente, sus dos piernas desnudas colgando por encima de uno de los brazos de la mecedora. Román me la presenta desde lejos y ella me hace un vago gesto de saludo con la mano. Más tarde Román me contará que están un poco preocupados con ella, que no le gusta estudiar, y que alguna que otra noche se ha escapado para irse de fiesta.

En el interior de la casa Román ha ido construyendo poco a poco diversas habitaciones, que lucen con los ladrillos aún a la vista. En un rincón ha dejado un hueco, una especie de salita interior, en la que ha colocado un pequeño altar con una imagen de la Virgen, varias estampas religiosas, hojas de coca y algunos abalorios. Es allí donde, lunes y jueves, pasa consulta a su clientela local. Román trata todo tipo de dolencias físicas y espirituales, pero su especialidad es unir parejas. Puede hacerlo también a distancia, con tal de que se le proporcione una foto de la persona a la que se quiere enamorar, y la dirección de su casa. Varias de esas fotos adornan también el altar. De un cajoncito saca una de sus tarjetas y me la da. Sonrío para mis adentros al leerla. Si la hubiera visto antes de conocerlo, probablemente yo no estaría allí con Román.



Debido a su profesión, Román toma ayahuasca dos, tres y hasta, cuando su amigo francés lo llama para que participe en sesiones con los turistas, cuatro veces a la semana. El único inconveniente que le ve es que tiene que acostarse tarde, a veces le cuesta conciliar el sueño, y al día siguiente se siente un poco cansado. “Pero qué le vamos a hacer, es nuestro trabajo, y es mejor trabajo que muchos otros”. Salimos al patio trasero y me presenta a su mujer.

Kelly es la tercera mujer de Román, y tiene más de veinte años menos que él. Con sólo dos hijos y una vida no demasiado sacrificada, resplandece aún en ella la espléndida belleza mestiza amazónica. Piel canela, facciones dulces, boca generosa, piernas firmes y graciosamente torneadas, ojos y cabello de carbón. Viéndola lavar en cuclillas y descalza, golpeando la ropa contra la tabla, con un short ajustado y su camiseta empapada, no puedo dejar de admirarme de lo cómodamente que habita Kelly en su cuerpo. Kelly no habla mucho, casi nada, pero me dirige sin descanso una luminosa sonrisa, y yo de nuevo disfruto de esa sensual combinación de fortaleza, primitivismo y femineidad que hace tan atractivas a las mujeres de la selva.

Román se ha ausentado por algún motivo, y yo estoy sentado en una silla rodeado de gallinas y con un lorito en la mano al que le han cortado las alas, la mascota de la casa. Hago bromas sobre el animalito, que se empeña en picotearme los dedos, y Kelly tiende la ropa sin dejar de dirigirme miradas y sonrisas tan hospitalarias que se dirían capaces de acariciar. Es una de esas personas a las que da gusto hacerlas sonreír.

Viendo a Kelly, y la felicidad que irradia Román cuando está a su lado, me sorprendo envidiando estas uniones amorosas, basadas en una estricta división de funciones y una vida de expectativas claras.  Aquí no hace falta comunión ideológica ni intelectual. No hay incompatibilidad de intereses, proyectos vitales o caracteres. Sólo trabajo, labores cotidianas, respeto mutuo, afecto y amor. O, más exactamente, todo lo anterior sea el amor. Ante la juventud de Kelly, recuerdo también la poligamia de los incas, que suponía más bien un seguro para que las mujeres mayores no se vieran abandonadas ante la llegada de una joven. Y también, podía haberlo comprendido antes, entiendo la predilección que muchas jóvenes sienten (o al menos la falta de importancia que dan) hacia diferencias de edad (20, 25 años) que en Europa parecerían desmesuradas. Si una muchacha casi adolescente conquista a un hombre de cuarenta años o más, es muy difícil que éste la vaya ya  a abandonar.

Kelly prepara la cena en la cocina de leña que tienen en el patio mientras Román y yo, en la sala, intentamos conversar entre el estruendo de la calle y el de los vídeos musicales que está viendo la sobrina. “¿Ves lo distinto que es esto, la bulla que hay?" me dice Román sin alterarse, "por eso yo prefiero la tranquilidad de la chacra”. La chiquita de nueve años se asoma a la ventana y Román le dice que entre a presentarse. Es muy cariñoso con ella, la sienta en sus rodillas y la escucha sonriente. No hay problema, puede quedarse en el cumpleaños un rato más.

Cenamos Kelly, Román y yo. Arroz con huevo frito, kétchup, plátano frito y algo de ensalada. Lo celebro como si fuera una comida más elaborada, y Kelly me vuelve a obsequiar con su sonrisa. El peso de la conversación lo lleva Román. Hablamos de la comida, el clima, el paisaje… de las diferencias entre España y Perú.

Al despedirnos, con un abrazo, tengo que volver a recordarle a Román el objeto de mi visita. Quedamos para dentro de dos días en su casa. Luego iremos a la chacra con todo y la ayahuasca, y pasaremos allí la noche. Me voy caminando durante una hora, ya oscurecido, con cuidado de no pasar por Belén Bajo o por la zona del mercado, a través de calles de tierra salpicadas de charcos y de piedras. Niños y adultos jugando. Balones de fútbol y de voleibol. Motocarros. Grupos bebiendo cerveza en las esquinas. Tiendas de abarrotes y pollerías, mujeres conversando. Perros callejeros. Música, ruido, humedad y calor y, por todos lados, una desordenada sensación de vida en plenitud.

viernes, 9 de marzo de 2012

La ayahuasca, soñar despierto. 1- Román.


En Iquitos la ayahuasca está de moda. Todas las agencias incluyen la “Ayahuasca experience” en sus paquetes turísticos. Los restaurantes para extranjeros incluyen en sus cartas “Ayahuasca diet”. En el mercado de Belén es fácil encontrar la liana, o directamente el preparado embotellado; y no hay una recepción de hotel en el que no se hallen cuatro o cinco folletos de “chamanes” ofreciendo sesiones. Yo no estaba muy seguro de si quería probarla, pero de lo que si estaba seguro es de que, si lo hacía, no sería rodeado de turistas.

Manuel me habla de Román, un “maestro” que él conoce desde niño, y que, aparte de atender a su clientela autóctona habitual, ofrece de vez en cuando sesiones para extranjeros en una chacra que posee a las afueras de la ciudad. Me insiste en que me interesaría mucho conocerlo y que, a cambio de la consabida propina, él me lo puede presentar. Imagino a un señor de pelo largo, cargado de abalorios y con una camisola bordada, enredándome en un discurso místico con la finalidad  de que me decida a contratar sus servicios. Aunque escéptico, pienso que puede ser interesante conversar con él y hacerle algunas fotos. Una mañana le digo a Manuel que me lleve a su encuentro.

Manuel entra en un locutorio a llamar a Román y sale con una sonrisa radiante. “Está en su chacra. Dice que en una hora nos espera allí”. Montamos en un motocarro y atravesamos todo Belén Alto a través de la avenida Emancipación hasta casi el final de Iquitos. Después, a través de un largo camino de tierra, llegamos a una explanada alrededor de la cual se agrupan varias casas de madera y techos de palma. También hay un par de construcciones de ladrillo, una es una tienda de abarrotes y la otra un bar y casa de comidas. En la explanada hay extendida una red y varios hombres y mujeres juegan al voleibol. Como siempre, los niños corretean por todos lados. Es Cabo López, un asentamiento reciente de emigrantes que administrativamente pertenece al distrito de Belén. En Cabo López no hay electricidad ni agua corriente, pero está rodeado de vegetación, no hay basura, y su aspecto es similar al de cualquier pequeña comunidad del Amazonas, infinitamente más agradable que las sórdidas callejuelas y los misérrimos asentamientos de Belén Bajo.

Unos cien metros caminando por un estrecho sendero y llegamos al río Itaya, donde dos risueñas muchachas se están bañando con champú y con jabón, y con la ropa (un short y una camiseta), como siempre en estos casos, puesta. Damos los buenos días y nos sentamos en la orilla a esperar. Al cabo de cinco minutos vemos acercarse lentamente una canoa con un hombre que la conduce a remo. Desde lejos, sonriente, alza la mano para saludarnos.

Román, el maestro curandero, es muy distinto de lo que yo imaginé. De cincuenta y tantos años, viste unos vaqueros embutidos en las botas de caucho, una camiseta de futbolista y un sombrero de paja. En seguida se advierte que es un hombre afable y relajado, que disfruta de un placentero acuerdo consigo mismo y con su vida. Montamos en la canoa y nos dirigimos  a su chacra, al otro lado del Itaya.


Una vez allí, me muestra sus plantaciones de camu camu, un cítrico propio de las zonas inundables de la selva, de delicioso sabor en jugo (en Iquitos es fácil consumirlo), y que contiene una concentración de vitamina C cien millones más alta que la de la naranja o la mandarina. El camu camu hace poco que se está empezando a comercializar fuera de la selva en polvo, en jugo o en mermelada, y mucha gente lo cultiva ahora en sus chacras. Román tiene la suya desde hace diez años, y todas las mañanas deja su casa en Belén Alto para pasar el día aquí, cuidando de sus plantas, pescando o simplemente meditando y disfrutando del entorno. Acá el agua del Itaya es limpia porque queda más arriba de Belén Bajo, donde se acumulan las basuras y las aguas residuales, y, aunque rodeado de otras chacras y pequeñas cabañas, se disfruta de una plácida tranquilidad. Una vez en la choza que hace diez años construyó con sus propias manos, Román se tumba en la hamaca, y comenzamos a charlar.


Conversamos durante dos horas hasta que vuelve Manuel, que ha estado bañándose en el río y dando un paseo para recoger mangos. Los tres comemos y hablamos hasta que, a las seis de la tarde, la amenaza de lluvia y la incipiente oscuridad nos hace dejar el lugar. En este tiempo Román me ha contado que la palabra “chamán” es desconocida para ellos, que sólo la usan los turistas. El nombre apropiado es “curaca”, si el sujeto es indígena, y “maestro curandero”, o simplemente “maestro”, si es blanco o mestizo. El período de formación de un curaca abarca un año completo, durante el cual debe permanecer completamente aislado en la selva, alimentándose de plantas y raíces. Los maestros curanderos, sin embargo, se contentan con practicar una rigurosa dieta durante tres meses, acompañado de la ingesta periódica de determinadas hierbas purgativas, mientras estudian medicina natural. Sólo al cabo de ese tiempo prueban la ayahuasca por primera vez. "Entonces", me dice Román, "las plantas te hablan". Y descubren sus secretos.

Y es que la ayahuasca, además de "limpiarte el cuerpo" mediante fuertes diarreas y vómitos, provoca una serie de visiones que, con práctica, son fáciles de interpretar, y que te hacen comprenderte a ti mismo y comprender mejor la realidad. Es por esto que, desde tiempo inmemorial, curacas de toda la amazonía la han utilizado para detectar el origen de las enfermedades y poder curarlas, para comunicarse con los espíritus de los antepasados, y para tomar decisiones que afecten a la comunidad. Los maestros curanderos como Román, que se formó en una comunidad yagua del río Napo, siguen esta tradición.

Todo esto, más o menos, ya lo conocía yo. Don Sabino, el curaca de Sarayaku, la comunidad indígena ecuatoriana en la que viví un mes en 2010, usaba en efecto la ayahuasca de forma ritual, y yo tuve conocimiento de que también se la proporcionaban a los turistas que querían consumirla. Cuando yo les pregunté si no les molestaba que frivolizaran con una planta sagrada como esa, me respondieron con cierto desdén que nadie que no esté preparado iba a comprender el verdadero secreto de la ayahuasca, pero que allá cada cual. Dado el poco respeto que mostraban hacia estos consumidores aficionados, me abstuve de proponer que yo la quisiera también probar.

Y es que el consumo de ayahuasca entre los turistas se ha convertido, en palabras de Román, "en un gran negocio". Extranjeros y locales montan lodges y cabañas en la selva, a veces bastante lujosas, con este fin, y Román a menudo es invitado a participar para que haga el preparado y acompañe la experiencia con sus cánticos rituales. Un francés que le llama habitualmente cobra 100 dólares por persona, de los cuales Román se lleva 100 soles (unos 35 dólares) por su colaboración. Román dice que el preparado destinado a los turistas suele estar cargadísimo, y a menudo mezclado con plantas alucinógenas (la ayahusca, propiamente, no lo es). De este modo se ahorran la posibilidad de que luego reclamen si no han tenido ningún tipo de visión (algo que no es raro que suceda las primeras veces), pero en esas condiciones es imposible tener un viaje productivo del que se pueda sacar conclusiones. Los turistas, aún así, siempre piden más, y muchos la mezclan con marihuana para potenciar sus efectos. En síntesis, me dice Román, también con cierto desdén, "para los turistas la ayahuasca es simplemente una droga más".

Este punto me lo confirmó, días después, Santiago, un turista argentino que había ido con un grupo de extranjeros a un lodge en la selva para experimentar una sesión. Le cobraron 80 dólares y, según me contó, lo que tomó le dejó durante dos horas chafado en el suelo, sin apenas poder doblar la cabeza cuando le sobrevenían los vómitos. Tuvo una serie de visiones angustiosas y sin control, y el supuesto "chamán" no dio la menor explicación preparatoria, ni cantó ni intentó orientarles las visiones o calmarles la angustia (existen técnicas con ese fin como aplicarte aceites en las sienes, masajearte, cantarte, hablarte...). Tampoco, al final de la sesión, intentó conversar o analizar los sueños que cada uno hubiera tenido. Simplemente la gente se fue recuperando y, uno tras otro y en silencio, se fueron a dormir. "Pero, bueno, ¿Ése qué era? ¿un chamán o un camarero? Póngame una ayahuasca doble, por favor" bromeaba yo con Santiago (al parecer, lo único que el chamán había preguntado era si querían una dosis simple o una doble). Mi experiencia, por suerte, había sido muy distinta.

Román, desde luego, no le hace ascos al dinero, y su sueño es asociarse con algún europeo para acondicionar su chacra, o comprar otro terreno, y montar un buen lodge que pueda agradar a los turistas. Me llegó a preguntar si yo tendría dinero para invertir, pero lo que en ningún momento hizo fue sugerirme que probara la ayahuasca con él. Cuando nos despedimos, fui yo quien le pidió el teléfono.